EL HOMBRE HUECO
Publicado en Oct 10, 2012
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Atravesó con paso seguro la vía rápida justo a un costado del muro para tomar una calle menos transitada, al extremo de la cual, brillaba Tijuana. En su marcha fue dejando atrás el cerco fronterizo. Sus pasos lo llevaron a sumergirse en ese juego de luces y sombras de la calle Constitución, cuando llegó a la altura de la calle Sexta giró a la izquierda.
Tenía el caminante una figura alta y flaca, embutida en un viejo impermeable negro, por debajo sólo se notaba unos levis azules y una desgastada camiseta amarilla. Una cachucha de amplia ala ocultaba casi por completo su mirada; el resto de su rostro era lívido y anguloso, parecía un espectro. La poca gente con la que cruzó volvía la cabeza para cerciorarse que realmente vieron a un ser vivo, incluso uno o dos se encogieron de hombros y se echaron a un lado como espantados de algo.
Como si le hubieran robado una pelota, los brazos los llevaba frente del estómago sin apenas balancearlos, con sus piernas largas daba pasos cortos pero rápidos, aunque definitivamente algo iba mal con su andar, un tanto ciego pero no errático, sus ojos bien abiertos miraban fijamente al frente sin enfocar su mirada en nada específico. No se distraía de su marcha: ni el lúgubre ulular de las sirenas de patrullas y ambulancias del otro lado de la ciudad; ni los grandes espectaculares profusamente iluminados coronando las calles; ni los aparadores abarrotados de mercancías importadas y locales; nada lo hacía volver la cabeza ni a derecha o izquierda. Caminada como si no fuera a ningún sitio concreto pero sin duda alguna, directo. Era como si una mano invisible lo guiara hacia un punto invisible determinado cuya situación exacta él mismo ignorara.
Buscaba a una persona que había sido amigo suyo hacía 15 años atrás, y la Border Patrol y su instinto perruno lo habían llevado de Los Angeles a Tijuana, y en aquella milla final de su viaje lo guiaba hacia cierto modesto local de la calle Sexta donde se encontraba una tienda de discos. El no sabía que se dirigía al negocio de su amigo Maury, y que ya estaba muy cerca de él, justo frente a la banqueta a donde se dirigía. De alguna manera sabía que había de encontrarse con Maury y que ya estaba muy cerca de él. Excepcionalmente, ningún policía obstaculizó su camino.
Maury ignoraba que su viejo amigo Enrique estuviera tan cerca, pero si se hubiera puesto a pensar en las especiales de aquella noche, se habría preguntado por qué seguía aún levantado una hora más tarde de lo habitual. Estaba sentado en un banco de su próspera tienda de discos La Ciruela Eléctrica –una pequeña mina de oro en palabras de los parientes de su mujer–, fumando y escuchando música. Había hecho el corte de caja y llenado las formas de pedido de discos nuevos y por encargo. No había nada que le impidiese ir a la cama tras quince horas seguidas de atender su negocio. Si le hubieses preguntado qué hacía aún levantado más tarde que de costumbre, lo primero que había contestado es que no había reparado en ello, y a continuación, a falta de cualquier otra explicación, habría añadido que era con el propósito de fumarse un último cigarro y escuchar un disco. Era totalmente inconsciente de que seguía aún levantado y había dejado la puerta abierta porque un amigo suyo de Los Angeles, al que hacía mucho tiempo no veía, andaba en su busca y necesitaba sus servicios. No tenía ni la más remota idea de que había dejado el seguro sin echar a aquella hora tan avanzada de la noche precisamente para permitir la entrada del dolor y la ruina.
Pero cuando la campana de un templo cercano sonaba tristemente su desacuerdo en la cuestión de dar las 11:30, su infortunio se hallaba frente a su local cruzando la calle. Enrique, el hombre sin la pelota y rostro anguloso y lívido se acercaba inexorablemente.
Terminado el disco reinaba un silencio en el local y apenas en las calles; era un silencio pesado solo ocasionalmente roto por ruidos nocturnos: la bocina de un carro, el tubo de escape de un camión, el ladrido de un perro pateado en un alejado patio trasero. Era un silencio que parecía envolver el local pero que él no percibía. Como tampoco oía la campana y aquellos pasos renqueantes acercándose a su local pasando por delante, dando media vuelta, y regresando para detenerse finalmente. No era consciente de nada excepto que estaba sentado y somnoliento fumándose el último cigarro del día, sordo y ciego a lo que no estuviera en su más inmediato alrededor.
Pero cuando un brazo empujó la puerta, eso sí que lo escuchó y entonces alzó la vista. Vio como la puerta se abría. Se puso en pie y fue hacia ella. Y allí mismo en la pura entrada, se encontró frente a frente con aquella escuálida imagen de la desgracia.
—¡Enrique!
Matar a otro ser humano es espantoso. Y más si tú eres el asesino. Tal vez, en el instante mismo de perpetrar su crimen al criminal le asistan graves y convincentes razones. Es posible que con el paso del tiempo y la reflexión lamente lo ocurrido y llegue incluso a sentir remordimientos, que, tal vez, lo atormenten durante las noches de muchos años.
Examinadas en las horas de vigilia nocturna o por la mañana temprano, las razones aducidas para una acción semejante pueden esgrimir su fría lógica, pero también es posible que dejen de ser razones para convertirse en meras disculpas. Y esas disculpas pueden desnudar al asesino y hacer que se vea a sí mismo así como es en realidad. Y sus tentáculos puedan penetrar, tal vez, hasta lo más recóndito de su mente y de su sistema nervioso buscando su alma para torturarla, exprimiendo y sacando todo como un súbito vómito. Suele ser horrible.
Y si matar a otro ser humano y verse acechado periódicamente por remordimientos derivados de ese acto colérico ya es algo de por sí espantoso, ¿qué no será matar un semejante, enterrarlo bien enterrado en un baldío cualquiera, y luego, quince años más tarde, hacia la medianoche, ver como la puerta es empujada por la mano que se dejó fría y al hombre asesinado entrar en tu tienda e invocar tu hospitalidad?
Cuando el hombre del impermeable entró a la tienda, Maury se quedó tan rígido como una estatua, lo miró fijamente, se tropezó con una caja de discos cuando intentó dar un paso, se sujetó con una mano y exclamó:
—¡Ingazu!
El recién llegado dijo:
—Maury…
Luego se miraron el uno al otro. Maury con la cabeza echada hacia atrás, la boca entreabierta y los ojos desorbitados; Enrique el recién llegado con expresión desvaída y vidriosa. Si Maury no fuera esa clase de hombre –parco, receloso y frío–, habría alzado los brazos y chillado. En ese momento sintió la necesidad de algún tipo de desahogo parecido, pero no supo cómo reaccionar. El único realce dramático que dio a la situación fue hablar en un susurro en vez de hacerlo con voz normal.
Mil emociones distintas se agolparon en su cerebro directamente desde la espina dorsal, pugnando entre sí para salir del cuerpo, pero externamente no se manifestaron más que en sus ojos desencajados, un escalofrío y el bajo tono de voz. Su primer pensamiento, o mejor dicho, su primer espasmo, fue: veo fantasmas, indigestión o crisis nerviosa. El segundo, cuando notó que la aparición era corpórea y real fue: un impostor. Pero cierto movimiento por parte del visitante le hizo descartar también esta última oportunidad.
Era un ligero movimiento propio de aquél hombre y de nadie más; una flexión inconsciente del dedo corazón de la mano izquierda. Entonces no le cupo ya duda de que era Enrique. Algo ya cambiado desde luego, pero aún milagrosamente instalado en sus treinta y dos años. Un Enrique vivo, palpitante y real. No se trataba de ningún fantasma. No era ninguna jugarreta del estómago. Estaba tan seguro de ello como de que quince años atrás le había matado y enterrado. 
La espesa negrura del momento fue aliviada en cierto modo por el mismo Enrique, pues con voz tenue y desmayada preguntó:
—¿Puedo sentarme? ¡Estoy tan madreado! —Tomó asiento y añadió—-: ¡Tan cansado!
Maury seguía sujetándose a la caja de discos. En un susurro dijo:
—Enrique ¡Enrique! Pero ¡Si yo te maté! Te maté en Los Angeles. Estabas muerto. ¡No tengo la menor duda de ello!
Enrique se pasó la mano por la cara, parecía a punto de llorar.
—Ya sé que lo hiciste. Lo sé. Eso es lo único que recuerdo de este mundo, que tú me mataste —la voz salía aún más tenue y desmayada—. Pero luego ellos vinieron a turbar mi sueño. Me despertaron. Y me volvieron a la vida —estaba sentado con los hombros caídos, brazos inertes y las manos colgando entre las rodillas. Tras la primera mirada de reconocimiento no volvió a fijar la vista en Checo. La dejó fija en el suelo.
—¿Que fueron a turbar tu sueño? —Checo se inclinó hacia adelante y continuo en un hilo de voz–: ¿Que te despertaron? Pero ¿Quienes?
—El colectivo Nortec —la voz acuosa repitió las palabras con tanta naturalidad como si dijera “el guardia de seguridad”.
—¿El Colectivo Nortec? —Enrique lo miró estupefacto, y su agudo rostro casi se cuarteó con el esfuerzo hecho por comprender la situación: a medianoche recibía la visita de un hombre muerto que no dejaba de recitar incoherencias. Sentía que la sangre se le salía de sus cauces. Se miró la mano solamente para constatar que era su mano. Miró la caja que sostenía para comprobar si eran sus discos. La mano, la caja y los discos eran reales, y si el muerto era también real ¡y vaya si lo era!, la historia que contaba podía ser tan real como todo lo demás. En cualquier caso respondía a la misma lógica que la presencia del muerto. Lanzó un profundo suspiro salido desde el estómago–. ¡Orale…!, sí, el colectivo Nortec. Sí los he escuchado, son un grupo de dj’s locales.
Enrique sacudió débilmente la cabeza.
—No solamente son dj’s, son algo más ¿Es obvio, no? Si no fuera así no estaría yo aquí. ¿No crees?
Esto, desde luego, Maury tenía que admitirlo. En la ciudad había asistido a muchas de las fiestas del colectivo Nortec antes de que saltaran a la fama, pero siempre los había escuchado desinteresadamente, como un simple espectáculo más. Ahora, por lo visto, sus fiestas se habían convertido en algo más complicado que un simple espectáculo común y corriente. La voz acuosa prosiguió:
—Ellos hacen esas cosas. Yo los vi. Estaban tocando y bailando alrededor de mi tumba y yo resucité sin saber cómo. Pusieron muchos discos y me infundieron de nuevo vida con la música. Necesitaban a un hombre para hacer la talacha y cargar las bocinas yo creo. No lo sé. Así que me volvieron a este mundo. Lo creas o no lo creas eso ya es cosa tuya. Sé que no quieres creerlo, que preferirías no ver ni saber que existen. Y nadie podría reprocharte tal cosa. Pero desde siempre he estado buscándote. Es lógico que la migra me echó para acá solamente para encontrarte. Y desde la línea aquí pues no se hacen ni 30 minutos. Esa es la pura verdad. Por eso estoy aquí.
—Pero ¡Si yo te dejé completamente muerto! Hice todas las comprobaciones posibles. Y pasaron tres días antes de enterrarte. Y cuando lo hice te enterré bien enterrado.
—Ya lo sé. Pero a ello eso les es indiferente. Cuando me volvieron a la vida ya había pasado mucho tiempo. Y aún sigo muerto ¿sabes? Lo único que resucitaron fue mi cuerpo –la voz sonó aún más débil—. ¡Y estoy tan cansado!
Sentado en su próspera tienda de discos, Maury estaba frente a un portento consumado, pero el marco sólido y vulgar del local no le permitía hacerse una idea cabal de lo que tenía delante. De un modo un tanto necio comprendió cuando hubo cerrado la boca, pidió al Quique que le explicase cuanto había ocurrido. Preguntó a un hombre que no podía estar vivo bajo ningún concepto que le explicara como había llegado a estar vivo de nuevo. Era como pedirle a la Nada que explicara el Todo.
O algo así…
Mientras Maury hablaba sintió que su mente empezaba a escapar de su control. Sentía como si se le fuera a ir la onda de a tiro. La sorpresa de un inesperado visitante a aquella hora tan tardía, la impresión del arribo de un hombre muerto hacia ya tanto tiempo, y la confirmación de que el muerto no era un simple espectro, era demasiado para él.
La media hora siguiente se la pasó hablando con el Quique, como si fuese aquél al que había tratado más de 15 años atrás cuando ambos eran socios y surtían de discos raros a tiendas especializadas de Los Angeles. Y luego calló ante la helada evidencia de estar hablando con un muerto y que el muerto contestaba a sus preguntas con una débil voz. Se daba cuenta que nada tenía ya ni pies ni cabeza, pero en el calor de la conversación procuró olvidar su lado improbable: acabó por aceptarlo. Al ir repasando aquel rosario de sorpresas en su mente, fue aclarando para centrarse en un único pensamiento: “He de librarme de él. ¿Cómo podría librarme de él?
—Pero ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Me escapé —las palabras brotaban lentas, casi inaudibles, y del cuerpo más que de los labios.
—Pero ¿cómo?
—No sé… No recuerdo nada… excepto nuestra pelea. Y luego descansar en paz.
—Pero ¿Por que has venido aquí? ¿Por qué no te quedaste en Los Angeles?
—No sé… Tú eres la única persona que conozco. La única que puedo recordar.
—¿Y cómo diste conmigo?
—Tampoco lo sé. Pero tenía que encontrarte. Eres el único que puede ayudarme.
—¿Y cómo puedo ayudarte?
Movió débilmente la cabeza de un lado a otro.
—No sé. Pero nadie más puede.
Maury miró por la ventana las sombras en la calle de los cables conductores proyectadas por la iluminación de las lámparas instaladas en lo alto de los postes sin saber muy bien que pensar. El hombre con más de común que de corriente que hasta media hora antes fuera, había sido fulminado por una ráfaga de sorpresa. Las creencias y dudas de la vida cotidiana se derrumbaban en su interior despedazadas. Restos de su personalidad de antaño y sus viejas pautas de comportamiento latían. Se sentía obligado a dominar la situación.
—Bien, ¿Y qué quieres hacer? ¿Dónde vas a ir? La verdad no veo en que puedo ayudarte. Y aquí, obviamente, no te puedes quedar —una idea grotesta, inspirada sin duda por algún demonio perverso, cruzó por su mente. Cuando su mujer y su hija le vieran, diría: “Les presento a un amigo mío que está muerto”.
Al escuchar la última frase Quique levantó la cabeza haciendo un esfuerzo, y miró fijamente a Maury con los ojos vidriosos:
—Pero tengo que quedarme aquí. No hay ningún sitio al que pueda ir. He de quedarme aquí. Por eso he venido. ¡Tú tienes que ayudarme!
—Pero aquí no te puedes quedar. No hay habitaciones en mi casa y esto es sólo una tienda de discos. No puedes dormir en ningún sitio.
—La tenue voz respondió:
—Eso no importa. Yo no duermo.
—¿Qué?
—Yo nunca duermo. No he dormido desde que me volvieron a la vida. Puedo quedarme aquí sentado hasta encontrar algún modo de ayudarme.
—Pero ¿cómo se me va a ocurrir? —olvidó de nuevo el verdadero fondo de la situación, y la perspectiva de tener un muerto sentado ahí en el local esperando que se le ocurriese algo empezaba a ofuscarlo—. Pero ¿cómo quieres que te ayude si no me dices qué puede hacer?
—No sé… pero tienes que hacer algo. Yo estaba vivo. Tú me mataste. Muerto y cómodo. Todo viene de que tú me mataste Maury, eres responsable de mi estado. Así que debes ayudarme. Por eso he venido a buscarte. Creo.
—Pero ¿qué quieres que yo haga?
—No sé… no puedo pensar. Pero nadie más que tú puede ayudarme. Tenía que encontrarte. Algo me trajo derechito a ti. Eso significa que eres el único que me puede ayudar. Ahora que estoy contigo ya habrá algo que vendrá en mi ayuda. Estoy seguro. Pronto ocurrirá algo.
De repente Maury sintió flaquear las piernas. Se sentó a mirar a aquel ser odioso e incomprensible. Tenía un muerto en su tienda, un hombre al que había asesinado en un arrebato de cólera, y en su mero interno sabía que no podía correrlo a la chingada. En primer lugar, porque le daba miedo tocarlo. La sola idea de tocarlo le resultaba intolerable. Luego, porque, ante el portento de la presencia de un hombre que había muerto hacia quince años dudaba de la eficacia de cualquier fuerza física o de cualquier medio material para moverlo.
Su alma se estremecía como la de todos los seres humanos cuando se encuentran ante fuerzas que desbordan su horizonte mental o espiritual. Maury había asesinado a aquel hombre y a menudo, a lo largo de aquellos 15 años, se había arrepentido sinceramente. Si la escalofriante historia era verdad, algún derecho le asistía al Quique para procurar su ayuda. Esto era algo que Maury le reconocía, y sabía que pasara lo que pasara, no podía correrlo y si en cambio debía ayudarle. Con el paso del tiempo aquél viejo e insano acto de cólera se le había literalmente instalado en medio de su vida.
La desmayada voz lo sacó de onda:
—Tu vete a dormir Maury. Yo me quedaré aquí sentado pero tú vete a dormir. —Hundió el rostro entre las manos y exhaló un débil gemido—. Ay ¿Por qué no podré yo también descansar?
Al día siguiente Maury llegó con la vaga esperanza de que Quique ya no estuviera allí. Pero seguía sentado en el mismo lugar. Checo preparó café y le indicó la ruta al baño por si se le ofrecía. Quique se lavó con desgana, se arrastró de nuevo a su banquito y desganadamente, se tomó el café que Maury le sirvió.
A su mujer, a su hija y a sus empleados les dijo que era un viejo amigo que había sufrido un accidente: “Resultó con un golpe en la cabeza. Es totalmente inofensivo y no va a quedarse mucho tiempo. Está esperando que le desocupen un departamento donde vivirá. Fue muy buen amigo mío en el pasado. Lo menos que puedo hacer es dejar que se quede aquí unos cuantos días. Padece insomnio y prefiere quedarse levantado por las noches”.
Pero Quique se quedó más que unos cuantos días. Se quedó, de hecho más que nadie se había quedado nunca, incluso cuando todos los clientes se habían ido ahí seguía. Cuando los clientes habituales llegaron a mediodía y vieron aquella extraña, pálida e inexpresiva figura sentada en el banco del dj de la tienda sin poner un solo vinilo en las tornas, primero la miraron fijamente y luego buscaban discos en el rincón más alejado de la tienda. Todos evitaban acercársele. Maury dio la misma explicación una y otra vez, pero ello no parecía aliviar la imperceptible tensión que empezaba a respirarse en el local. El ambiente ya no era tan distendido ni la charla tan animada como de costumbre. Incluso a los que nunca habían ido parecía afectarles la presencia del extraño.
Al término de aquél primer día, Maury le dijo que había acondicionado un rincón del local donde podía sentarse para no ahuyentar a la clientela, y lo cogió del brazo para llevarlo, pero Quique con un débil gesto, se quitó la mano de encima y siguió sentado donde estaba.
—No. No quiero moverme. Me quedó aquí. Aquí. No quiero moverme.
Y no se movió incluso tras rogarle. Maury se dio cuenta de que la negativa iba en serio; era inútil presionarlo, forzarlo o amenazarlo; iba a quedarse sentado en el banco del dj sin jamás poner un solo disco. Era débil como un niño pero firme como una roca. Siguió sentado en aquél banco y los clientes siguieron evitándolo y lanzándole aprensivas miradas. Era como si se dieran cuenta a medias de que era algo más que un individuo que había sufrido un choque.
A la segunda semana de su aparición, tres de los clientes habituales brillaron por su ausencia, y varios de los que seguían acudiendo lanzaron a Maury jocosas y malévolas indirectas para que estacionara a su chispeante amigo en algún otro sitio. Era evidente que comprar discos y escuchar música al lado de la nueva visita resultaba tan excitante que las ventas empezaron a caer en picada; que su mera presencia les incomodaba y preferían no comprar discos ahí en su tienda. Maury respondía que no iba a quedarse más tiempo ya, excepto un día o dos como mucho, pero pronto cayeron en cuenta que tal cosa era falsa, y al término de la segunda semana, ocho de los mejores clientes habituales habían preferido comprar discos en otras tiendas.
Cada día, cuando llegaba la mejor hora de la venta, Maury intentaba sacarlo a dar un paseo, pero siempre se negaba. Si salía, lo hacía solo de noche, nunca se alejaba más de cien metros. El resto del tiempo permanecía sentado en el banco, unas veces con expresión somnolienta, otros con la vista clavada en el suelo. Se comía lo que le daban con gesto abstraído, jamás sabía si ya había comido o no. Sólo hablaba cuando le hacían una pregunta y toda su conversación era: “¡Estoy tan cansado!”
Sólo parecía despertar en él un remoto interés y le hacía levantar la vista del suelo, la hija de su anfitrión, de diecisiete años. Se llamaba Valeria y ayudaba a su papá en lo que podía: limpiaba, cobraba y ponía discos. Valeria parecía ser la única persona de cuantos frecuentaban el local que no parecía temerle a Quique.
Valeria no sabía nada de su historia pero parecía entenderlo, su juvenil comprensión fue el único estímulo que obtuvo Quique. Se sentaba a hablar con él de cualquier tontería: “A sacarlo de si mismo”, decía ella. A veces su parloteo conseguía sacarlo de su impasibilidad y arrancarle una semi-sonrisa. El llegó a reconocer el ruido de sus andares y levantaba la vista antes incluso de Valeria aparecer por la puerta. En una o dos ocasiones por las tardes, cuando el local estaba vacío, Maury, sintiéndose profundamente desgraciado se sentaba a hacerle compañía, Quique le preguntó sin alzar los ojos del suelo: “¿Dónde está Valeria?” Y cuando Maury le decía que había ido a algún concierto o había salido a bailar, volvía a quedar absorto en sus pensamientos, mayor si cabe que antes.
Al Maury no le gustaba todo eso. Sobre el se cebaba ya una maldición que, en cuatro semanas, había llevado su negocio al borde la quiebra. Los clientes habituales habían ido desertando de dos en dos y ninguno nuevo había llegado a ocupar su lugar. Los desconocidos que se dejaban caer por ahí alguna vez jamás volvían, les era imposible apartar la mirada de aquella pálida y extraña figura siempre sentada en el primer banco. Al atardecer, cuando el local había estado siempre abarrotado y los que llegaban al último siempre tenía que hacer cola para poder entrar, estaba por lo general más que vacío. Solo unos cuantos fieles seguían comprando discos.
Y para colmo de males estaba aquél interés que el muerto mostraba por su hija, que parecía tener efectos bastante desagradables. Maury no se había dado cuenta, pero, como siempre, su mujer se lo hizo notar.
—¿Te has fijado estos últimos días? Valeria ya no anda tan alegre y como antes. Cada vez está más callada. Y se ha hecho muy huevona. Está todo el tiempo sentada pensando. Y más pálida de lo que ha estado nunca.
—Tal vez sea la edad.
—No. Ella no es una de esas morenitas delgaduchas simples que se ven por ahí. No. No es eso, le pasa algo te digo. Fue hace una o dos semanas que empecé a notarlo. No prueba la comida. Está siempre por ahí nomás sentada cruzada de brazos. No muestra el menor interés por nada… Ya ni pone discos, ni siquiera sus favoritos. Tal vez no sea nada, sólo mal humor, o tal vez… ¿Cuánto tiempo más va a quedarse aquí ese horrible amigo tuyo?
Diez semanas se quedó mientras Maury miraba impávido como se arruinaba su negocio mientras la palidez y la irritabilidad de su hija Valeria iban en aumento. Y él sabía cuál era la causa de todo: En todo México no había una tienda de discos como la suya, una tienda con muy buenos discos y videos en la que un hombre muerto llevara sentado diez semanas seguidas. Un muerto salido al cabo de largos años de la tumba y que había ido a sentársele ahí a incordiar a su clientela y a robarle la vitalidad a su hija.
Pura mala vibra pues.
Era algo que no podía contar a nadie. Nadie hubiera creído tal disparate. Pero sabía que tenía en su casa a un muerto, y puesto que un hombre muerto hacía ya muchos años se paseaba tranquilamente por la faz de la tierra, ahora cualquier horror es posible. Ya podría creer en cualquier cosa que semanas atrás sólo le hubieran suelto las carcajadas. Sus clientes habían ido desertando de la discoteca no por la presencia de un hombre pálido y silencioso, sino por la presencia de un muerto vivo. Tal vez sus mentes no fueran conscientes de ello, pero la voz de la sangre gritaba. Y así como su negocio había sido destruido, así sería también su hija aniquilada. A ella la voz de la sangre no la ponía en guardia. Todo lo que sabía es que aquel ser era un viejo amigo de su papá, y sentía una especie de rara atracción hacia él.
Fue entonces cuando Maury, sin nada ya en que ocuparse empezó a pistear. Y eso fue lo mejor que pudo ocurrírsele, pues el alcohol le dio la idea que habría de librarle de la maldición: La tienda ya no servía sino a escasa media docena de clientes. El local lucía cada día más descuidado y polvoriento. Maury ya no ponía ningún cuidado en ser cortés con sus escasos clientes, e incluso a menudo era grosero con ellos cuando se empedaba. Empezaron las habladurías sobre el declive del negocio, la ausencia de discos clásicos, la suciedad del local, la mala atención y también sobre su creciente afición a emborracharse.
Pero el carrillón de todos era para aquél vato extraño sentado días y días poniendo a todo mundo los pelos de punta. Unos cuantos desconocidos, a los que les había llegado el chismerío, se dejaron caer al local a ver al extraño individuo y, de paso, cotorrear y hasta gorrearle al dueño siempre achispado. Pero no volvieron a aparecer y los curiosos nunca fueron tantos como para mantener lleno el local. Al final llegó al punto de no vender más de dos discos al día. Y Checo, a la par de su negocio, siguió hundiéndose en la bebida.
Y entonces una tarde, pistiando precisamente, encontró la inspiración.
Se apresuró a contárselo a Quique, que estaba sentado en el banco de siempre, con las manos caídas y los ojos fijos en el suelo.
–Quique, óyeme. Tú viniste aquí porque soy la única persona que podría hacerte el paro con tu bronca ¿Me entiendes?
–Sí.
–Bien, me dijiste que yo tenía que pensar en algo. Pues ya lo he pensado… Oye. Tu dices que soy responsable de tu situación y que tengo que sacarte de ella, pues fui yo quien te mató. Si. Yo te maté. Nos peleamos. Me hiciste encabronar. Me retaste. Y bajo aquél sol en la jungla de cemento, perdí la cabeza y te maté. Cuando vi lo que había hecho me habría dejado cortar las manos. Te lo juro Sí. Porque tú y yo éramos amigos. He sufrido mucho, mucho ¡Y lo que sigo sufriendo! Bien. Pues voy a decirte lo que he pensado. Todos tus problemas presentes vienen del hecho de que yo te matara y luego te enterrase en aquél solitario baldío. Se me ha ocurrido una idea. ¿No crees que te ayudaría si… si… si volviera a matarte?
Durante algunos segundos Quique siguió con la vista clavada en el suelo. Luego movió los hombros. Y después, mientras Checo miraba atento la reacción que producía su idea, la voz acuosa contestó.
—Sí, sí. Eso es. Eso es lo que estaba esperando. Por eso es que vine aquí. Ahora me doy cuenta. Por eso es por lo que tenía que venir hasta aquí. Nadie más podría matarme sólo tú. Me tienes que dar muerte de nuevo, nadie más podría hacerlo… Sí, has dado con la solución que tanto tú como yo estábamos esperando. Cualquier otro me podría disparar, apuñalar, ahorcar, pero nunca podría matarme. Tú eres el único que puede hacerlo. Por eso me las arreglé para encontrarte. ¡Eso es! Y tienes que hacerlo. Hazlo ahora mismo. Ya sé que no quieres, pero tienes que hacerlo. ¡Hazlo!
Inclinó la cabeza y se quedó mirando al suelo. Checo también clavo la vista en el suelo. Veía cosas. Había asesinado a un hombre escapando a todo castigo, salvo al de su propia conciencia, que ya había sido bastante terrible. Y ahora iba a asesinarlo de nuevo, pero esta vez no en Los Angeles sino en Tijuana. Y veía las posibles consecuencias funestas de su acción. Vio la detención, el encarcelamiento. El juicio. La condena. Y sintió escalofríos.
Pero también vio la otra alternativa: su vida desecha, un negocio arruinado, la miseria, la Casa de los Pobres en la colonia Pancho Villa, la salud quebrantada e incluso, tal vez, la muerte de su hija, y la maldición siempre presente de aquél muerto vivo. Ahora habría que desaparecerlo para no verlo jamás ni vivo ni muerto. La única solución era poner en práctica su idea y volver a mandarlo al mismísimo infierno.
Se puso de pie muy rígido. La noche estaba ya avanzada, eran las diez y media, y en la calle Cuarta-Díaz Mirón reinaba el silencio. Había cerrado las persianas del local y asegurado la entrada con llave. Una única luz al fondo de la tienda iluminaba un poco todo el local. Dio unos pasos dudoso y miró a Quique.
—Eh… ¿Cómo quieres…? ¿Cómo he de hacerlo?
Quique contestó:
—La otra vez lo hiciste con un cuchillo. Aquí, justo debajo del corazón. Has de hacerlo exactamente igual que entonces.
Checo permaneció unos segundos absorto, mirándolo. Luego salió de su ensimismamiento y con aire resuelto y paso rápido se dirigió a los tocadiscos, debajo de las cuales encontró su mochila. Y dentro de la mochila, su navaja.
Tres minutos más tarde su hija y su mujer escucharon un golpe seco, como si se hubiera volcado una mesa. Lo llamaron pero no obtuvieron respuesta. Cuando bajaron de su casa en el segundo piso a la tienda de discos, lo encontraron sentado en el banco del dj frente a las tornas, pálido y tembloroso secándose el sudor de la frente, parecía recobrarse de un desmayo.
— ¿Pero qué pasa? ¿Te encuentras bien?
Las apartó con un gesto de la mano.
—Sí. Estoy perfectamente. Es sólo un ligero mareo. De tanto fumar supongo.
—O de tanto pistear, supongo yo—, respondió su mujer.
—¿Dónde está tu amigo? —, preguntó al no verlo sentado en el lugar habitual. —¿Ha salido a dar un paseo?
—No. Se ha ido para siempre. Me dijo que no quería seguir imponiéndonos su presencia y que se iba a trabajar al “otro lado” —. Hablaba con voz débil y le costaba trabajo encontrar las palabras. —¿No oyeron el golpe que dio al cerrar la puerta?
—Pensé que eras tú el que se había caído.
—No. Fue él al salir.
—Mmm. Bueno ¡Pues qué se le va a hacer! —. La mujer miró a su alrededor. —La verdad es que desde que se apareció por aquí todo ha ido de mal en peor.
El local presentaba todo él un aspecto polvoriento. Las vitrinas estaban sucias, más que por el uso, por la falta de uso. Las ventanas, empañadas de mugre. En el mostrador estaba también la navaja cubierta de polvo. Un impermeable y un traje de trabajo polvoriento estaban en el suelo en un rincón junto a la puerta, como si alguien los hubiera arrojado ahí. Su mujer no había visto nada de esto, pero la ropa estaba justo frente a la puerta, cerca del banco del dj, junto al mostrador, donde se hacía más espeso el polvo color grisáceo, llegando a formar un largo reguero.
—La verdad es que todo esto está cada vez más sucio. Mira todo el polvo que hay junto a la puerta. Parece como si alguien hubiera estado tirando ceniza por todo el local.
Checo miró hacia allí y las manos le temblaron ligeramente. Pero con una voz más firme que antes contestó:
—Si. Ya lo sé. Mañana voy a hacer una limpieza a fondo—. Y por primera vez en diez semanas sonrió; con una sonrisa un tanto tímida y desvaída, cierto, pero sonrisa al fin y al cabo.
***
* Esto es, el triple cerco fronterizo que nos separa de los norteamericanos.
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Descripción

Su alma se estremecía como la de todos los seres humanos cuando se encuentran ante fuerzas que desbordan su horizonte mental o espiritual. Maury había asesinado a aquel hombre y a menudo, a lo largo de aquellos 15 años, se había arrepentido sinceramente. Si la escalofriante historia era verdad, algún derecho le asistía al Quique para procurar su ayuda. Esto era algo que Maury le reconocía, y sabía que pasara lo que pasara, no podía correrlo y si en cambio debía ayudarle. Con el paso del tiempo aquél viejo e insano acto de cólera se le había literalmente instalado en medio de su vida.

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Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos



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