YO NO QUERA PERDER (fragmentos)
Publicado en Oct 11, 2012
Mi experiencia consciente, más antigua con la muerte, estaba vestida apenas de curiosidad. El primer recuerdo que tengo es un poco difuso; era una carroza grande, de madera negra brillante y embellecida con boceles dorados, delicados, que había reemplazado sus puertas laterales y estribos, por grandes vidrios encortinados con raso morado, a través de los cuales se veía el ataúd acostado con su muerto, rumbo al cementerio. La carroza era tirada por uno, dos o más caballos, percherones o jamelgos y acompañada de escolta tan numerosa, como fuera la importancia del difunto; desde un acompañante en el pescante, vestido de frac o saco y corbata, hasta un cortejo completo de a caballo, seguido por varios carros negros, grandes, Packard, Lincoln o Cadillac, de esos que llegaron al país por los años cuarenta, todos ellos adornados con coronas de flores en sus techos, con gente dentro, vestida de negro, como si el negro fuera el color del dolor y la tragedia. Si el muerto era cualquier Rodríguez, bastaba con la carroza de un caballo y un par de carros acompañantes, seguidos de otro par de buses, donde se acomodaban los amigos y conocidos, simulando ser dolientes. Para los muertos pobres no había carroza, si acaso un cajón barato llevado en hombros, y de cortejo, algunos pocos familiares y conocidos que lo lloraban o fingían llorarlo, porque de todas maneras, no hay muerto malo ni novia fea, y en este país que se precia de cristiano, se le daba importancia dominguera a los ritos de despedida de los muertos, tal vez por un mal disimulado temor angustioso, a que el difunto regresara del más allá, para cobrar la descortesía de no acompañarlo bien, en su último tránsito por la tierra de los vivos. Recuerdo que los caballos de esas carrozas iban dejando, de tanto en tanto, regados por la calle, montoncitos de mierda cuyo olor casi vegetal, se mezclaba con el aroma de lirios, anturios y azucenas de las coronas, para preñarse después con los distintos olores de lociones y aguas de colonia, usados en la ocasión, como muestra de distinción, elegancia y hasta deferencia con el difunto. De alguna manera los acompañantes vestían sus mejores galas para decirle a los dolientes –y quizás al muerto mismo- qué tan importante lo consideraban. Todavía puedo reconocer ese recuerdo en el olfato, teñido con un olorcillo a lavandería de barrio, un dejo de varsol, que en una tarde de sol bogotano, acompañaba al sentido cortejo hasta alguno de los tres cementerios que tenía entonces la ciudad.
El muerto, vestido tan impecable como yo, se refugiaba hermético en su cajón, ocupando el centro de la sala y rodeado por sillas, sillones, asientos, butacas y taburetes, desiguales y destinados a las visitas que se asomaban al vidrio del ataúd para despedirlo, mientras se persignaban, como si ese gesto fuera un sortilegio o una contra, para que el difunto se fuera en paz y se desprendiera de cualquier intención de volver al mundo de los vivos para asustar o para llevarse a alguien hacia el reino del hades. A todos los visitantes se ofrecía generosamente café, agua de hierbas o aguardiente, servidos en vasos pequeños que se pasaban con frecuencia en bandejas diversas, ante la presencia inmutable del cuadro del sagrado corazón, que presidía todas las salas de todas las casas. Yo no tomaba nada de eso; se me antojaba que estaría tomándome algo del muerto mismo, y esa casi certeza, con los olores que venían a mi recuerdo, me producían un mareo particular, que me obligaba a huir a la primera oportunidad. Las pocas funerarias que había en Bogotá en esa época, que por coincidencia comercial siempre estaban cerca de un hospital, solo vendían los ataúdes y alquilaban lo necesario para la velación, hasta cuando la gente se dio cuenta de lo insalubre de la práctica, y debieron abrir en sus instalaciones, salas de velación y otros servicios, por los que cobran como si también fueran herederos de cada difunto.
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