ELLAS DOS
Publicado en Oct 11, 2012
ELLAS DOS….
Las vi desde mi ventana. Un grupo de tres o cuatro personas, un hombre joven, algo robusto, una mujer de apariencia mayor y las jóvenes; parecían estar juntos. Un grupo nada particular, como cualquier otro, esperando un bus que demora en pasar y entre tanto, hablarán de cualquier cosa, o de muchas cosas que los relacionan. Nada especial, supongo. Unos minutos después volví a asomarme a mi ventana. Es la ventana del estudio y por eso, cada vez que levanto la vista del teclado, para buscar una palabra, para redondear una idea y luego pincharla contra el teclado, la mirada se sale por esa ventana y tropieza con lo que invade la calle. Estoy en un edificio de apartamentos ubicado en la intersección de dos calles con bastante tráfico, de vehículos y de gente; gente que va y viene, que se atraviesa, que se detiene a esperar, a estorbar o a conversar. Volví a mirar y ya no estaban los otros dos. El hombre y la mujer se habían ido; tal vez tomaron un bus y dejaron allí, solas, a las dos muchachas. Una, tenía el cabello más corto, ensortijado, medio desordenado el peinado, eso que ahora llaman informal, dejando ver pendiendo de sus orejas, grandes candongas brillantes, tal vez de plata, que brillaban con el sol al vaivén de los movimientos de su cabeza. Llevaba una chaqueta de cuero negro, de talle corto y unos jeans azules desteñidos; de su hombro izquierdo colgaba una mochila tejida en lana, de esas que usan los muchachos universitarios, como prenda infaltable de su indumentaria, casi a manera de identidad. Bajo la chaqueta, una camisa muy blanca, sin apuntar sus primeros botones para que se insinuaran juveniles sus senos. La otra, vestía de forma más femenina, su cara un tanto más fina, cabello menos oscuro, liso, cayendo sobre sus hombros, un vestido corto de color verde claro, medias negras largas, cubriéndole toda la pierna y unas botas altas, hasta la rodilla, con un saco ligero de lana, que parecía cumplir apenas con la función de protegerla ligeramente de la brisa de septiembre cargada con un frío punzante que se resiste a ser dominado por el sol tímido, indeciso a calentar como debiera. Hablaban, las dos hablaban. Parecían compartir frases cortas, apenas suficientes para comunicarse y entenderse: Nada importante; podría haber mirado para otra parte o volver a mi teclado, pero se miraban con ternura, se percibía tanta ternura que no quise dejar de mirarlas. Se abrazaban, una y otra vez, como si se estuvieran acordando de diferentes episodios por los cuales debían felicitarse o consolarse, y la mejor manera de hacerlo era esa, repetirse los abrazos. Pero eran abrazos de amantes, no hay duda. Una, la de chaqueta negra, pasaba su mano con delicadeza por la cara de la otra, retirándole amorosa los mechones de pelo y aprovechando para deslizarle suave y acariciadora, la palma de su mano por la cara. De nuevo se abrazaban y ahora la caricia por las mejillas era de la otra. Parecía que se estaba sellando una reconciliación, un reencuentro, algo que les confirmaba sus mutuos sentimientos. Eran amantes, no cabe duda. Pero aquello no me inspiró repudio, no. Me pareció una escena tierna. Tal vez porque la escena no fue fugaz, cosa de momento, que sólo deja ver algo anormal. No, aquello se prolongó para presentir más allá del pecado, más allá del juicio que condena la imagen por extraña a los valores. Se abrazaron de nuevo, juntaron sus mejillas y luego juntaron sus labios suavemente, se miraron a los ojos sin desprenderse del abrazo, se acercaron ajenas al mundo entero y se volvieron a besar. La chica del vestido verde, de cabello más claro y más largo, metió los dedos de sus manos en las entradas de los bolsillos de su compañera, la de la chaqueta negra, asiéndola, manteniéndola cerca, para que sólo el tiempo pasara entre ellas; la otra, la tomó por la cintura, subiendo sus manos cariñosas por la espalda y bajando hasta consentir la raíz de las nalgas. La gente pasaba a su lado, jóvenes y viejos; algunos miraban, otros fingían no verlas, como si no existieran, y ellas preferían que así fuera, que el mundo no las viera, que el mundo no existiera, que las dejara solas en medio del universo. Yo, las dejé allí, paradas en mi recuerdo.
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