Salió al jardín de su casa y observó cómo se mecían las hojas de un limonero.
Quedó extasiada ante bello espectáculo y la escasa sonrisa de su rostro, se perpetuó por un instante.
Poco a poco, bajó la mirada y recorrió su brazo derecho.
Su sonrisa era más amplia e iluminaba sus mejillas.
Luego, continuó, ahora mirando su brazo izquierdo y al llegar al hombro, volvió a levantar la mirada hacia el follaje del alto árbol.
Cerró sus ojos y su sonrisa desapareció.
Estuvo así por algunos minutos.
Comenzó a mover sus manos, agitándolas lentamente, imitando el movimiento de aquellas hojas color otoño.
Mientras levantaba más y más sus brazos, su sonrisa reapareció y sus ojos marrones se abrieron entre continuos parpadeos.
Ahora, sus brazos estaban sobre su cabeza y el viento la invitó a una danza particular.
Entre risas y destellos mágicos, sus pies comenzaron a despegarse del suelo.  Se movían ligeros y suaves.
Bajó sus brazos torpemente y meció su falda calipso, su color favorito.
Su sonrisa se transformó en risa y su mirada tocó el cielo grisáceo.
Volvió a subir sus brazos y tocó sus cabellos rizados.
El viento era su mejor aliado y había despertado el deseo de danzar, de conectarse consigo misma, en un éxtasis de alegría.
Después de algunos minutos, de esta inusitada fiesta personal, el viento aminoró su viaje y Pamela, de 11 años, comenzó a detener su paso poco a poco.
Ahora, estaba quieta.  Respiró profundo, entró a la casa, caminó hacia su dormitorio, tomó su oso de peluche blanco, con corbata calipso, se recostó en su cama, cerró sus ojos y durmió.
En el living de aquel hogar, un joven matrimonio miraba emocionado un video registrado en un celular.
Aquellas imágenes eran la esperanza cierta de un avance de Pamela, desde el autismo hacia la compartida realidad.
Su padre se acercó al dormitorio.  Miró a su esposa desde la puerta y exclamó:
•-        Sonríe, aún dormida...