Trinchera
Publicado en Oct 17, 2012
La trinchera, que rebosa de cadáveres gélidos que han pasado a mejor vida, huele a podrido y a muerte. Tantos días de lluvia han convertido este agujero en un barrizal donde caminar y dormir se ha transformado en una labor imposible. Ya no queda vivo ningún oficial y somos pocos los soldados. De esos pocos, algunos son solo cuerpos marchitos dirigidos por el más allá. Aguardan su final comiendo alguna lombriz que entre el lodo encuentran y así quitarse el olor a muerte de sus bocas. Los más valientes han saltado fuera de la trinchera y han cargado, en un arrebato de demencia, por última vez contra nuestros enemigos. Ellos conocen nuestra desesperación y se aprovechan de ella. No queda ya comida, ni agua, ni balas, ni esperanza de que el alma salga de aquí con su cuerpo a cuestas. La cordura es un bien escaso, y pocos consiguen conservarla.
Mientras tanto, mi conciencia lucha en desventaja una batalla por no caer en la locura. He considerado repetidas veces en escapar de este tormento y dejar que me peguen un tiro; si no me matan con el primero, seguiré corriendo hasta que algún proyectil termine con mi desdicha. Me detiene una migaja de esperanza que reside en mi más profundo interior, que cuando me decido a huir de este vertedero, hace titubear mis piernas. Puedes salir de aquí vivo. - Me repite una y otra vez. Cae la noche, y con ella, la más absoluta oscuridad. Hoy no hay estrellas ni luna que pueda saludar. El frío y la humedad atraviesan mi cuerpo como una lanza. El silencio es tal, que empiezo a dudar de si no estaré ya muerto en un ataúd. Permito que mi memoria se atiborre de los buenos tiempos, de los viejos tiempos. Por supuesto, ella viene a mí. Recuerdo la primera vez que la conocí, los besos que me dio y la última vez que hicimos el amor. Aquella sonrisa que me hacía enloquecer, es ahora el fuego que templa mis huesos. Con esa llama en mi interior me rindo al sueño hasta las primeras luces grises de la mañana. Me despierto, temblando de frío. La niebla lo cubre todo y el silencio sigue dueño de la atmosfera. Alzo la cabeza y miro a mi alrededor, mis compañeros están durmiendo o muertos, no sabría decirlo. Se disputan en ser más pálidos que la niebla. Veo en el cielo cruzar una bandada de pájaros. Vendería mi alma por ser uno de ellos. Mi cuerpo tullido intenta moverse. No siento casi nada. De pronto, percibo como el enemigo se acerca. Se oyen sus cuerpos arrastrándose a través del gran lodazal que separan las trincheras. Me apresuro y busco un sitio para esconderme. Arrastro mi cuerpo desfallecido por la zanja tan rápido como mis fuerzas me lo permiten. Paso por encima de algunos compañeros y los sacudo para que despierten. Alguno lo hace, otros lo intentan, el resto están muertos. En cada avance los brazos y las rodillas se hunden en el barro, moverse es extenuante. Mi corazón va a explosionar en cualquier momento. Sigo sin pensar, solo persisto en mi huida. Después de una “eternidad” llego a la zona de la trinchera que llamamos “el cementerio”. En esta sección, la trinchera se ensancha y desde hacía semanas, como no podíamos enterrar a los cadáveres, amontonábamos aquí los cuerpos. El olor que desprende este lugar es vomitivo y enfermizo. Marea su pestilencia y náuseas indisciplinadas vienen a mí continuamente. Intento no inspirar por la nariz y me adentro en la montaña de cadáveres en putrefacción. Consigo arrastrarme entre cuerpos hasta ocultarme por completo. Vomito ininterrumpidamente nada más que bilis por unos segundos, los ojos me lloran sin control y procuro contener las arcadas. Intento con todas mis fuerzas concentrarme en no hacer ruido, permanezco inmóvil. Soy un muerto más en la montaña de cadáveres. Percibo, desde mi putrefacto escondite, la derrota total de la compañía. Gritos, disparos y súplicas se incrustan en mis oídos. Pasado el gran estruendo inicial, se percibe una gran calma. Pierdo la noción del tiempo. Lo que me parece una eternidad tal vez solo sean unas pocas horas. Vuelvo a mi mente, y los recuerdos regresan. Mis padres, mis hermanos pequeños, los rayos del sol que bañan la pequeña huerta y pienso sobre todo en ella. En las promesas que le dice y que tal vez ya no cumpla. Me sobresalto al sentir presión sobre mí. Oigo pasos, pero no me atrevo a moverme. Cada minuto que pasa siento más peso. Están apilando los cuerpos de mis compañeros. Uno tras otro los van amontonando todos. El pánico se apodera de mí. No puedo moverme, siento claustrofobia y el olor a podrido me está intoxicando. Respiro con dificultad. Continúa la presión, cada vez más fuerte. En un ataque de terror empiezo a gritar como un poseso, prefiero que me peguen un tiro a morir aquí asfixiado. Grito con todas mis fuerzas, pero solo escucho murmullos y risas al otro lado del muro de cadáveres. A continuación algo me deja petrificado. El sonido de palas arrancando tierra y lodo. Me están enterrando vivo. Me revuelvo histéricamente en mi prisión. Todo es una lucha en vano. Las fuerzas me abandonan y la esperanza se desvanece. Asumo mi destino entre lágrimas y suplicas. Dedico mi último instante a pensar en su sonrisa. Incluso ahora me hace temblar de amor. Me pregunto qué estará haciendo en este momento, y si habrá nacido nuestro hijo. FIN
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