El Halley
Publicado en Oct 20, 2012
El día fue tremendamente largo, muy largo, tanto que siguió siendo de día aún de noche. A ninguno nos dio sueño y seguimos conversando sobre muchas cosas, viajamos por las estepas, por los páramos, doblamos por el Cabo de la Vela y seguimos recorriendo las distancias a través del desierto y luego al sur, muy al sur, donde estaban de fiesta los pingüinos. De repente el aroma penetrante del pescado frito se hizo notar y llenó todos los espacios, penetró en todas las hendijas y se elevó por los rincones, en un concierto de matices que ponía a prueba la agudeza del olfato. El limón, la pimienta, el comino y mil especias más se confundieron armónicamente componiendo una sinfonía con la única diferencia muy particular, de que el pentagrama no era de sonido sino de olores, pero éstos llegaron a ser tan densos que los podíamos agarrar en el aire y untarlo a una arepa o a un pan tajado, de modo que no necesitamos movernos. Seguimos viajando, subiendo las cumbres perpetuas del Tíbet y vimos con asombro como un Lama se elevaba riéndose a mandíbula batiente del problema de la gravedad. Mientras tanto, seguimos esperando y el visitante nunca apareció, sin embargo se pudo agarrar la cola de algo que no era precisamente un cometa, era un rabopelado.
Ya en la mañana llegamos al río. Encontramos a un pescador que jugaba con su propia sirena, mientras que en la orilla su sueño de amor descansaba plácidamente sobre la arena. El agua era cristalina en extremo, tanto que los peces parecían nadar en el aire y vi cardúmenes de sardinas de brillantes colores y a un sardino enamorado, embriagado, ebrio de amor, tanto que ni siquiera se dio cuenta cuando lo atrapé entre las manos, pero enseguida lo solté porque vi con asombro sus pupilas deslumbrantes las cuales tenían forma de corazón. Había un arbolito que en vez de hojas tenía peces y cuando estaban maduros se desprendían, hacían un arabesco en el aire, sus escamas de plata daban visos y finalmente se hundían en el líquido, con una perfección y una gracia que acomplejarían al más intrépido clavadista. Encontré a un poeta que inventaba colores para pintar sus versos y vi la esperanza en forma de niños. Solo ellos podrían, tal vez en su inocencia, conservar la belleza de la naturaleza a través de los siglos… Caracas, insolar, 2001.
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