Los últimos días en la casa de mis padres se convirtieron en una tortura, todos sufrimos porque nadie quería hacer lo que consideraba que debía... Pero como ellos, al igual que yo, habíamos sido educados en el valor prioritario del deber, el temor a los hechos posibles no fue suficiente valladar para que estos no se desarrollaran gracias a nuestras manos.
Tanto mis padres como los de mis siete compañeros se citaban cada vez de manera más frecuente en el colegio a horas nocturnas, regresaban tarde y la mañana siguiente se mostraban más distanciados con nosotros: en sus rostros sin cariño nos estaban diciendo adiós, pero también se delataban y eso hacía que nosotros, igualmente reunidos en casa de alguno de los siete cuando ellos se ausentaban, empezáramos a construir un plan de defensa, algo para lo que habíamos sido adiestrados antes de llegar allí. Todos sabíamos que el punto principal de esta respuesta me tocaba efectuarlo a mí y por lo tanto ni siquiera fue necesario hablar de ello.
En casa, quien realmente mandaba y estaba al tanto de todo era el ama de llaves Rubby Landru, mujer de unos treinta años, tan elegante como altanera. Su inteligencia era preocupante. De origen francés, había crecido desde niña en Gales y gozaba de la más absoluta confianza de mi madre una vez ésta había comprobado sus facultades para llevar la casa.
Rubby era quien estaba más cerca de conocer de mi verdad y desencadenar con ello una caída de todos nosotros como si fuéramos fichas de dominó. Estoy seguro que fue la primera de la población que sospechó de nosotros. Pero no solo esto -que era hasta donde habían llegado el resto de vecinos, incluso cuando nos echaron de su vera- si no que hizo cábalas y logró entrar en el sendero que conducía a nuestro secreto y a nuestro origen. Me estuvo inspeccionando durante meses, anotó mentalmente cuanto consideró interesente mantener agrupado en su memoria, trazó su idea, la firmó con suposiciones muy atinadas e incluso con pequeñas pruebas y llegó hasta el límite de casi descubrirme. Fue en este punto cuando consideró necesario hablar conmigo. Prefirió conocerlo todo a denunciarme a la policía. Por esto me citó en su cuarto la siguiente noche en que mis padres fueron a la reunión. Sabedor de que me hallaba ante alguien muy peligroso jugué la carta de ganarme su confianza. Para esto no hubo mejor manera de lograrlo que reafirmarla en lo que suponía y facilitarle los datos aún ocultos, le conté toda la verdad. Luego rematé el trabajo apelando -una vez ella se sentía fuerte y ganadora sobre mí- a su ternura, la poca que pudiera poseer. Me eché a llorar en sus brazos y supliqué que me ayudara; me mostré completamente perdido y a su merced.
El ama de llaves me consoló, incluso dijo que ella podía ayudarme. Pero supuse que, dada su fría inteligencia, ella también estaba jugando y se había percatado de que intentaba hacerla mía emocionalmente. Su contraataque fue de la misma calaña. Se mostró enternecida, e incluso me confesó que ella guardaba igualmente un oscuro secreto: dijo ser una de las dos nietas del famoso asesino francés en serie Landru. El juego psicológico que estábamos llevando a cabo la seducía. En esto yo conseguí mi ventaja, pues no sentía tal placer ni ningún otro cuando mi único propósito era sobrevivir. Por lo que estaba seguro de que cuando llegaran mis padres lo contaría todo, satisfecha de haberme engañado y entregado después.
Mis padres regresaron a casa pasadas las diez. Escuché como la llamaban desde el pie de la escalera. Pero el ama de llaves no respondió.