SONRISA FUSILADA
Publicado en Nov 16, 2012
Hoy estando frente al pelotón de fusilamiento, recordé que horas atrás, había vuelto a ver a la mujer que me lo despeluca, me apasiona y otras cosas mas, si, a esa mujer que con solo verla pasar, corta mi respiración y que hace que termine en el acto cualquier cosa que este haciendo solo por verla pasar, si solo por eso. Si a esa exactamente me refiero, hoy la vi pasar con un gran y escotado vestido rojo, de esos apasionantes que ceñidos al cuerpo te hacen ver toda su silueta bien marcada y delimitada, si ese, que poseía una pequeña abertura en las piernas, que te hacía mirar justa y exactamente ahí, donde está el límite entre lo real y lo imaginario.
Hoy por fin me decidí a hablarte, empezando con un hola y siguiendo con un cómo te llamas, seguido de te he visto pasar mucho por aquí; teniendo por respuesta un frío y despiadado: “para qué lo quiere saber, si usted va a morir hoy”; pero me lo dijo con tan dulce voz que ese recuerdo no me dejó escuchar las palabras furiosas del sargento que me decía que borrara esa asquerosa sonrisa de mi cara, ya que ningún fusilado podía morir feliz; y ante mi indiferencia según él o mi sordera según yo; me dio un culatazo, de esos mismos que nos daba a mis amigos ya a mi cuando nos pillaba cogiendo mangos en el convento de la hermana Rosita, cuando aún éramos unos niños y creíamos en la justicia, en la igualdad y en todas esas marranadas que nos enseñaron en la escuela, que practicamos en el colegio y nos prohibieron en la universidad. Fue tanta la furia del sargento que dio la orden antes de tiempo y por poco se hace volar una mano; pero eso como que no le importó, ya a que esos temerosos soldados los hizo cargar una y otra vez, hasta que contó cinco mil; y viendo que yo no borraba la sonrisa de mi cara, me mandó a torturar, picar y todo lo que termine en “AR” menos amar; a ver si de una buena vez borraba esa maldita sonrisa de mi asquerosa cara, pero al ver que toda la lucha era en vano, desistió y mandó a instaurar una ley donde se podía leer claramente que cualquier persona puede morir como le dé la gana, menos enamorado o frustrado o todo lo terminado en ado; en fin. Con el pasar del tiempo, luego de haber instaurado aquella extraña ley, cuentan en aquel sitio que se ve pasar a eso de la hora de los fusilamientos, a aquella misma mujer con el mismo escotado vestido rojo, preguntando por el condenado que nunca dejó de sonreír.
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