Inocente impaciencia.
Publicado en Nov 17, 2012
Inocente impaciencia.
El gallo cantó a destiempo, como era su costumbre, el niño despertó sobresaltado; las vacaciones de verano, las ansiadas vacaciones, comenzaban ese día. El aire de la madrugada, fresco y lleno de aromas de campo, penetró a través de la puerta de hierro apenas entornada franqueando el paso a la brisa y algunas hojas de la enredadera que daba cobijo al techo de zinc de la galería. Las sufridas chapas bebían del desalmado sol desde muy temprano pero las hojas de la impávida, trepadora y florida mata las protegían, como si se apiadaran de ellas, los gajos crecieron desde el cantero de ladrillos bayos, dispuestos a alcanzar la anhelada altura de los tirantes de pinotea que soportaban las pesadas planchas de metal, una impensada relación que respondía a la necesidad de sostén de parte de la fláccidas ramas. Es así que la amplia habitación de Cándido se mantenía fresca, o por lo menos habitable durante el día completo. Sus diez años, su carita blanca y amable y la dulzura de sus palabras hacían verdadero honor a su nombre. Mantuvo sus ojos abiertos un tiempo hasta que notó que su gallináceo despertador adelantaba un par de horas, aún estaba oscuro, su decisión fue inmediata, volvería a entregarse al sueño, pero sus pensamientos lo alejaron de eso, impidieron que vuelvan a bajar sus párpados faltos de pigmentos, la idea de unos meses sin escuela, la posibilidad de jugar todo el tiempo sin horarios ni responsabilidades lo despabilaron totalmente. Mirando el cielorraso, con el recinto alumbrado con una débil y haragana lámpara que aportaba más penumbras que claridad, pensaba en las actividades que realizaría durante el eterno receso. Le parecía que esos noventa días no transcurrirían nunca, que crecería en vacaciones, estaba eufórico. Dudaba si continuar acostado o si calzarse sus cortos pantaloncitos y las zapatillas para levantarse de frente a la prometedora jornada de diversión. Primero jugaría a la pelota con su hermano mayor, Oscar, patearían al arco hasta quedar satisfechos de goles y gloria, sabía que se pelearían porque ambos eran muy asiduos a las trampas, inocentes, pero eran incapaces de perdonarle una a su fraternal y solitario contrincante. Ordeñarían algunas de las vacas lecheras de su padre, Olegario, terminando con la preferida del dueto de hermanos, Clarita, y con alguno de los dos caído y enojado, empapados con la tibia secreción. Se encaminaría cual explorador en busca de los chivos perdidos, los cuales sin dudar se internaban en el montecito para sentirse libres por algunas horas, y se convertían en presa fácil de los pumas que merodeaban la chacra, invisibles pero reales, tan reales como la escopeta que descansaba detrás de la puerta de entrada a la casa y que decidía el destino de los escurridizos félidos. Cazaría ranas en la cercanía del tanque australiano y en los bajos de la tranquera del sur, les quitaría las vísceras y la cabeza y las dejaría en la heladera para que Ana, su madre, las cocine en una mezcla de aceite y grasa, no haría falta avisarle, ella las buscaría, sabría que allí estaban, con un escarbadientes insertado hábilmente en medio de la espina dorsal del anuro manjar para lograr que estire las largas extremidades traseras, era costumbre, así lo hacían su abuelo, su papá y su hermano, así lo hacía él. Repararía su gomera, la verdosa y resistente hebra de goma se había cortado días atrás, durante un infructuoso intento de acallar a los cientos de loros que habitaban en los escasos eucaliptos de la finca. Don Eulogio y Etelvina, padres de su madre, le trajeron del pueblo el repuesto necesario para el arreglo, postergado por sus tareas escolares. Pero ahora sería distinto, contaría con el tiempo necesario para hacerlo, también se le cruzó la idea de ir en busca de una nueva horqueta de paraíso, tal vez un poco más abierta que la que poseía, que contaba con casi un año de uso. Estaba lisita, suave, la madera parecía trabajada por un talentoso ebanista, sin nudos, como marcaba la tradición ancestral referente a esos implementos de diversión. Días atrás, observando detenidamente la de Oscar, descubrió que era unos centímetros más ancha y que contaba con doble goma, nunca había prestado atención a ese detalle de diseño, nunca se le habría ocurrido tampoco, lo copiaría de inmediato. Oscar siempre fue más inteligente, y si en realidad no lo era, ya había quedado estipulado de esa manera, por las opiniones de allegados, en la escuela, los vecinos, quienes eran pocos pero colaboraban con sus dichos. Él se sentía capaz de todo, no le importaba lo que dijeran los demás, soñaba con ser médico o ingeniero, salvar muchas vidas o que su obra se aprecie desde el cielo, magnánima, grandiosa. Impetuoso y decidido, así era él. Continuó programando las actividades que llevaría a cabo ese día, siempre riendo o bromeando. Tenía tanto por hacer, las horas no serían suficientes. Se vería obligado a posponer el placer de algunas actividades para la segunda jornada, debería apurarse, vestirse y correr a prepararse el mate cocido. No llenaría la olla como todas las mañanas hace su mamá, calentaría sólo un poco para él, después de todo desayunaría sin compañía, a la taza caliente la cortaría con un chorro de la leche de Clarita, no bebía otra, podría decirse que ella lo crió, gustosa sin duda. Quedaría algo de pan para unas tostadas? Seguro, casero, de ayer, lo deleitaba la cáscara crocante, casi dura y trabajosa de masticar, y el interior esponjoso y suave, aireado; el corazón de la hogaza se deshacía sobre la húmeda lengua, lo apretaba junto al paladar y allí lo mantenía para que dure unos segundos más la placentera sensación de la tersura de la masa perfecta. -Olvidé recoger los huevos! Antes de calentar el agua debía ir al gallinero a recoger los blancos frutos de la dedicación…también pondría en hora al gallo de un canastazo en la cabeza, intento fútil, era evidente que nunca embocaría el horario, entendió que no era culpa del plumífero cantor, se relajó, hoy no le “daría cuerda”. -Quizás tenga tiempo de nadar un rato, o ayudar a papá con los caballos, o apuntalar el galpón, o correr. Correr sin parar hasta caerse, hasta que sus piernitas se dobleguen al cansancio, hasta perderse en el horizonte… -todo lo que podré hacer hoy! – pensó para sí. Si, se pondría de pie ya, sin dudarlo, no podía permitirse demorar un segundo más sin disfrutar su vida! De pronto, justo en el momento en que se decidía a saltar de la cama, ingresaron por la puerta sus padres y su hermano Oscar, sus abuelos, los vecinos, sus maestras…no logró levantarse, no podía hablar y no comprendía lo que decían… Los intrusos rodearon la cama mirando al niño inmóvil. El lamento de los hombres se desvanecía debido al llanto de las mujeres que invadía el recinto. Cándido no podría disfrutar de las vacaciones, de su vida. Se había marchado corriendo hacia un destino demasiado lejano.
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Facundo Emanuel
la descripción no llega a ser aburrida, es entretenido, y alegre...
te felicito... :-)
GAINEDDU CLAUDIO