El nio de arriba.
Publicado en Nov 17, 2012
El niño de arriba. La gran ciudad. Edificios enormes. Calles bulliciosas. La gente camina sin verse, sin prestar atención de quien tiene enfrente o a su lado. Los niños crecen lejos de la naturaleza, del calor de la tierra, del aroma verde de plantas y flores. Lejos de la lluvia en la cara, del barro entre sus manos, del eterno amigo que lo acompaña, sin dudarlo, moviendo su cola adonde quiera que vaya. Así es la vida de un niño de ciudad, con amigos de cemento, estoicos personajes que se resisten a dar ternura. Todo es frío, calculado, detallado. Los pequeños departamentos mantienen en custodia a los propietarios y a sus hijos. La seguridad se encuentra ahí, en el seno de una fortaleza, desde la altura todo se ve distinto. Al mirar por las ventanas todo se minimiza, se le resta importancia a lo diminuto. Pero afuera está la verdadera vida. Los mayores han tenido la oportunidad de ser libres, de decidir hacia donde ir, de recorrer caminos inciertos que les proveían experiencias distintas. Los niños de hoy no. Deben acatar su destino como si se tratara de condenadas reses desfilando hacia su trágico destino, sin conocerlo en realidad, pero resignados al fin a él. Son paseados, llevados, traídos y custodiados siempre dentro de un ámbito seguro. Seguro? Así es la vida de Fermín. Apenas cuenta ocho años con sus deditos pulcros. Su piel sin pigmentos denota la falta de sol, de vida al aire libre. El no lo sabe. Sólo conoce el recorrido del auto de su padre hacia el colegio, tan seguro como su inexpugnable residencia. Sus amiguitos pasan sus días de la misma y controlada manera. Cuando suena el último timbre de la tarde y se despiden de los demás, suben a sus automóviles y se miran desde la luneta trasera hasta que pierden el contacto visual. Desde que llega a su casa hasta el otro día, Fermín está solo. Las actividades de sus padres y hermanos lo marginan sin desearlo, no encaja, está presente pero pasa desapercibido, deambula por las habitaciones sin hallar su lugar. Sigue a su madre que está ocupada con los quehaceres domésticos, o sale a hacer las compras. No lo lleva porque afuera es peligroso. Pretende compartir con sus hermanos pero la diferencia de edad lo distancia de ellos. El pequeño Fermín buscó algo que le permita compartir emociones, pero no halló nada. En su interior necesitaba saber acerca del exterior, era demasiado insignificante la información con que contaba de ese desconocido lugar. Miraba por la ventana. Se sentaba en su camita y observaba el cielo o los edificios solitarios, tanto o más que él mismo. Nada podía aprender de su pasividad solitaria. Acercó una silla, la acercó a la ventana y en su comodidad comenzó a seguir el recorrido de las personas que recorrían despreocupadas las aceras. Ahora lograba verlas. Se entusiasmó por compartir sus vidas, trataba de adivinar hacia dónde se dirigirían, dónde ingresarían, si se detendrían frente a otro transeúnte. Pero desde el tercer piso, él pasaba desapercibido. No tenía ingerencia sobre sus vidas. Mientras, en el pasillo que llevaba desde el comedor a las habitaciones, sus familiares vivían una vida distinta. Ellos sabían que luego de cenar saldrían hacia donde lo desearan. O no. Pero por propia decisión. El pálido Fermín estaba solo. Su familia estaba allí. Sin embargo sin saber lo que era la soledad, la padecía. Con el transcurso de los días supo quienes eran los que pasaban por la vereda de su edificio, los que cruzaban y también los que se detendrían en el kiosco de Marcos, cerca de la esquina. Comenzó a pensar acerca del porqué de recorrer un camino y no otro. Deseaba que algunos de aquellos desconocidos fueran sus amigos, compartan parte de sus vidas con él. Algunos eran niños, otros, jóvenes de atuendo colorido, los demás, de acuerdo a su difícil perspectiva, abuelos de pelo blanco o madres con bebés en su coche. Su vida desde arriba era realmente especial. Ya no deseaba ir afuera, había logrado por fin que algunos miraran hacia su elevada posición en la vida y lo vean asomado. Pero quería algo más, pensó una forma para que lo tengan en cuenta en sus decisiones. También conocía los horarios, la manera de vestir de cada uno. A veces, si cambiaban algo o no aparecían, Fermín se preocupaba. Pensaba que el terrible entorno callejero los había lastimado. Entonces lloraba, callado, sentado en su sillita. Compartía sus horas con desconocidos a los que les prodigaba afecto y de los que a su manera recibía reconocimiento. Entonces algo comenzó a girar en su cabecita. Podría saber más acerca de sus especiales amigos, el los quería pero no lo conocían. Hizo un intento para relacionarse. Buscó en su lista de horarios y recorridos, seleccionó de ella a una joven rubia y de cabello largo; siempre lo llevaba recogido con una colita, vestía camisa blanca y pollera verde. Seguro se trataba del uniforme de alguna escuela cercana. Estaba nervioso, al fin podría hablar con alguien. Se dirigió al living y tomó el portero eléctrico mientras su mamá cocinaba. Levantó el tubo y trató de distinguir los diversos sonidos que le llegaban a sus oídos, imaginó el andar despreocupado de su amiga y la reconoció entre todo el bullicio exterior. Oyó, sin temor a confundirse, a la niña mientras cruzaba frente a su edificio. Que cerca había estado. Pudo sentir sus pasos, incluso la oyó cantar, seguramente iba con su auriculares disfrutando de alguna hermosa canción de moda. Se emocionó y comprendió que le sería fácil reconocer a todos y tal vez algo más. Corrió a sus estadísticas, cuidadosamente ordenadas, y colocó en una lista a los amigos que pasarían frente selectivo micrófono durante la siguiente hora. Uno a uno fueron desfilando y confirmaron la teoría del pibe. El señor del bastón, el muchacho del perro marrón, ladrando como siempre hacia los autos que pasan, la mujer con el cochecito de bebé, el cual tenía una rueda que chillaba por el centro gastado. Reconoció también a la señora mayor que era acompañada por un chico de cabello negro azabache que iba y venía de una vereda a otra, cruzando la calle descuidadamente. Oyó los gritos de la que supuso la abuela tratando que camine a su lado sin correr peligro. Una sonrisa se dibujó lentamente en su carita de pálidos pómulos. Iría más allá. Se recostó estudiando su lista. Memorizó a sus amigos del día siguiente. Algunos eran comunes a todos los días. La rutina de la familia no tenía cabida para el rebuscado jovencito. La mamá se dedicaba a lo suyo, apenas le dirigía la palabra durante el día pensando que su hijo estaba ocupado con sus tareas escolares. En realidad se trataba de un aplicado estudiante, responsable y cumplidor, incluso en el último tiempo había mejorado sus calificaciones y desempeño. Así, no llamaba la atención y evitaba que María, su madre, lo persiguiera durante todo el día para que haga sus deberes. No debía darle motivos. Le sobraba el tiempo para sus indiferentes amistades. Aprendió por sus propios medios que el comportamiento humano responde a patrones preestablecidos y predecibles. A las diez y quince de esa fresca y soleada mañana, tomó el intercomunicador de su tecnológico amigo, el portero eléctrico, y gritó - abuela, abuela!- Nada ocurrió, supuso que la vida de mujer y su inquieto nieto continuaba de la misma manera, ignorante del niño de arriba. Procedió de igual forma con cinco de sus conocidos indiferentes. Nadie respondió a su llamado. No era posible que nadie conteste o trate de comunicarse. Pero así fue. Triste pero alejado de la resignación, prometió repetir las acciones el día siguiente. Se convenció que esos que creía sus amigos no eran tales, que poco les importaba algo de un niño que se preocupaba, que los cuidaba y velaba por ellos. Al fin y al cabo se trataba de una criatura. Los enojos con sus pares son comunes a esa edad. Cambió de nombres para su próximo experimento. -total, tengo muchos amigos que quieren hablar conmigo!- Otros cinco amigos fueron seleccionados por el pibe. El procedimiento fue similar. La vocecita se oía clara abajo, pero la gente que pasaba por allí no se percataba desde donde provenía. Así pasaron todos sus amigos, indiferentes, desinteresados, todos continuaron su camino sin darle demasiada importancia a las palabras del pequeño y esperanzado desconocido. Fermín comenzó un llanto silencioso y austero, era inútil llorar para que nadie lo vea hacerlo, a quien le importaría su tristeza. Era verdad. En ese instante se encontraba solo en la casa. Su madre había salido y ni siquiera le avisó. -todos los chicos como yo somos iguales?- -Seguro-. -A todos nos dejan solos?- -Claro.- -los papás trabajan y tienen que hacer sus cosas. Por eso nos dejan solos- Se trataba de un monólogo, pero el alicaído niño se expresó de manera inconsciente como si tuviera un interlocutor, como si hubiera alguien que le respondiera a sus preguntas, que le diga lo que quería oír, una voz amistosa que comparta esa sensación en su pequeño estómago, sus hermanos no estaban solitos, salían, caminaban y se reían en un bar con sus amigos. Hoy iban al cine, mañana a bailar. El se quedaba en su casa. Sus padres creían que disfrutaba de la computadora, que se desvivía por la televisión, que amaba hacer sus tareas dentro de su cuarto. -como si fuera tan divertido!- Ellos suponían que él esperaba llegar a su casa desde la escuela para dedicarse a sus cuadernos. Era muy aplicado. - está todo el día haciendo cosas de la escuela. Fermín! Vení a saludar a la señora Pindorga!- Fermín escuchaba a su madre decir aquello cuando alguien venía de visita a su casa. Nadie se asomaba a su espacio, nadie lo visitaba en su santuario. Pero el niño no se amedrentó. Pensó en el motivo por el cual sus amigos no le respondieron. Analizó la situación con un método casi científico y llegó a la conclusión que el problema era el tiempo, existía un momento exacto en el que esas personas pasaban delante del parlante y podían oír sus palabras. - es muy corto, si caminan rápido son apenas dos pasos- coligió. Sonrió, no era menospreciado por ellos, lo sabía. Lo que en verdad ocurría era que no podían escucharlo. Regresó a la primera de sus listas. Rápidamente se repuso de la desilusión. Estaba feliz, incluso sus ojitos brillaron un poco. Cambió su método. Observaba por la ventana, los seguía mientras se acercaban, calculó el tiempo que demoraba en ir hasta el aparato de comunicación, coordinó ambos momentos y comenzó a gritar como un desaforado frente al micrófono mientras lo sostenía con ambas manos. -hola, hola, holaaaaaaa…! La joven que pasaba por la vereda se detuvo al oír la voz aguda. No comprendía. De donde provenía? Esta vez Fermín no se detuvo, continuó vociferando. -hola, soy Fermín!- La niña de catorce años, rubia y muy bonita, quien usaba su cabello atado, se acercó hacia el parlante, quiso responder pero no conocía el piso donde se originaba el mensaje. En ese lapso de desconcierto de Romina, el niño se asomó por la ventana y vio a la chica parada frente a la puerta de ingreso. Regresó al puesto de mando y repitió con toda sus fuerzas. - soy Fermín, del tercero A!- De pronto sonó el timbre, por fin! El nene habló con trémula voz. -hola, soy Fermín, tengo ocho años. Vos cómo te llamás?- La desconcertada transeúnte respondió dubitativa, la voz sonaba aniñada y supuso que ningún peligro había en dialogar con un pequeño que sólo deseaba jugar un poco. Le divirtió la idea de hacerlo. - hola, soy Romina, necesitás algo?- Respondió luego de pensar que el pequeño quizás se encuentre solo y tenga algún problema. - querés ser mi amiga? Podemos charlar todos los días un ratito cuando pases por acá.- - no tenés amigos Fermín? Tus papás están con vos?- - tengo amigos pero no vienen a mi casa. Mi papá está trabajando y mi mamá salió.- aseguró el pequeño quien ya había tomado confianza. - escúchame Fermín, tengo que ir a la escuela, mañana hablamos, querés?- -si Romina, a la misma hora que hoy…no, mañana mas temprano, si?- La chica se fue pensando en el niño, no estaba segura que se trate de una broma. Le pareció muy tierno para ser mentira. Fermín respiró profundo, se sintió feliz como nunca. Estaba eufórico. Apenas terminó de cenar se fue a dormir, necesitaba levantarse más temprano para hablar con su amiga Romina, estaba seguro que era la más linda de todas las chicas que vivían en los alrededores. Cuando su papá se levantó para ir al trabajo, se encontró con su hijito en la cocina, esperando para desayunar. Eran las seis de la mañana. -qué vas a hacer tan temprano?- -Va a venir una amiga, vamos a charlar- -pero es muy temprano- -si, va a la escuela después de hablar conmigo- -bueno, dale mis saludos- Despreocupado de su hijo se marcho presuroso. La chica debería pasar cerca de las ocho de la mañana. Diez minutos antes estaba en su ventana oteando la calle. Minuto a minuto su corazoncito se aceleraba, ya debería estar en camino. De repente la vio venir por la vereda opuesta, le llamó la atención pero se convenció, en ese instante, que cruzaría en el momento justo para hablar con él. Sin embargo Romina continuó su camino sin cambiar la dirección. La siguió con la mirada para convencerse que no vendría a su edificio. Así continuó, paciente hasta verla desaparecer al final de la calle, donde el ángulo de visión le impedía contemplarla. Todo el día estuvo triste, callado, nadie se percató de eso. El devenir diario no cambió nada por su melancolía, su familia vivía igual con su alegría o su tristeza, nada sería diferente si tuviera un amigo más o menos, un hijo más o menos tampoco influiría en los abúlicos integrantes de su hogar. Por la noche no podía dormir. Decidió hacer una última prueba al día siguiente. Esta vez poco convencido. Ese día debería prepararse antes de las ocho y media. Allí estuvo. Respiraba hondo tratando de mantener la calma. La joven de la pollera verde apareció nuevamente por la vereda de enfrente. Sin que lo notara, la lágrima brotó de su corazoncito roto corrió por su blanca carita y cayó hacia la vereda. La acompañó con la vista pensando que ella estaría más cerca de sus amigos que él, sería más libre y …notó que más de ellas caían detrás se su compañera, no la dejaban sola, estarían juntas, si, así deberían ser siempre los amigos, a pesar de todo no deben abandonar a los que creen en ellos, no como Romina. Fermín subió a la baranda y fue detrás de sus lágrimas, de su tristeza, de esa parte de su corazón que nunca lo abandonó. Lo estarían esperando abajo. No lo abandonarían. Jamás.
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