La muchacha tuvo que rechazar la ardiente proposición amorosa, porque de verdad no quería traicionar al prometido. Pero el hombre estaba irremediablemente enamorado de la damisela. Mirándola fijamente a los ojos, el mozo juró morir a sus pies, antes que renunciar a la oportunidad de estar juntos. Pero ella entró a la casa y cerró la puerta decidida.
          El novio oficial de la bella joven se encargó de que aquel primo traicionero cumpliera con la palabra empeñada. Antes de partirle el corazón con un par de puñaladas mortales, el celoso caballero llamó cortésmente a la puerta de la dama en disputa. Ella volvió sobre sus pasos a poner las cosas en el justo lugar.
          El herido permaneció erguido y tambaleante hasta que ella entreabrió la puerta nuevamente. La miró a los ojos, resbaló sobre el cuerpo de la dama y exhaló el último suspiro sobre los zapatos blancos que el novio asesino le había regalado.
          La compungida dama, con el corazón arrugado por aquella infinita prueba de amor, se arrojó llorando desconsolada sobre el cadáver aún caliente y juró que nunca jamás volvería a cometer el error de rechazar otra proposición amorosa.