Por la planicie desierta, levantando una densa polvareda, avanza el malón al grito pelado de Jitanjáfora! Los caballos llevan sus bocas abiertas. Parecen gritar junto a la indiada la palabra que invoca al ataque, que llena el alma de coraje.
Los ojos abiertos como platos, las manos crispadas en la rienda, las piernas desnudas abrazadas al caballo y los pelos renegridos flotando en el viento.
En los ranchos, los usurpadores de piel pálida, buscan rincones para esconderse. El miedo de las mujeres al rapto, la violación, al parir hijos inmundos de esos salvajes. El miedo de los hombres al lanzazo, a la vergüenza de su cobardía, pero sobre todo a ese grito brutal que llena el aire.
Jitanjáfora!
No saben que significa, no tiene traducción al idioma cristiano. Pero llena sus almas de un profundo acojono.
En la imaginaria línea que limita el rancherío levantado a los apurones, los salvajes frenan de golpe. Solo se escucha el resoplo de los animales agitados por la brutal carrera.
Los ojos sabios de los indios cruzan miradas de gozo.
Una sola palabra derrota al hombre pálido de grandes cruces en el pecho. Una palabra en el viento es más letal que el filo de sus lanzas.
Con paso tranquilo vuelven a sus rukas. Sentados junto al fuego les cuentan a los más jóvenes las ancestrales enseñanzas.
No se necesita abrir cuerpos para derrotar al hombre blanco.
Basta gritar la palabra Jitanjáfora!