TEDIO
Publicado en Nov 19, 2012
El enteco y malhumorado tamborilero repiqueteó el redoblante. Los palillos se hicieron invisibles al vibrar. Un público absorto y boquiabierto permanecía en un silencio angustioso. Insonoridad sobrecogedora, casi metafísica.
Impávida, imperceptiblemente sonriente, Bárbara La Salvaje - venusta cinturita y agresivos pechos de actriz italiana- enganchaba la barra del pequeño trapecio con tan solo los empeines. El cuerpo invertido y los brazos abiertos -como crucificada de cabeza- pendía a plomada en el vacío. La iluminaba el rayo de un potente reflector. Solo su cobriza cabellera volantusa, expandiéndose como un gran abanico, se ondulaba apenas agitada por la brisa de las alturas de la carpa. Aquel trapecio portátil tenía como único punto de sostén la obstinada dentadura de su partenaire, quien, a su vez, se aferraba con las corvas a un trapecio mayor. Agar ya no lo ama... y eso a Gualterio le importa un corno. Hoy, todas sus moléculas sentimentales han sido absorbidas por la domadora de perros. Agar no lo sabe. Y si se enterase... ¡qué diablos! Imposible pronosticar si Gualterio, más adentro de esa mandibulota de orangután, escondía un sordo rencor porque había convertido a Agar,-hoy su mujer- más famosa que él cuando se exhibía solo y se hacía llamar Odín el Todopoderoso. En esos años de gloria perdida, cargaba inimaginable cantidad de kilos en objetos de toda naturaleza. Una vez llegó a elevar, gravitando de su obstinada dentadura, un piano de cola completo. Odín era, entonces, el ídolo inigualable; su número el más famoso del espectáculo, la estrella más disputada del mundo circense. Laureles y dinero, ¿qué más se podría ambicionar? La Salvaje comenzó a mover los brazos rítmicamente de derecha a izquierda, grácil cual el cisne del ballet. El nervioso redoble en el amarillento parche se intensificó, para crear un clímax vesánico. Y el trapecio comenzó a girar y girar cada vez a mayor velocidad. Pero Gualterio, siempre firme y seguro de mandíbulas, solo parecía sostener una simple alita de canario. Cuando el vertiginoso movimiento en tirabuzón cobró su mayor ímpetu, el cuerpo de Bárbara la Salvaje pareció adquirir proporciones cilíndricas. Mas de pronto, antes de que la muchedumbre terminara de estallar con un sobrecogedor baladro la barrena femenina comenzó y terminó su descenso brutal, hasta estrellarse en la desnuda lona templada, sobre el haz de la tierra apisonada. El cuerpo de La Salvaje, un desconcierto. Un informe promontorio de carne, de miembros sanguinolentos, de cuerdas de trapecio. Su cráneo seccionado en dos mitades mostraba, como en una cóncava fuente, una macabra gelatina de sesos. Cuando Gualterio la conoció, Agar era una mujercita etérea y frágil, una garza. Quince años floridos de lozanía y de pecaminoso candor. Una pieza maestra de orfebrería persa, con unos ojos de éxtasis religioso como solo una profana podría poseer. Un inolvidable día de sol achicharrante, Agar llevaba puesto un polito amarillo, cuya textura, delgada y adhesiva, se le untaba a la piel como un baño de margarina. Sus frescos cachetes de mocosita sabrosa irradiaban resplandores primaverales. Era un querubín travieso a quien Alá miraba con condescendiente complicidad. Una pálida mañana impregnada de yeso y abulia, bajo los cielos trujillanos, por fin Gualterio se atrevió a tomar el dedo meñique de Agar. Besó tímidamente su diminuta yema y la niña convirtió su rostro en una manzanita de California . De inmediato creó una nerviosa sonrisa y, para cambiar de tema, se hurgó un huequito de la nariz. Él se relamió los labios y chequeó su reloj. Estaba consciente que la chiquilla debía arreglarse para la vermut, donde oficiaba como asistenta del tragafuegos; en la vida real, su obeso padre. El angelito con vocación de pecado, aprovechó la pausa para correr como una gacela. Desapareció tras la cortina de su tienda anaranjada. Gualterio, impasible por fuera pero enardecido en lo profundo, se propuso meditar. Dio media vuelta, trepó una escalerilla de soga, llegó a la pequeña plataforma más alta de la carpa, ahora vacía y casi en penumbras. Allí se sentó, apretó su fuerte quijada para sostener el peso más difícil de cargar: algo de rabia y mucho de amor. ¿Por qué debía resistir objetos tan absurdos como caja fuertes, bloques de plomo, de concreto...? ¿Por qué, carajo! Si sus deseos se realizaban, podría elevar por los aires a esa mujercita celestial. Me encargaría de entrenaría para que realice evoluciones de acrobacia en un trapecio forrado de encajes blancos, ornado con rositas pitiminí siempre frescas que yo mismo me encargaría de renovar para cada función. Así se decía el maduro forzudo, así imaginaba hasta el último detalle de sus ensueños. Un año después. Un lunes por la tarde. Cielo azul índigo. Descanso de la troupé. Atmósfera límpida y sombras gualdas. Gualterio amodorrado en una cantina de la calle Saphi. Acababa de escampar y los eucaliptos de Cuzco más brillantes que nunca. Fabulosa eclosión de cogollos verdes en los arbustos. Gualterio sabroseó un buen buche de cerveza amarga y expelió un eructo helado. Todo era esmeralda, como la franja central del arco iris. Ahora sí, Gualterio pletórico de dicha porque su carga preciosa de cada función sería ella y solo ella. Nunca más remontaría chatarra ni armatostes ridículos, objetos sin alma. Finalmente, el público lo aplaudía como una dádiva piadosa al decadente forzudo y ya no al joven todopoderoso Odín. Con solo recordar sus últimas presentaciones en solitario sentía que sus dientes, capaces de sostener el propio planeta, se le removían en los alvéolos. Feliz de la vida, Agar se entusiasmó con la propuesta y muy pronto aprendió los secretos del trapecio. Pero no solo eso, también aceptó compartir tienda con Odín Se convirtió en su mujer. Desde esa oportunidad un renovado Gualterio, todos los días se iba al descampado y orinaba contra el aire para demostrarse que su potencia era mayor que el más fuerte de los vendavales. Más tarde, se dirigía a su tienda para amar a su querida con pasión desaforada. Damas... caballeros... niños... ¡Ya llegó el circo a Arequipa! Gualterio y Agar (ahora Barbara La Salvaje) se trenzan en el amor mejor que los Puerquitos Maravillosos que se refocilan en las jaulas de enfrente. La noche está muy bruja y más arequipeña aún. Agar... agresiva. Los grillos acallan el rozar de sus élitros... Agar meliflua. El viento despeina las canas del Misti... Agar científica. Un yaraví aplatana el alma de un obrero... Agar escandalosa. Los Puerquitos Maravillosos están exhaustos y duermen con profunda placidez. Pero Agar aun es una cobra virgen. Ya son las seis de la clara mañana y un artesano labra un sólido sillar. Gualterio extenuado. Agar hambrienta porque ya no hay acción. El día que una plaga de langostas alfombró los campos y la calles de Chiclayo y no era raro encontrarlos en los roperos, en la sopa, en los repliegues de las axilas y hasta entre las piernas de la mujer amada, Gualterio se enteró de que Agar se venía entendiendo con el elegante ilusionista. Sin embargo, él quedó tan frío y estatuario como una cerámica precolombina. Hacía ya un buen tiempo que él había notado que la británica Miss Darling, bella domadora de poodles y reciente contratación del circo, le hacía ojitos y lo tenía fascinado. Desde entonces Bárbara La Salvaje comenzó a serle una carga demasiado pesada. Cuando la sostenía por los aires lo invadía una absoluta indiferencia y un tedio innominado se concentraba en sus mandibulotas. Hasta que llegó el día nefasto. En plena función de gala -en la zona preferencial de la Plaza Grau de Lima-, Gualterio no lo pudo evitar. Bostezó. ▀
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