Anhelaba un amor que fuera placer y alegría, un amor que me alejará del dolor y la tristeza. Un amor que trazará una línea y me depositará en mi mundo deseado, para que del otro lado de una frontera infranqueable quedara lo que ya no quería en mi vida. Pero todos mis intentos me frustraban, no lograba cruzar esa línea. Finalmente, cansada de simulacros, maniobras y apariencias me fui de viaje, para perderme, para olvidarme. Una noche donde el hombre de turno replicó el indigno guión de siempre, decidí que ese sería mi último hombre (incluso fantasee con matarlo y matarme, pero a mí nunca me gustó armar escándalos). Me desperté más liviana y tranquila que nunca (como una niña), y me fui caminar por la playa. Vi el mar más infinito y distante que nunca y no pude evitar rumiar lo de tanta veces: el amor es navegar, la soledad es la costa. Pero esta vez me lo dije como recordando una película que alguna vez me había emocionado. Y pensé: así se deben sentir los ancianos. De repente el fin de una ola avanzó más de lo previsto y mojó mis pies. Sentí el agua fría en mi piel y quise alejarme pero también quise que el agua volviera a mojarme, luego un pensamiento (por darle un nombre a lo que no tiene) me tomó: hay una línea entre el océano y la costa, pero no es una línea que separa mi divide, es una línea donde el océano y la orilla hacen contacto, la línea los une, la línea es el lugar donde esos dos se hacen uno. Y de ese brote emergió otro pensamiento (un faro): el amor es la línea donde el placer y la alegría hacen contacto con el dolor y la tristeza. El amor no separa uno del otro, el amor transforma a esos pares irreconciliables en una maldita unidad bendita. Pasó un tiempo desde ese alumbramiento hasta que te conocí y nos animamos a vivir en esa línea que atrae y aterra, pero fue en ese instante, con otra ola mojándome mis pies, que yo sentí que finalmente dejaría que el amor entrará a mi vida. (Arte: Vicente Romero Redondo).