Paranoia
Publicado en Nov 21, 2012
La oscuridad del túnel se traspasa al interior de mi mente, ese interior remoto al que nadie tiene acceso, salvo ellos. Cientos de almas que me persiguen como si yo fuera un paraíso, o el mismo infierno. Sí, quizás soy el infierno. Ya no quedan seres que puedan llegar al cielo porque todos murieron con metales en sus cuerpos que los han marcado. Tal como dice el Apocalipsis, los que han sido marcados deben seguir en la tierra, sufriendo como en el mismo infierno, viviendo en el cuerpo de un humano destinado a nunca morir. Traspasan las puertas a las estaciones del tren, se ocultan en los túneles hasta que yo paso a ellos.
Así los veo. La sangre convierte los ventanales del tren en una alfombra carmesí. Dedo a dedo… Son largos dedos los que intentan aferrarse a los cristales para adentrarse en mi ser. Incluso puedo ver sus huellas digitales. Me siento aterrado. ¡Que alguien me ayude! Grito para mis adentros, pero nadie responde, ni siquiera aquello a lo que yo llamo conciencia. Quiero llorar, quiero desaparecer, hundirme en mis pensamientos para alejarme de esas manos ensangrentadas, pero al hacerlo, sólo veo más sangres, mis propias manos se ven manchadas de ese asqueroso líquido que nos mantienen con vida. Entonces grito en voz alta, pero sin darme cuenta todos los pasajeros han desaparecido y en su lugar quedan máscaras cuyo rostro demuestran alegría y tristeza. La comedia y la tragedia, ¿Acaso intentas decirme que en la vida no hay drama? ¡No! Yo no creo nada de eso… No hay nada, sólo máscaras y seres que buscan entrar en mi alma. No quiero, no quiero estar solo… Por favor… que alguien… alguien me ayude. Sus manos avanzan por las puertas, el túnel se vuelve eterno con la oscuridad. ¿O es que ya he muerto? Estoy equivocado, tú lo sabes. Estoy vivo, estoy tras de ti, y si te abrazo, esas manos intentarán tocarnos. Los ventanales abiertos reflejan el rostro de los caídos que me persiguen. Estoy solo, pero ellos están ahí, como tú. Correr y correr… El vagón es eterno, sin fin. Los asientos y las máscaras no cambian. Llanto y risas a mi alrededor, todos me persiguen como si yo valiera la pena. No quiero ser parte de ellos, no quiero morir, pero no quiero vivir. Te lo ruego… una salvación. Si Dios existe, quiero creer en él y conseguir una solución a estas manos que acarician mi rostro con tal pasión que desgarran mi piel, como si de una manzana se tratara. Cortan con maestría, hasta dejar sólo un horripilante cúmulo de masa corporal ensangrentada y un par de ojos que giran buscando a los responsables. Aún los veo, aún los veo. Están allí, observándome como el primer día de nuestro encuentro entre las llamas de una carnicería. Voltean sus cuellos, y sus dislocados ojos buscan mi mirada, como yo. Un encuentro de exactos dieciséis segundos. Mis lágrimas comienzan a caer confundiéndose con la sangre, mis mandíbulas se aprietan para soportar los temblores de mis huesos. ¡Váyanse espectros! ¡No, yo no soy como ustedes! Soy una persona miserable, un hombre común que viaja por un tren ensombrecido en un túnel con aroma a moho. En el túnel, entre las paredes, ahí viven ustedes, como en la Muralla China, vivan allí y déjenme en paz, sonriendo hasta el final con sus dientes de marfil y sus colmillos de demonios mal nacidos. Ojala pudiera gritar, pero mi voz ya no puede oírla nadie más. Ellos no pueden escuchar a este montículo de carne putrefacta. Y sus manos se adentran en mi interior, buscando esos órganos que los satisfacen. Sin querer me he convertido en comida de esas perdidas almas, yo los alejo con las máscaras, devórenlas a ellas. Y yo huyo, huyo siguiendo el recorrido de los vagones sin fin. Ah, la luz. Al final del camino está la luz. -Sí. Al final del camino está la luz. Miro a mi alrededor. Nadie. ¿Dónde se han ido? ¿Por qué mis manos de nuevo están limpias y cubiertas por piel? ¿Por qué no estoy convertido en un par de ojos y en órganos desperdiciados? Ahora estoy solo, no quiero estar solo. Una sonrisa, es suficiente con una sonrisa. Y yo caigo entre los rieles, esperando que alguien llegue y acabe con este suplicio, pero nadie viene a socorrerme, ¿Tú puedes? La gloria del camino blanco de adhiere a mi piel. Es un helecho que sube por el tronco marchito incapaz de respirar por sí mismo, soy un árbol milenario, viejo, condenado a la muerte. Convertido en madera, quemándome como leña y ardiendo para acabar con las almas que tanto tiempo me han seguido. No… ¡No! No soy un árbol, soy un ser humano, soy un ser humano. ¿Por qué todos me observan con duda? Esos ojos, ese continuo parpadeo… es molesto, es doloroso, quiero borrarlo. Las palabras rebotan en mis tímpanos, saltan más allá del vagón, convirtiendo a todo en nada. Sí, ahora cuestiono el surgimiento de las palabras, de este lenguaje maligno que me ha transformado en nada. Una esencia que respiran cientos de personas en los trenes, en los vagones malditos sin fin. Ah, otra vez las manos ensangrentadas. Lágrimas de sangre que en verano se vuelven vapor y se condensan sobre los cuerpos ajenos. ¿Qué soy? Me veo atrapado en las paredes construidas recientemente. -¿Qué soy? -¿Qué eres? Un trozo de madera arrojado entre los rieles de un tren, ¿O tú eres ese riel? Qué solitario -No. Solo no estoy, estoy contigo, con las voces que me persiguen, con el sonido del tren retumbando en mi interior, torturándome cada exactos cinco minutos. -Ja, ¡mira la sangre! Tan patético. -La luz viene… Y podrás marcharte con él. -Ya estoy muerto. Soy un montículo de huesos… ¡Un montículo con brillantes ojos rojos!
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