Panam, La Ultrajada
Publicado en Nov 21, 2012
Cuando el reloj dibuja, en el espacio, que es la hora ocho, de la noche; la ciudad se viste de luces de neón, y se perfuma con el mismo áspero, pero gratificante olor a humo que esparcen los autos al recorrer las calles; olor a vida... barata, pero vida. La monotonía de este espectáculo era para Panamá, como una alarma que anuncia las desgracias que la vida nos otorga, en compensación a nuestra poca valía.
Una mirada, al parecer, perdida en el tiempo, se adueñaba sutilmente de los ojos, casi ciegos, por el llanto, de aquella niña que languidecía entre pensamientos que, tal vez, no eran ni suyos, a lo mejor, ni siquiera era suya la estampa de fortaleza que aparentaba. – ¡Maldita niña! Vociferó una voz al otro lado de la pared. – Apúrate, que nuestros clientes no van a esperarnos toda la noche. – Mamá, no quiero. – Respondió para sus adentros, Panamá. Sin ninguna consideración del estado de su hija, la mujer toma el brazo de la hermosa niña, la arrastra por el suelo, dando tumbos por la escalera y con la más desdeñosa expresión facial. Al salir de la casa, abordan un taxi y se dirigen hacia un hotelucho, con fachada de palacio y olor a negociación banal. A la mañana siguiente, Panamá, permanece encerrada en su habitación, mirando la ciudad que se retrata en su ventana. Perla, madre de Panamá, salió de su casa a comprar la comida para el almuerzo, sin intención alguna de regresar pronto. Torpemente, la niña trataba de leer un cuento que guardaba en su gaveta. Con catorce años que se habían paseado sobre Panamá, ésta no podía leer con destreza. La madre no le prestó mayor atención a esta situación, por lo que decidió retirarla del colegio, con el pretexto de que no podía pagar los costos de una educación especial, para la niña. Suficiente gasto le implicaba tener a esa niña bruta en la escuela, de cualquier manera seguiría reprobando, quizás hasta le hacía un favor. – Es preferible que empiece a generar ingresos para la casa. – El trabajo fortalece el carácter; y esa burra lo que necesita es eso. – ¿Lento aprendizaje?, pereza es lo que tiene ésa. – De esta manera se expresó Perla, ante una de las maestras cuando ésta la citó al colegio, para hablarle de Panamá, y el problema que tenía; su lento aprendizaje. Con el crepúsculo, llega Perla. Había dejado a la niña sin comer, solamente con un pan duro, queso y algo de jugo de naranja, medio rancio, que había desayunado. – Prepárate que en una hora tenemos que estar en el hotel, te conseguí un cliente italiano, muy generoso. No podemos hacerle esperar. Come algo, pero no abuses, porque las gordas no triunfan en este negocio. – Le dijo Perla a Panamá, desde el umbral de la puerta del cuarto de la niña, quien lloraba, angustiosamente, al tiempo que miraba por la ventana. Después de comer, una miseria, la niña se arregló con un vestido rojo, azul y blanco; se colgó unos pendientes de estrellas rojas y azules, dispuesta a seguir a su madre. La belleza le daba a Panamá una apariencia de ardientes fulgores de gloria. ¡Pobre Panamá!, tan incomprendida que había dejado de hablar, hacía meses. Sus escasas manifestaciones consistían en pequeños reproches de nada. Al llegar al hotel, se dirigieron a la habitación mil novecientos tres y allí la abandonó Perla. En realidad, Perla no se llamaba así, si no Patria, pero en el burdel Nuevo Mundo, en donde trabajaba, la nombraron Perla, y por eso todos en el barrio, incluso Panamá, la llamaban así. Sintiéndose indignada, porque a pesar de que no sabía leer bien ni comprender las matemáticas, Ella, Panamá, sí sentía, y la indignación que estaba sufriendo, le ahogaba hasta las lágrimas del luto de su castidad; se sumió en su estado contemplativo. Como siempre, pensaba en la nada y miraba a través de la ventana. Encontrándose… perdida. Forastera de su propio hogar, hasta de sí misma. El sonido que ocasionaba la cadencia de golpes sobre la puerta, la sacaron de su trance y la obligaron a abrir. – Muévete, anormal, no ves que afuera hay un hombre que está llamando. Debe ser un cliente. Vístete, perfúmate y vienes a la sala. Seguramente nos ganaremos un buen billete, y hasta completamos para comprarme un teléfono nuevo y… bueno, algo te compro. – dijo Patria con una hostilidad acentuada en su calculada mirada. Panamá, sin reproche sonoro hizo lo que la madre le mandaba y salió a la sala. Se encontró con un hombre de apariencia holgazana y un penetrante olor a alcohol. El hombre la condujo, en medio de obscenidades, hacia el sillón azul de la estancia; tan azul como dos mares cuando se unen. La madre se retiró con un voluminoso fajo de billetes, que colocó dentro de un florero; con una sonrisa de satisfacción y desapareció. Los gritos incesantes de Panamá se escuchaban en la casa aledaña. La vecina estaba conversando con su esposo, y al oír tales alaridos, se sobrecogió en llanto y exclamó: ¡¿Cómo es posible que Patria haga esto, que Panamá lo permita y nosotros nos lo aguantemos?! El marido, consternado por la firmeza de la interrogante de su cónyuge, le abrazó. – Podemos hacer mucho de nada, mujer. Además no necesitamos asumir pecados ajenos. – respondió, el esposo. Panamá, ultrajada, tanto por hombres con las manos llenas de dinero, y por el desinterés de su madre, languidecía sobre el agitado sillón que se iluminaba, trágicamente, por la imponente luz del sol, que sobre el mar nacía.
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