Un destello fosforecente de bronce pulido en cada hebra de cabello me escandila y atrapa sin atenuante.
No puedo dejar de mirarla. Cuando coloca sus carnosos labios sobre el borde de la humeante taza de café, cuando recoge con juvenil coquetería su obstinado mechón de pelo que se empeña en cubrirle uno de sus ojos de vede oceánico, o cuando pasa las páginas del descomunal libro, que parece leer con un rigor a plazos. Entre miradas desvastadora y felinas como perdidas al azar apresando todo lo que se mueve a su alrededor a la velocidad de la luz.

 No me doy cuenta del largo trayecto que he dedicado a observarla sin tregua, cuando suenan los teñidos del campanario del Santuario de San Pedro Claver. Despierto del dulce sopor y me levanto con un dolor agudo en mi pecario armazón de huesos.
 Algunos de ellos se quejan tronando como el quiebre de una enorme galleta tostada. La miro por ultima vez y descubro la gloriosa sensación de navegar en el bellísimo oceáno de sus ojos de pecado mortal.

Los posa sobre mi con una fiereza de espanto al tiempo que con un gesto casi imperceptible como diciente, a mi pesar, pasa la factura de cobro por la impertinencia senil de mis 40 minutos sobre ella.
 Regresa a la lectura y de nuevo el mujeril azote de su cabello de diosa, como una bofetada simbólica me inmoviliza perplejo y naúfrago.

Despues del regaño visual que me prodiga, retoma la lectura y pasa las hojas de su voluminoso libro como la página de mi pretencioso acoso generacional sin remordimiento alguno.

Con la torpeza del desvalido y muy a pesar de mi esfuerzo por lanzarme un improbable salvavida de dignidad y decoro, descubro con mansedumbre en este histórico momento personal, que se acaba de levantar la vara ineludible de la alcabala que define la frontera generacional. En otras palabras mi cuarto de hora sucumbió.