LOS BARCOS DE MR. BELRNES (*) / Adalberto Deulofeut Prado
Publicado en Nov 23, 2012
Prev
Next
Image
El ardor de la úlcera le dio vueltas en el estómago. La llevaba sembrada allí desde los días sin almuerzo en el ferrocarril. El dolor se agudizaba cuando la mente se le nublaba de recuerdos; ahora le dolía más que nunca.
 
En el pedazo de mediodía que se enmarcaba en la ventana vio un río dormido y gris, y más allá la soledad de los arbustos en la otra orilla. Pensó en el mar que respiraba a tres kilómetros de allí. Mateo se aproximó a la ventana y se pasó las manos por la cara como quitándose de encima la tristeza del domingo. La úlcera se le enredó en los años idos, en los años en que esta parte del río había sido un esplendoroso puerto y otros aires se respiraban; en los años en que barcos de Las Antillas atracaban y los hombres del puerto los esperaban ansiosos para ganarse unos pesos en el embarco y desembarco de mercancías. Esos habían sido los buenos tiempos. Lo cierto fue que con la sequía del río los barcos grandes dejaron de llegar y los rieles tendidos a lo largo del puerto se quedaron esperando para toda la vida los rugidos humeantes del tren. Desde entonces, los hombres, las mujeres, los niños, los perros, se acostumbraron a las pestes, al olvido, a mirar pasar con nostalgia las barcazas pesqueras, indiferentes y silenciosas, rumbo al mar. Mateo había vivido todos esos años de prosperidad y la agonía del puerto lo llenaba de tristeza, de recuerdos atelarañados en un cuerpo ya desgastado por el paso de tantos días inútiles.
 
A lo largo del río una docena de barcos, podridos por el tiempo, se habían quedado encallados, sin amarras, apenas sostenidos por las tarullas. Un triste cementerio: eso era el puerto ahora. Un cementerio de barcos y planchones petroleros que ya no se podían mover porque se desarmaban al primer movimiento.
 
Y eso era lo que el viejo Mateo cuidaba: toda la flota de Mr. Belrnes. Un manojo de barcos que ya no valían nada, pero que Mateo cuidaba como si fueran trasatlánticos. Y es que Mr. Belrnes antes de marcharse para Portland se los recomendó como si se tratara de su propia madre. El viejo gringo nunca regresó. En su lugar llegaron dos tipos que afirmaron ser hijos de Mr. Belrnes y se llevaron de los barcos todo lo que pudieron llevarse y sólo dejaron los cascarones vacíos para que los del puerto terminaran de saquearlos.
 
Mateo vio que entre los planchones unos niños caminaban sigilosos con varas de pescar y una bolsa llena de carnada. La úlcera seguía apuñalándole las paredes del estómago, buscando una salida. El calor del mediodía se alejaba y las primeras brisas de la tarde llegaban con un olor a pescado muerto. Tendría que ir a La Esperanza por una botella de leche. Era lo único que le apaciguaba el dolor de la úlcera. Hubiera preferido enviar a José Ángel y no tener que caminar hasta la tienda, pero, como todos los domingos, el pequeño negro se había ido con su padre río adentro en busca de carbón.
 
Mateo se vistió de capitán como en los tiempos de Mr. Belrnes y caminó sin ganas a lo largo del puerto. En la calle polvorienta el domingo se estiraba perezoso bajo las escasas sombras de los robles, una hilera de casas de madera se calcinaba debajo de los techos metálicos, un perro costilludo se quitaba las pulgas revolcándose en la arena caliente. Mateo lo miraba todo con desgano, ajeno a sus propios pensamientos, como si nada de aquello le perteneciera.
 
La Esperanza se encontraba llena de pescadores y jubilados del ferrocarril, la mayoría eran caras conocidas. Los más viejos escuchaban ensimismados el llanto del bolero que se salía de la radio. Leonidas era el dueño del único radio de cuatro bandas y siempre lo mantenía encendido, sintonizando los juegos de la temporada o las emisoras de música tropical: eso aseguraba una clientela permanente, aunque de todos modos no había más distracción. La Esperanza, la radio, el dominó, los barcos de Mr. Belrnes... los viejos  jactándose de un pasado luminoso y los jóvenes sin más horizonte que la misma vida dura de los padres. A esas pocas cosas se habían reducido los días sin futuro en el puerto.
 
En una de las mesas, los más jóvenes estrellaban con rabia las fichas de dominó.
 
-¡Hey Mateo! -Le gritaron desde una de las mesas.
 
-¡Qiubo! -Contestó indiferente. Muy poco venía por la cantina y sabía que con eso de los barcos de Mr. Belrnes  muchas bromas se hacían a sus espaldas.
 
Una mano enorme asomó detrás de un montón de cabezas. Era Martín, habían trabajado juntos  en las líneas del ferrocarril.
 
-¡Hey Leo, tráele una cerveza al viejo Mateo!
 
-Lo siento Martín, pero no puedo beber.
 
¿Y eso...? ¿Estás con la regla o qué...? -gritó el hombre desorbitando los ojos, contorsionando un cuerpo rechoncho. El negro Martín era un hombre rudo con las palabras, pero debajo de ese pellejo endurecido palpitaba el corazón  blando de un niño. Mateo lo sabía. En realidad admiraba la nobleza de todas esas manchas oscuras, aceitadas por el sudor del trabajo diario y con las huellas de la vida difícil pintadas en sus caras. Desde siempre los había visto trabajar sin descanso, sin doblegar el orgullo ante los blancos que venían a usurparles lo que la naturaleza les había dado: la fuerza. Y allí los veía: bebiendo y riéndose de su pobreza con sus dientes blancos como ningún gringo los podría tener.
 
-Es por la úlcera, me ha estado molestando. Ya sabes que no soporta la cerveza. Ni la milanta puede con ella. Sólo le encanta la leche.
 
-Las úlceras son para los ricos... -sentenció el negro Martín.
 
                                                                          ...mil cosas he sabido de ti
                                                                          y nunca te he dejado de querer…
 
-¿Ya regresó el gringo?
 
-No te burles, Martín. No me gusta.
 
-No me burlo, es en serio. Tarde o temprano regresará ¿No?
 
-Mr. Belrnes ya no regresará. Está muerto...
 
-¡Qué...! ¿Te telegrafiaron?
 
-No., José Ángel lo escuchó en el puente. Tú sabes, lo que allí se oye es oficial. Creo que es cierto.
 
-Ya sé... ¿Hace cuánto?
 
-José Ángel me lo dijo hace dos meses.
 
-¡Dos meses! Cómo fue que José Ángel no dijo nada, con la lengua que tiene.
 
-Le di doscientos pesos para que no dijera nada.
 
-¡Qué le diste...! ¿Por qué hiciste eso...?
 
-No sé, Martín, no sé...
 
Pero el viejo Mateo sí sabía por qué había callado la muerte de Mr. Belrnes. El más que nadie, sabía que Mr. Belrnes le debía sueldos a casi todos los negros del puerto y que la esperanza de que algún día volviera y les pagara era lo único que los mantenía allí anclados a ese pedazo de río cada día más seco y podrido por tanto hierro viejo que se oxidaba en su lecho.
 
-Está muerto, es verdad. Tú encárgate de decirles...
 
-¿A eso viniste? A decirnos...
 
-No, sólo vine a comprar leche. ¡Maldita úlcera! Nunca lo hubiera dicho, yo también hubiera preferido no saberlo.
 
-Sí, Mateo, el gringo nos mantenía vivos... ¡Qué vaina!
 
                                                                                    …tú me matas con la daga
                                                                                    de un amor sin ilusión...
 
El resto del domingo se fue llenando de ruidos. En el río las garzas comenzaban a escarbar entre las tarullas y las barcazas pesqueras pasaban de regreso. El viento frío de la noche luchaba por meterse  por las rendijas de las casas. La radio de La Esperanza había anunciado que la tormenta llegaría antes. Mateo se tomó la leche tibia y pensando en los ciento  cincuenta mil pesos que le adeudaba Mr. Belrnes se quedó dormido.
 
A la mañana siguiente los gritos histéricos de José Ángel lo despertaron de un sueño tranquilo. Se asomó a la ventana y vio el río crecido, culebreante, limpio. Y vio que de los barcos de Mr. William T. Belrnes no quedaba ni un madero. El Kansas, el Morning Star II, El Golden Pirate... Todos hundidos. O quizás la tormenta los había arrastrado al mar y ahora ese montón de tablas podridas andarían flotando como fantasmas en el Océano Atlántico...
 
 
 
(*) Primer lugar en el Concurso Nacional Metropolitano de Cuento, Universidad Metropolitana, Barranquilla, 1990.
Página 1 / 1
Foto del autor ADALBERTO DEULOFEUT PRADO
Textos Publicados: 1
Miembro desde: Nov 23, 2012
2 Comentarios 263 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Palabras Clave: cuento

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



Comentarios (2)add comment
menos espacio | mas espacio

jaime donado solano

Que bien. Trabajé en Bocas de Ceniza y este bella ficción me rememoró las nostalgias de mi época de radiotelegrafista. Gracias por compartirlo. un abrazo.
Responder
November 24, 2012
 

ADALBERTO DEULOFEUT PRADO

Gracias Jaime por el interés en la lectura... Efectivamente este cuento tiene mucho de esa atmósfera de Bocas de Ceniza y nació a partir de cierta imagen que tenía de un hombre solo en un día domingo y como enfrente de un puerto de río en donde antes hubo mucha prosperidad. Lo de la úlcera es un poco en homenaje a mi padre quien siempre se quejaba, ya no tanto, de ardor en el estómago y autodiagnosticarse que tenía "una úlcera"... Esa imagen inicial de la cual te comento se completó un día domingo que estuve visitando a un amigo que trabajaba cuidando cierta instalaciones por allá por La Intendencia, por el Puente de los pescados y ahí enfrente estaba uno de esos canales o caños que vienen del río y había planchones y lanchas abandonadas... Enseguida supe que ahí estaba la historia que me estaba rondando en la cabeza a partir de esa imagen...

Me gustaría saber un poco más, Jaime, de esa vivencia en Bocas de Ceniza...
Responder
November 24, 2012

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy