Candelabra y sus ojos muertos
Publicado en Nov 24, 2012
Las cuerdas metálicas del piano evaporaban su melodía por la habitación que se encontraba fría y en penumbras, encendida apenas por un viejo candil. Sus manos, pequeñas, finas, eran del color de la nieve; contrastaban con sus uñas, largas y ennegrecidas por algún esmalte. A través de sus manos, Candelabra exteriorizaba todo lo que anidaba en su corazón. Cada martillar en las teclas, acompañado por una lágrima reseca, resonaba completo de emoción y tristeza infinita. En el ambiente fluía pena, dolor, soledad angustiante, y cada ser que habitaba allí se embriagaba con las porciones que vomitaba ese aire enrarecido. Las agujas del reloj antiguo marcaron las diez de esa noche lluviosa. El sonido agudo proveniente del aparato fue eclipsado por acordes que sonaron a mayor volumen, producto de los golpes, que parecían astillar cada tecla, dados por Candelabra. Era la hora de cenar. La mesa estaba servida hacía rato. Ella abandonó su banqueta junto al piano y dio pasos excluyentes hacia la caja de madera depositada junto a una ventana sellada con ladrillos. Abrió la caja de madera. Se sentó en la cabecera de la mesa, como era su costumbre. De a poco fueron llegando. A su derecha y a su lado se sentó la condesa Luv. Un poco más allá su hermana de sangre Morbid. Del lado opuesto de la mesa, de frente, su abuelo Frederic. A la izquierda y a su lado la pequeña. Y más allá el príncipe Victor. Sólo Candelabra cenaba; los demás entablaron una charla por demás sustanciosa, enjuiciando la conducta solitaria y apenada de la anfitriona. Ella permanecía en silencio, envuelta entre pensamientos convulsionados y el aroma humeante de su sopa de calabazas. Frederic los alejó de contexto por un rato al sugerir que por primera vez tenía ganas de probar la sopa de calabazas. Todos callaron. Candelabra levantó su cara entre la bruma de la infusión. Sus ojos, rojos como las brazas, se alinearon con los de su abuelo. – ¡Sabés que eso es imposible! –dijo Candelabra. Él afirmó con un movimiento de cabeza y comenzó con su infaltable y molesto repiqueteo de dedos sobre la mesa. La conversación anterior tomó nuevamente su curso. El príncipe sugirió que ya era hora de que Candelabra abandone esa pasividad que la estaba consumiendo para encaminar su vida junto a un ser real. Morbid defendió a su hermana de sangre con uñas y dientes, impugnando esa idea ridícula, ya que a su entender Candelabra estaba cómoda en el lugar que había decidido estar en los últimos años. La condesa Luv apoyó la moción del príncipe. Candelabra levantó nuevamente su cara entre el vapor de la sopa. La condesa y el príncipe callaron al unísono, temiendo. La pequeña, la única que se atrevía a decir y no callar, comenzó a entonar una vieja canción de una vieja banda de rock gótico francés. A Candelabra se le iluminaron los ojos; la canción la transportó a su niñez de inmediato. Al llegar al estribillo, la pequeña cayó. El ambiente se tiñó de un hondo pesar, ya que todos advirtieron el desenlace que se produciría en minutos por culpa de esa niña pendenciera y caprichosa. Candelabra la miró desafiante. La pequeña rió sin emitir sonido alguno; sabía que eso exacerbaba la paciencia de la dueña de casa. El príncipe Víctor fue el primero en pedir piedad por la insolencia de la niña. Lo siguieron en el camino de la misericordia: la condesa, su hermana y su abuelo. Candelabra golpeó la mesa en señal de disgusto. Se puso de pie y miró a todos con lágrimas en sus ojos. – Quiero que sigas cantando– dijo Candelabra. Todos imploraron para que la pequeña accediera al pedido. – No quiero. Dijo la pequeña. Todos dedujeron que esa noche no iba a ser la excepción. Dormirían nuevamente apilados unos sobre otros. – Terminá la canción– dijo nuevamente Candelabra. – Sí, por favor. Dijo Morbid. La pequeña rió nuevamente. Con su mirada recorrió la sala lentamente, hasta llegar al rostro preocupado y angustiante de Candelabra. Su risa se hizo, en ese instante, burlona y agresiva. – Cantá vos. ¿O ya no te acordás como sigue? ¿O preferís que te haga recordar cuándo fue la última vez que la cantaste?– dijo la pequeña. – ¡Basta! –dijo el abuelo –. No te tortures más. – Desde que murió mamá no la cantás– dijo la pequeña. Candelabra estalló en pánico. Sus manos y sus piernas temblaron, parecían rasgadas por sensaciones que ella ya no quería volver a vivir. Su corazón se desestabilizó y su sangre corrió fría, coagulando todo lo que se interponía a su paso. La sensación de morir humedeció su boca, acompañada por lágrimas saladas que mojaron su alma. Reunió a sus invitados junto a la ventada sellada por ladrillos. Los fue colocando en la caja de madera uno por uno, hasta llegar a la pequeña, que se llamaba igual que Candelabra. Con bronca la sacudió de los pelos enrulados y la arrojó con violencia dentro de la caja. Aseguró el cerrojo, hasta la noche siguiente, con el candado de su conciencia. Volvió al piano y permaneció sentada en la banqueta sin tocar. Sus ojos estaban muertos, mirando mucho más allá de lo que ella podía llegar a ver.
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