Iridiscencia
Publicado en Nov 24, 2012
No podía apartar la vista de la persiana americana. En realidad no la miraba, solo tenia los ojos clavados en ella. A su costado estaba Laura, sentada muy derecha con la cabeza en alto, como si esperara el feroz ataque de un león. No se habían hablado desde que llegaron, cada uno parecía llevar adelante los sucesos en una forma distinta. Laura totalmente presente, en cuerpo y alma, con los sentidos listos. El estaba, pero no. Estaba sentado en la cocina de su casa. Su madre le preparaba la leche, con su delantal floreado y un ligero aroma a rosas que parecía envolverla. Puso en la mesa la taza con chocolatada caliente y un plato con galletitas dulces. Después se quitó el delantal y lo dobló con lentitud. Se sentó despacio a su lado, acodó el brazo y apoyó la cabeza en la mano. ¿Por qué se sacó el delantal? Nunca lo hacia hasta después de la cena. El pedazo de galletita masticado pasó por su garganta como si fuera de piedra, trago dos sorbos grandes de leche. Pasaron tantos años y no olvidaba los pequeños detalles de esa tarde. La luz del atardecer invernal entrando por las ventanas de la cocina y el profundo silencio, como si de pronto afuera, todo se hubiera quedado quieto y expectante. Ahora se sentía asustado como esa tarde, con solo ocho años y escuchando a su madre. Giró la cabeza y miró a Laura. Buscó en su expresión algún indicio de temor. Descubrió marcas de expresión, finas arrugas que surcaban su rostro. Su pelo se estaba poniendo cano, sobre todo en las sienes. Le pareció raro no haber visto antes esos signos que deja el paso del tiempo. La puerta de la sala de espera se abrió. El doctor Guzmán entró muy serio acomodándose un rebelde mechón de pelo que siempre le caía sobre los ojos. Laura se levantó al instante, el tardó un poco más. Miraron al médico directo a la cara. El médico, en cambio, miraba el suelo. - Por favor siéntense. Sin esperar que obedecieran a su pedido, el doctor tomó asiento en una silla. Los hermanos se acomodaron en el sillón, uno al lado del otro. El barrio tenía un encanto especial en verano. Era su estación favorita, el tiempo de jugar durante la siesta y volver al atardecer, con la tierra pegada a la piel transpirada y escuchar a su madre mandarlo directo al baño para sacarse toda esa mugre, como le decía fingiendo enojo. Fue una tarde de domingo en la que su mejor amigo estaba enfermo, que decidió salir a caminar por ahí. Mientras se alejaba, jugaba a patear piedras y relatar partidos. A una cuadra y media de su casa, vio una piedra del tamaño de una nuez que brillaba con los rayos del sol. Se agachó para mirarla más de cerca y pudo observar que tenía pedacitos de mica. Era todo un hallazgo. La levantó con cuidado, totalmente concentrado en los reflejos iridiscentes que lanzaba. Entonces una sombra lo cubrió, llevándose los reflejos que lo maravillaban. Levantó muy despacio la cabeza y vio a una mujer parada a su lado, con un vestido verde desteñido y guantes naranja, como los que usaba su mamá para hacer la limpieza. Sostenía una escoba. Se levantó tan rápido que dejó caer la atesorada piedra. La mujer se agachó despacio y la levantó. Miró la piedra por unos instantes y dijo: - Es una piedra rara, brilla mucho. ¿Es tuya? - Si. Bueno estaba en la vereda, pero yo la encontré. La mujer lo miró directo a los ojos y sonrió un poco. Después se sacó uno de los guantes e hizo rodar lentamente la piedra en la palma de su mano. - Creo que es una piedra muy linda, deberías guardarla. Estiró la mano hacia él y esperó que la tomara. La agarró, tratando de no tocar la mano de la mujer. La voz de su madre vino a su cabeza, “no hables con extraños”. Esta mujer le resultaba rara, pero no extraña. Se esforzó por acordarse donde la había visto antes. Pensaba en estas cosas cuando ella sin decir una palabra, dio media vuelta y desapareció detrás de una pesada puerta. Se quedo ahí parado, con la piedra fuertemente apretada en su mano. El doctor Guzmán habla lento y los mira por turnos. Les cuenta las novedades que se presentaron en la cirugía de su madre. Dice, con sincero pesar, que no entiende que pasó. Los estudios habían dado bien pero… Mientras el médico habla y Laura deja que las lágrimas mojen sus mejillas, él vuelve a mirar la persiana americana. No sabía cómo reaccionar, igual que aquella tarde en la que su madre le contó una larga historia, mientras tomaba la leche. Una historia, donde una mujer del interior, que trabajaba limpiando casas del barrio, había decidido dar a su hijo en adopción. La mirada llena de temor de su madre mientras hablaba, lo había asustado más que el hecho de enterarse que era adoptado. Le acariciaba la mejilla y le decía que no deje de preguntarle todo lo que quisiera saber. Pero el no sabía que preguntar, no sabia que decir. Abrazó a su madre muy fuerte y los dos lloraron, hasta que la oscuridad se hizo total en la cocina. Ese recuerdo era lo más vívido de su niñez. Nunca sintió curiosidad por esa mujer que lo había entregado. Ni siquiera cuando llegó la adolescencia. Esas tardes, tirado en su cama, pensaba como hubiera sido vivir otra vida, con otra gente. Entonces buscaba aquella piedra y la sostenía en alto, contra los rayos de sol que entraban por la ventana. Los reflejos iridiscentes que lanzaba, se llevaban todas las preguntas sin respuesta.
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