Entre piedra y metal
Publicado en Nov 28, 2012
El frío de la madrugada no dejó a Jerónimo apreciar el resplandor de la luna llena. Es raro, porque dentro de las costumbres de su aldea estaba el ritual de la blanca luna. Pero desde que la guerrilla separó a su gente de su madre tierra, tuvo que olvidarse de muchas cosas. Su antigua actitud guerrera, que lo llevó a ser el líder de su gente, había quedado reprimida desde hace años. Fue mejor así, ya que pudo haber cometido una estupidez cuando aquella gente armada invadieron su aldea hacía una hora. Lo único importante en ese momento era llegar a una de las aldeas de piedra, y sabía que la más cercana la solían llamar “Bogotá”. Pero tenía que actuar pronto: la Pachamama le avisaba que los asesinos todavía les perseguían.
Ya a las 3:00 a.m. cuando se encontró con la carretera, Jerónimo alcanzó a ver un edificio grande que tenía un letrero escrito en letras brillantes, las palabras “Parador Rojo”, y al lado, parqueaba una solitaria tractomula. Hacía rato que no veía una. Se acomodó la funda del machete que le tallaba en el cinturón, y decidió entrar al lugar, mientras su pueblo esperaba escondido entre los arbustos. Dentro, sólo había una persona durmiendo plácidamente en la barra. Su camisa a cuadros dejaba relucir su prominente barriga cervecera, su gorra blanca le ocultaba sus ojos pero dejaba ver su saliva etílica regandose por toda la barra. El dueño del vehículo, seguramente. Jerónimo lo despertó mientras un reloj marcaba las 3:08 a.m. Al abrir sus ojos, el chofer se exaltó, consultó el reloj y soltó un madrazo. Jerónimo, ignorando tal injuria, le preguntó por la tractomula, y le pidió un aventón para llevar a un par de su gente Bogotá. El chofer, con los ojos todavía rojos, le negó la petición, diciendo que sólo pasaría por Bogotá para cargar lo suyo y que partiría para el llano inmediatamente. Jerónimo, se sorprendió un poco ante tal situación, y más o menos logró sentir que algo dentro de él le llamaba la atención. Quizás haya sido otra vez la Pachamama, o quizás otra cosa más. Amablemente todavía, le insistió dos y tres veces que llevara a su pueblo a la capital, que la urgencia de la situación lo ameritaba. Llegó a ofrecerle todo el dinero que cargaba consigo en sus bolsillos. Al chofer no le pareció suficiente, y se negó. De pronto, este vio que por fuera de la ventana del Parador Rojo se asomaba una dulce joven que mostraba estar en plena flor de juventud. El parentesco con Jerónimo revelaba su origen. El chofer, con una sonrisa algo macabra, decidió acceder a llevarlos, con la única condición de pasar un tiempo en solitario con aquella joven que miraba inocentemente por la ventana. Entonces Jerónimo sintió otra vez aquello que le estaba llamando la atención, con más fuerza. Pero ahora ya supo que no era la Pachamama quien lo hacía, sino más bien algo que desapareció hace algunos años para no cometer ninguna estupidez. Sintió que ese ‘algo’ tomó control de él cuando esas últimas palabras del chófer salieron de su boca. Luego, ya siendo las 3:15 a.m. se vio cómo Jerónimo se dirigía hacia la tractomula, abriendo las puertas traseras y llamando a su gente para que entraran rápido. Luego se dirigió a la cabina del conductor, que hacía rato no entraba a una, quitándose las manchas rojas de la funda del machete que recién acababa de desaparecer. Enciendió la tractomula, y siguió el camino de asfalto que lo llevaría a la aldea de piedra.
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