Desertaia; El destino de un pueblo
Publicado en Nov 28, 2012
No podía amarla más.
Verla postrada en una cama por culpa de una rara enfermedad consumía lentamente el alma alegre del rey Fausto. - Oh, reina amada mía. Nosotros que deseábamos con todas las fuerzas del corazón engendrar un hijo…Y ahora tú…tú…-las lágrimas entrecortaron su voz y le impedían continuar. Se puso en pie, no podía seguir viéndola así. ¿De qué malvado encantamiento podía estar siendo víctima? Furioso fue hacia el gran ventanal que se alzaba ante la hermosa cama con dosel donde reposaba la reina y abrió de golpe sus puertas. El viento atroz lo golpeó. Sus ojos, desahuciados, se hundieron en la oscuridad en la que se sumergía el bosque que se encontraba bajo su palacio. El frío, ahora entraba a borbotones, congelándole el rostro. Alzó el mentón. La luna llena y hermosa brillaba como ninguna otra noche. - Dime luna, tu que observas la oscuridad en tu eterna existencia ¿Qué ha apagado así la vida de mi amada esposa, la Reina Cristina? La luna permanecía quieta como una estatua de mármol, en el oscuro cielo sin estrellas. En ella parecía dibujarse un rostro. De repente un agujero aún más tenebroso se pintó casi en la mitad de aquella esfera que iluminaba el infinito. Una voz suave y cantarina parecía provenir del cielo. ¡Oh no! ¡Debía estar volviéndose loco, la luna le hablaba! - Ve a pedir ayuda al hada del agua. Ella sabe los secretos que riegan este pueblo, sire. El hada del agua, el hada del agua, el hada del agua. Repetía sin cesar aquella luna ante un rey atónito y embelesado. De repente el rey, creyendo haber perdido la razón, meneó la cabeza. No, la luna no hablaba, eso era imposible. Algunas gotas de lluvia comenzaron a colarse entre los ventanales abiertos y golpearon con gran fuerza la faz del rey. Este, aturdido, comenzó a cerrar sus puertas. La luna empezaba a desaparecer en el cielo tras los nubarrones grises que se dibujaban en el horizonte. Corrió las cortinas estampadas con maravillosas flores primaverales y miró hacia su dormida esposa. Él siempre había sido escéptico. ¿Pero porqué no intentarlo? Todo tipo de médicos, curanderos, magos y sabios habían llegado hasta Palacio y nada habían podido hacer por ella. ¿Porqué no salir a buscar al hada del agua? Sin dudarlo, tomó su espada y la envainó. Se cubrió con una oscura capa que ocultaba su cuerpo de pies a cabeza y lo protegería de la terrible noche helada. En su camino se cruzaron varias doncellas, haciéndole reverencias varias. A ninguno de sus súbditos se le ocurrió preguntar donde iba. El carácter del rey se había agriado demasiado desde que su esposa cayese enferma. Fausto pidió un caballo y se encaramó rápidamente sobre él. Se dispuso a cabalgarlo, sintiendo que la lluvía lo golpeaba sin darle tregua y los relámpagos eran lo único que iluminaba su camino. Se estaba adentrando en las profundidades de aquel bosque lleno de peligros, de hermosa y terrible naturaleza. Algunos decían que también de hechicería y magia. ¿Sería verdad que allí moraba el hada del agua? El mago que días atrás había estado en Palacio, así lo comentó. El coraje recorría la sangre de sus venas. No sentía ni un solo ápice de miedo. Tan solo tenía que recordar a su esposa para que el terror se esfumase rápidamente. De repente escuchó un quejido y se detuvo en seco. - Ahh, no me pegues más con ese látigo. - ¡¿Quién habla?! –gritó el alarmado rey. El caballo dio tal salto que que derribó al rey. Este, rodando por el suelo, quedó cubierto por una capa de hojarasca mojada y barro. Sacudiéndose, se vio envuelto en un remolino de viento y agua. -¡Hada del agua! ¡Yo te invoco! –gritó. De repente, una vocecilla ronca y juguetona le respondió: - Si quieres hablar con el hada del agua, debes ir hacia el lago que habita en el Edén. - ¿Quién eres? –preguntó el rey. Perturbado y mirando a su alrededor, desenvainó su espada. - Soy el duende Ness. - ¿Un duende? –preguntó escéptico y extrañado. - Si, humano, soy un duende. Un relámpago iluminó el bosque en pleno y el rey pudo ver la figura del duende, que estaba más cerca de lo que suponía, refugiado bajo las ramas caídas de un árbol. Este le llegaba más o menos hasta la rodilla, no era muy grande. Su color verdoso y su cara viscosa le hacían parecer una especie de sapo mágico. Fue poco tiempo el que pudo contemplarlo, pero le bastó para observar que tenía cara de pocos amigos. Entonces ¿Por qué le estaba ayudando? De repente sintió que algo rozaba su hombro insistentemente. ¿Qué era aquello? Aterido de frio y embargado por un súbito temor, comenzó a temblar sin cesar. Continuará...
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (6)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|