CON WENDY POR UNA PIZZA
Me ofrecí para ir por unas pizzas sin aceitunas y con mucho queso; era mejor dejar que Franco y Bertín arreglasen a solas sus diferencias si queríamos seguir juntos en aquella difícil vida de estudiantes becados en el extranjero.
‑ Tómenlo con calma ‑ sugerí a mis amigos, mientras abría la puerta y salía del apartamento.
‑ Mejor voy con vos ‑ dijo Wendy muy bajito; luego rozó los labios de Franco con los suyos y salió tras de mí, en silencio, hacia el ascensor; cerró la puerta del apartamento y quedamos los dos solos en el pasillo, con la mirada puesta en unos pequeños números que aparecían y desaparecían indicando que el ascensor se aproximaba.
La oscuridad del recinto fue repentinamente interrumpida por algunos rayos de luz que alcanzaron a filtrarse por la puerta del ascensor que lentamente empezaba a abrirse.
Entramos.
Primero ella.
‑ Planta baja, por favor.
Nueve pisos más abajo, y antes de salir a la calle, ajustamos nuestros abrigos frente al espejo del recibidor.
Bastó abrir la puerta para que el frío de esa tarde invernal que terminaba nos envolviera, de no estar Wendy conmigo creo que me hubiese arrepentido de ser voluntario con tan poco amable clima. Pero ya caminábamos hacia la pizzería, uno junto al otro, sin mirarnos, sin hablar.
Algunos pasos después de haber volteado la esquina, Wendy se colgó de mi brazo para seguir así el resto del camino.
Nuestro andar se hizo cada vez más lento.
Hasta ese momento había logrado evitar mirarla pero, aún así, podía ver en mi mente, su piel blanca y traslúcida, su cabello rubio y ondulado descansando sobre el viejo abrigo de paño negro; sus ojos, húmedos y añorantes, clavados en el piso, siempre unos centímetros delante de sus pies.
Estábamos tan cerca que era imposible evitar contagiarme de su calor, de envolverme en su aroma; sentirla tan cerca debilitaba mi voluntad.
Hasta entonces, había logrado evitar mirarla, pero alejar de mi mente tanto detalle era tarea que requería un esfuerzo mayor a cualquiera que yo pudiera permitirme.
El viento y el frío ya no importaban. Ya nada importaba, excepto hacer ese momento interminable. Dios mío! Que fuerza necesité para no abrazarla y decirle todo lo que se agolpa en la garganta; pero ella es su novia y él es mi compañero.
Odio tenerla tan cerca y desear tenerla más cerca aún.
‑Eh! Joaquín, donde vas? Es aquí.
‑Lo siento Wendy, me distraje.
‑Bueno, entremos de una vez que aquí fuera vamos a pescar una pulmonía o algo.
Entramos, siempre Wendy delante.
Adentro nos esperaban algunas mesas con sus manteles de cuadraditos rojos, sillas de madera, olor de ajo y buena calefacción. Ni un cliente, sólo el gordo Jano, quien nos saludó desde el otro lado del mostrador, con la sonrisa inocente y sus bigotes desquiciados.
Pedí dos pizzas:
‑... Para llevar por favor, de lo que sea, pero con mucho queso y ni una aceituna. Ah!, y dos empanadas de jamón y queso con dos cafés, aquí en la mesa. Sí, las pizzas para llevar y lo demás para comer acá.
‑ Siéntense, tardará unos minutos.
Elegimos una mesita del fondo. Me senté frente a Wendy, de espaldas a la puerta y mirando al mostrador.
Porque seguía temblando con tanta calefacción encendida?
Pasados eternos segundos Wendy me preguntó con voz traviesa:
‑ Qué mirás, Joaquín, mis manos?
‑ No, estaba pensando ‑ Mentí yo, nervioso e incómodo.
‑ Y, en qué pensás?
‑ Bueno, pensar, pensar, en nada ‑ Mentí de nuevo sin lograr mirarla.
‑ Decime una cosa, pero decime la verdad.
‑ Lo que quieras Wendy, lo que quieras.
- Tenés algo en contra de mis ojos?
‑ Pero...no!, porque dices eso, si sabes que... ‑ Tragué saliva y continué con voz más baja‑ tienes lindos ojos.
‑ Me refiero ‑siguió diciendo Wendy como si no me hubiese escuchado‑ a que nunca me mirás a los ojos y cuando lo hacés parece que te vas poniendo triste y te quedás callado pero como queriendo decir mucho.
No supe que responder, me habían atrapado con las manos en la masa y me estaban privando de mis silencios, que eran mis últimas defensas.
El invierno había quedado totalmente olvidado. No sé si fue por el calor del momento, por la calefacción central, por la cercanía del horno o por todo eso junto, lo cierto es que en lugar de ese café, que todavía no traían, de pronto prefería una jarra de agua helada.
‑ Ayer, en la fiesta de Alicia ‑ continuó Wendy ‑ cuando me acerqué a vos para que hablemos, te quedaste inmovil, parado frente a mí, mirándome como si me fueses a decir algo importante, pero en lugar de hacerlo te fuiste casi corriendo al bar y pediste un trago tras otro. Y ahora quiero que me digás eso que ayer callaste.
‑ No es nada, no iba a decir nada ‑ alcancé a responder mientras tragaba saliva y esquivaba un nudo en la garganta.
‑ Sin embargo, Alicia te estuvo observando y me dijo, cuando te marchaste, que le parecía que vos me mirabas diferente, como si tu...pero quiero que vos mismo me lo digás.
‑ Pero Wendy que quieres que te diga?
‑ Joaquín, mirame a los ojos y decímelo. Vos sabés que es lo que quiero oir.
Comprendí que el momento había llegado, ella lo sabía todo y exigía que lo enfrentemos juntos y ahora.
‑ Al parecer ya lo sabes, no entiendo por qué quieres que yo lo diga
‑ Porque para mí es importante oírlo de tus labios; por eso, entendés?
‑ Sí, te entiendo, pero que caso tiene...
‑ Porque si vos me lo decís, entonces yo también podré decirte algunas cosas que necesito decirte.
‑ Bueno, si eso quieres, eso haré.
Que fáciles somos los hombres de convencer: Una mirada tierna y una voz aniñada nos hace morder cualquier manzana, aunque luego la tengamos que llevarla atracada en la garganta para siempre.
Tomé aire y continué:
‑ Wendy, me gustas desde que te vi...
‑ Lo sabía ‑ Me interrumpió Wendy sonriendo con alivio.
‑... pero empecé a quererte antes de conocerte.
Recuerdas el día que nos conocimos?.
Tres o cuatro días después de haber llegado a la Argentina me encontré con Franco, después de mucho tiempo y a miles de kilómetros de mi país.
Pasados el asombro y los primeros abrazos, tomamos unas cervezas en algún boliche del centro.
Conversamos sobre el pasado, sobre los tiempos del colegio y las noches en el barrio, hablamos sobre nuestras becas y de cómo las conseguimos, hablamos de nuestras vidas en esta nueva tierra, de nuestros apartamentos y de nuestros planes. El me habló de su novia. Terminábamos la tercera botella, y me contó de su cabello rubio, de su interminable dulzura; en la quinta botella me habló de su cuerpo delicado y bien formado y de su virginidad recién perdida. Cuando acabamos la última botella, y antes de despedirnos, Franco me invitó a cenar en su apartamento el siguiente viernes.
Llegado el día, me aparecí como a las ocho de la noche; Bertín me abrió la puerta, y tras su cabeza pude ver conversando a tres chicas, dos de las cuales eran rubias, una de ellas tú. Me gustaste desde ese momento y entré mirándote, viéndote conversar y gustándome cada vez más. Recuerdo que fui directo a la cocina y desde ahí, mientras ayudaba a servir los cocteles, te miraba y me gustabas más.
Franco tomó las bandejas con los quesos y el jamón. yo salí tras él, llevando la bandeja con los tragos.
Antes de poner un pié en la sala un escalofrío atravesó mi cuerpo, como un destello pasó por mi mente la idea que la chica que tanto me gustaba, y que tanto me gustaría, podía ser la novia tan amada de mi buen amigo.
No, no podías ser tú, justamente tú, la novia de mi amigo. Wendy tenía que ser la otra rubia.
Franco se acercó a tí, te dijo algo al oído y volteaste a mirarme. Quedamos frente a frente, mirándonos a los ojos y escuchando a lo lejos la voz de Franco que decía:
‑ Wendy, él es Joaquín, un muy buen amigo de Perú a quien espero convencer de quedarse a vivir aquí, en el apartamento, conmigo y con Bertín.
‑ Recuerdas Wendy, Recuerdas?
‑ Sí, me acuerdo bien de ese día, era cumpleaños de Franco.
También recuerdo tu mirada, tan tierna como la que tenés ahora.
‑ Bueno, me gustas desde esa vez ‑ continué ‑ y me gustaste más cada día, cada vez que te veía; aún cuando estuvieses recostada con Franco en un sofá, besándose o viendo la televisión; Y me gustaste más aunque oía el crujir de la cama en la que hacían el amor, en la habitación de al lado y me pasaba la noche deseando que salga pronto el sol. Y... - tomé aire- me sigues gustando ahora... No quise hacer daño, pero te amé desde que escuche que existías. Eso es todo.
Quedamos los dos envueltos en un profundo silencio, hasta que ella decido romperlo:
‑ Alicia vino a casa esta mañana. Vino a repetirme lo mismo que dijo anoche: que se ve en tu mirada que vos me querés.
‑ Bueno, y ahora que sabes que Alicia tiene razón, que piensas?
‑ Pienso que... A mí me pasa lo mismo que a vos ‑ dijo Wendy notoriamente tocada por la emoción‑ quiero decir que vos también me gustás desde ese día, desde el cumpleaños de Franco; recuerdo que él te puso junto a mí y nos presentó, Franco hablaba de no sé qué y yo te miraba y sentía que algo podía suceder entre nosotros, también pensé que podía controlarlo; pero no imaginaba que pasarían los días y mientras más pasaban más me atraerías.
Una vez quise alejarme de vos y no pude; ahí me di cuenta que ya había sucedido. Y sabés que?, ya no me importa aceptar que me encanta mirarte, escucharte, discutir con vos. Me hace bien saber que estás ahí, siempre cerca de mí y por fin puedo decirte que me gusta andar con vos, cerca de vos; ahora, no sé qué va a pasar. ¿Qué podemos hacer?, decime, que vamos a hacer!
Su voz se había cargado de angustia y las palabras salían de su pecho como escapando a un juramento doloroso; sus ojos estaban bañados por lágrimas que luego recorrían lentamente sus mejillas. Su voz era tierna pero firme. Yo estaba perdido, no podía pensar con claridad. Tomé sus manos y las apreté con la misma fuerza con que hubiese querido abrazarla. Creo que lloramos.
El gordo Jano llegó para interrumpirnos trayendo consigo las empanadas ahogadas por el queso. También traía los cafés en dos pequeñas y humeantes tazas de loza blanca que parecían estrenadas para la ocasión.
Tan pronto advertimos su presencia nos soltamos las manos, Jano nos conocía y era mejor que no diésemos que hablar.
De la bandeja de madera salieron tazas y platos que Jano iba sirviendo, primero a ella por supuesto, mientras comentaba algunas de las noticias que él creía de nuestro interés.
En algún momento, no sé en cual, Jano por fin advirtió que nadie ahí lo estaba escuchando, tosió dos o tres veces, y sin decir una palabra más, tomó rumbo a la cocina, para continuar con sus quehaceres, seguramente.
Cuando Jano se hubo marchado el silencio se apoderó del momento; estábamos exhaustos y las ideas daban vueltas sin norte en nuestras mentes. Muchas cosas habían pasado en muy poco tiempo y muchas cosas podrían suceder ahora, y tal vez, todo cambiaría. Nuestras cabezas estaban gachas y las gargantas bloqueadas por un nudo de palabras y de emociones contenidas.
En silencio miramos, durante unos minutos, el humo que salía del café, mientras buscábamos el modo de retomar la conversación sin permitir que el paréntesis acuse en nosotros algún enfriamiento.
No encontramos manera.
Mirarnos y mirarnos, una y otra vez, sin atinar a decir algo apropiado, se hacía incomodo y, hasta absurdo; lo comprendíamos así y por eso, una mirada más bastó para que empujemos, casi al mismo tiempo, nuestras tazas de café intacto.
Me levanté, esperé a que Wendy hiciera lo mismo y juntos caminamos hacia donde el gordo Jano nos esperaba con una sonrisa que hasta ahora se me antoja algo paternal y hasta un poco cómplice.
Pagué la cuenta dejando unos billetes sobre el mostrador, tomé la caja de las pizzas con una mano y con la otra tomé a Wendy por la cintura.
‑ Ciao Jano ‑ dije casi murmurando mientras me dirigía con Wendy hacia la puerta de salida.
Sabíamos que afuera nos esperaba un frío inclemente, un frío que nosotros no queríamos volver a sentir.
La luz del sol había sido sustituida por las luces artificiales que luchaban contra la oscuridad por mantener esa noche con vida.
Antes de empezar a andar, Wendy también me abrazó, rodeándome la cintura con ambos brazos, y apoyó su cabeza en mi hombro. Caminamos y caminamos sin mucho apuro, caminamos usando nuestro andar más lento, caminamos buscando el tiempo necesario para encontrar la solución al problema que nos consumía. Pero las calles pasaron bajo nuestros pies demasiado a prisa. Hicimos un último esfuerzo, dimos varias vueltas, más bien dimos un gran rodeo para nunca llegar a casa; pero igual ya estábamos llegando.
Antes de entrar al edificio, Wendy secó su rostro de las tiernas lágrimas que nos habían acompañado en silencio durante todo el camino; se paró frente a mí, con su rostro muy cerca, a unos centímetros del mío; me tomó fuertemente por la solapa del abrigo y con voz angustiada volvió a preguntar:
‑ Qué vamos a hacer?.