El ladrn novato
Publicado en Dec 07, 2012
Hace meses que estaba sin un trabajo estable. La vida de recién casados muchas veces lo decepcionaba, mas amaba a su esposa e hija, y lo hacía perseverar a cada posibilidad de laborar. Como agravante, se le unía la falta de dinero para pagar la renta del dormitorio que arrendaban desde hace dos meses en una casona de la comuna de la Granja el año 1993.
En una de esas incansables búsquedas de trabajo, en el supermercado –ahora inexistente- Marmentín Letelier, ubicado en la intersección de Av. Irarrázaval con Américo Vespucio, que hacía apertura y que comenzaba a recibir gente. Feliz, Francisco consigue el trabajo y es designado a la sección de fiambrería. Así empezó el mozuelo a ver una pizca de esperanza de trabajar de manera estable y poder darle a su familia más que leche o sopas de espárragos. Como trabajador, le ponía el hombro a su inexperiencia y su entusiasmo lo hacía parecer algo frenético, hasta que llegaba la hora del descanso. En ese tiempo, agasajaban a los trabajadores de su sección con pollo asado, arroz y bebidas. Él no sentía alegría. Sentía un cargo de conciencia de estar llenándose la pansa sabiendo que su familia apenas tenía algo que comer. Pasó una semana. Pancho anhelaba el pago más que otra cosa. Sólo lleva trabajando siete días y el sueldo era mensual, así que tendría que arreglárselas hasta fin de mes cómo fuera. En ese momento nació la tentación. Él había observado que los guardias no revisaban a los trabajadores al irse; veía también como algunos de sus compañeros sacaban de la mercadería algunos productos. Así que por necesidad y conciencia, decide tomar un chiquitín y dos láminas de arroyado de huaso que él mismo cortó, guardándose el botín en un bolsillo de su chaleco. Terminada la jornada se despide a eso de las ocho de la noche. Triunfante salía Francisco del supermercado. Como si nada, se despide del guardia que estaba vigilante en la puerta principal del local, quien rápidamente llama a Francisco. – Mire, el administrador nos pidió revisar a los trabajadores. Es un nuevo procedimiento. Usted sabe, por si se roban algo. Con el sudor frío, Francisco se acercó hasta el guardia, que le toco el vientre para registrarlo. Un ladrón, con un mísero botín, había sido descubierto. Las alarmas se encendieron en forma inmediata. Fue toda una conmoción. Comenzó a llegar gente, un operativo y una parafernalia en torno al robo. El ladrón fue llevado a una amplia garita para interrogarlo. Llegó el administrador del local, el señor Marcos Gormaz, quien con furia recibió la noticia del robo. Gormaz trató como al criminal más grande al ladrón de un botín, que en ese entonces, no superaba el precio de un yogurt. Al lugar llegó también el presidente del sindicato, quien abogó por el muchacho. – ¿Cómo se puede considerar un robo tan mínimo e insignificante? No se robó plata, no se robó mercadería en grandes cantidades; cometió un error y eso no más. ¡Si es un muchacho! – ¡No puedo tolerarlo! –Respondió Gormaz-. Llamé a los Carabineros para que se lo lleven preso por lo que hizo. ¡Aquí se tiene un protocolo contra las personas que hurtan y se va respetar! Con los nervios destrozados y con un cargo de conciencia, llegó con el sonido de las sirenas, el carro policial. Los carabineros tomaron la declaración del administrador respecto a lo sucedido; certificaron la identidad del acusado, lo esposaron y lo metieron en el carro junto a otros maleantes detenidos durante la jornada. La próxima parada era la Comisaría más cercana al lugar de los hechos. Al llegar, le quitaron el cinturón, los cordones de los zapatos y todo elemento que permitiera atentar en contra su vida. Además, tuvo que entregar carnet y sus documentos, pero gracias a Dios, dinero no llevaba. Era un pobre prisionero. La tristeza comenzaba a inundar los pensamientos. El “por qué lo hice” era el mantra carcelario que repetía en su celda. Celda que era obscura, olor a orina y a excremento, con un sillón duro como piedra en un rincón. Un carabinero raso, que hacía guardia, escuchó los lamentos del detenido y le dijo: “Mira, yo no sé cómo te pueden mantener detenido por un robo tan insignificante, es ridículo. Pero lamentablemente tenemos que seguir el procedimiento de la denuncia en tu contra. Si tienes a alguien a quien llamar, para que te traiga algo para comer y una frazada.” Las palabras del policía le recordaron otra vez su error, sin embargo le acordó el derecho a la única llamada que tenía como prisionero: llamó a su a mamá. La mujer llegó a eso de las dos de la mañana, en el auto de una amiga. Un pollo asado con papas fritas, una frazada y con lágrimas en los ojos vio Alicia Sepúlveda a su hijo en la cárcel. En una breve visita que permitieron los carabineros, madre e hijo se intercambiaron tristezas. El insomnio se había devorado la noche. La esperanza de ser liberado se abría con el alba. Todo eso era esperanza de desvelado, pues el sargento a cargo le dijo que tenía que entregarlo a Gendarmería para que lo trasladaran a la Penitenciaria de San Miguel. Lo subieron al camión de traslado, junto a una fauna de personas. Todos iban esposados a una barra horizontal dentro del cambión; apretados y encerrados en el vehículo, se movían al vaivén de las curvas y de las malas maniobras del conductor. Dentro de esa fauna, había unos novatos como Francisco y otros que se les denotaba por los tatuajes y heridas la experiencia delictiva. Francisco, junto a los otros detenidos, llegó a la cárcel de San Miguel. Los hicieron pasar a una sala enorme y formar un círculo, en cuyo centro se paró un hombrón vestido de azul, con porte de ropero y con un porra en la mano izquierda mandó a los detenidos a que se desnudaran para revisar si tenía algún arma fondeada o droga entre medio de la ropa. “¡Ya mierda, sáquense la ropa pa’ ver tienen algo escondido! Si los pillamos, más tiempo en cana se van a quedar”, gritó el gendarme. Por temor al gendarme que lo vigilaba, Francisco se sacó la ropa mientras pensaba: “todo esto por un yogurt para niños y una torreja de jamón. ¿Qué más me espera?”. Les ordenaron vestirse, le pusieron otra vez las esposas en las muñecas y le agregaron un par de esposas para los pies. Se pusieron en fila india y caminaron hasta la cocina del centro penitenciario donde nadie comió. Luego del refrigerio carcelario, pusieron a todos los detenidos en un pequeño pabellón, donde los mantuvieron por horas. Después los trasladaron al patio central de la cárcel, dejándolos junto a los condenados. Como manada en estampida, los condenados se abalanzaron con los novatos. A Francisco le sacaron sus zapatos y chaleco; tuvo suerte, pues a otros los dejaron en calzoncillos y con moretones. Luego de que las aguas se calmaran, se empezaron a formar pequeños grupos que conversaban de las causas de sus detenciones. Cada uno nombraba su delito, hasta que le preguntaron a Francisco. El cargo de conciencia se transformó en vergüenza y con voz temblorosa respondió. – Por el robo de un yogurt y unas torrejas de jamón. Las carcajadas salieron de manera instantánea, tomando la palabra uno de los reos. – ¿Por eso? ¡Que son hueones! Este sistema de mierda nunca funciona. Ten paciencia, vo’ vai’ a salir luego de aquí. – Eso espero, respondió Francisco. – ¡De ma’!, agregó otro reo mal vestido. O si no tení que pasarle alguna coima al actuario pa’ que no te deje en cana. Los reos fueron los únicos hasta ese momento en dar unas palabras de aliento. Sus palabras de experiencia carcelaria terminaron siendo premonitorias. A Francisco lo llamaron a una oficina llena de máquinas de escribir. Personas discutían, hablan fuerte y respondían con dureza a las preguntas de sus pares. El gendarme que lo guiaba lo sentó en una silla que se encontraba en frente de lo que presumía que era el escritorio de un actuario. – ¿Usted está aquí por robar un chiquitín y torrejas de cecinas?, preguntó con desprecio el actuario. – Sí, yo robe eso. – Bueno, en este momento usted queda libre, ya no hay cargos en contra suya. Puede tomar lo que tenga e irse de inmediato. Como no tenía nada, salió de los barrotes valorando su libertad. A pie descalzo, torso desnudo y sólo con su pantalón, Francisco se fue de la cárcel. Su madre lo esperaba, a pesar de que la noche ya estaba en su máximo esplendor. Allí le explicaron que tuvieron que pasarles diez lucas al actuario para que lo dejaran libre. Se subieron al auto de una amiga que acompañaba a su madre; lo dejaron en el Paradero catorce de la Av. Vicuña Mackenna. Sin zapatos, sin polera , sin trabajo pero con libertad llegó, a su casa como si nada hubiese pasado. El crimen ya había sido pagado.
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