LA MUJER IDEAL
Publicado en Dec 07, 2012
A menudo, solía ver caer el sol desde el séptimo piso del edificio donde residía. Desde el balcón de mi departamento, todos los atardeceres me significaban un espectáculo fabuloso. A lo lejos, el verdor azulado del mar se extendía como una sábana inmensa, fusionándose con la infinita cortina dorada del cielo. Los destellos de luz se reflejaban en el agua, y el telón de fondo se tornaba de un color ligeramente anaranjado. El sol se asemejaba a un gigantesco globo rojo, parcialmente cubierto por algunos nimbos. Aquella fluorescencia era conocida por algunos románticos como “Sol de brujas”.
Momentos más tarde, me desconecté del paisaje, y perdí la mirada entre la calle y la gente. Abajo, la ciudad finalizaba una jornada más de trabajo. Después de unos instantes de distracción, volví a la realidad, y todo mi cuerpo vibró de pies a cabeza con un leve estremecimiento. Una vez más, mis pupilas se habían clavado en la imagen serpenteante de una diosa. Entonces mi corazón dio un salto, y en mi cabeza sólo hubo cabida para un glorioso y único pensamiento: el Ángel. Durante los próximos segundos de olvido en el mar de la eternidad, mi mente estuvo lejos del mundo, hipnotizada con el fulgor de una visión cautivadora. Mis ojos y mi corazón no podían estar equivocados. Era ella y estaba sola, como de costumbre. Inmediatamente, tuve la certeza de que se trataba del Ángel por su manera tan peculiar de caminar. Ensimismada, como si ella fuera la única persona que pisara la faz de la tierra. Su cabello lacio y áureo, su figura delicada, su aspecto de chica intelectual, eran inconfundibles aún a la distancia. Al dejar a un lado mi estado de perplejidad, fui a buscar unos binoculares del interior del departamento. Podría asegurar que tardé en regresar menos de un par de minutos. Me recosté dejando caer el peso de mi cuerpo sobre la mecedora que amoblaba el balcón. Hice un acercamiento echando un vistazo a los transeúntes que caminaban sobre las calles. Había tardado demasiado. El Ángel se había ido. ---Maldición, la perdí de vista- murmuré para mí mismo, -sabe Dios si la volveré a ver. Desde el balcón de mi bonito departamento del edificio El Mirador, observé con atención a través de los lentes de los binoculares cómo el sol se demoraba en sumergirse dentro de las aguas. Hay quienes dicen que es posible apreciar un sutil destello verde, justo en el brevísimo instante en que la inmensa masa de fuego se sumerge por completo dentro de las aguas. Entonces uno podría pedir cualquier deseo y este se haría realidad, como cuando se ve una estrella fugaz o cuando se soplan las velas en un cumpleaños. Hacía un par de meses (quizá un poco más) que había alquilado ese cómodo departamento. Había conseguido reunir el dinero suficiente para pagar la cuota inicial y la garantía gracias al premio de un concurso literario de poca monta, obtenido unos meses atrás. En verdad, sentía la necesidad de independencia, y un tiempo de soledad y buena lectura era lo que estaba buscando. Eran días de concentración y sosiego. Las horas transcurrían lentamente diluidas en mares de páginas, comulgando con mentes como las de Isaac Asimov y J.R.R. Tolkien. Todo era siempre la misma rutina: atardeceres, lectura y vino. Hasta que una mañana de verano, un ángel apareció en mi rutinaria y solitaria vida. La primera vez pensé que nunca había visto antes una imagen más delicada. Estaba vestida con una blusa de seda y una falda negra que le llegaba hasta los pies. Yo me encontraba a varios metros de distancia. Jamás supe qué fue lo que me llamó la atención. Tal vez que coincidía con el prototipo de mujer ideal que siempre había tenido. Un esquema, un arquetipo: independiente y cultivada. Si fuera un poco loca, mejor aún. Una mujer con la que pudiera entablar una conversación interesante. Aquella con la cual pudiera hablar de mitología clásica o de las cosas simples de la vida sin tener que establecer un monólogo y ella siempre a la escucha. Tuve una idea de su elevado nivel cultural la tercera o cuarta vez que la vi. Sus lentes y el libro que siempre llevaba entre la palma de su mano me daban algún indicio. Por alguna razón frecuentaba las cabinas de Internet del boulevard de Tarata a la misma hora. Siempre caminaba sola como flotando sobre las calles. Nunca había visto su rostro de cerca, por eso era el Ángel. Un ángel de rostro desconocido. Los días y los meses pasaron y en mi mente habitaba la memoria de esa mujer enigmática. Ni siquiera sabía su nombre. Al parecer debía vivir por ahí cerca. Eran pocas las veces que la había visto. Entre miradas furtivas y especulaciones, un día decidí averiguar todo sobre ella. Mi voyeurismo se había convertido en una especie de ritual que, durante cierto tiempo, formó parte de mi vida. Meses después descubrí, gracias a sucesivas y a veces infructuosas indagaciones, que se llamaba Cristina y estudiaba Antropología. Su casa quedaba a unas cuantas cuadras de El Mirador. No obstante, me faltaban más datos. Ni siquiera la conocía y me había enamorado platónicamente del Ángel. Tal vez la había idealizado demasiado. Quise averiguar su teléfono y llamarla. Pero entonces... ¿qué le diría? “Hola, me llamo Claudio Pestana. Mira... tú en realidad no me conoces, pero quisiera ser tu amigo.” Sonaba tan infantil y ridículo. Aún así no podía desprenderla de mis pensamientos. Estaba embelesado con una perfecta desconocida y quería decirle algo. Aunque sólo fuera dirigirle la palabra para preguntarle la hora. Quería que ella tomara conciencia de mi existir, que tan sólo me prestara atención unos cuantos segundos. Entonces maquiné un plan para acercarme a ella. Como había averiguado previamente donde vivía, decidí esperar a que saliera de su casa. Dediqué tiempo a investigar sus hábitos: por ello supe que ella acostumbraba a salir a la biblioteca a las 4:00 p.m. Me mantuve alejado esperando en la esquina. Al poco rato la vi atravesar la reja de su edificio. Decidí seguirla a varios metros de distancia sin que se diera cuenta de mi presencia. El Ángel se dirigió hacia Larcomar y luego hacia la Iglesia Virgen de Fátima. Yo caminaba detrás de ella siguiéndole los pasos. Al llegar a la bajada de Armendáriz, se detuvo en una esquina de la Av. Reducto y se quedó esperando unos cuantos minutos. Al parecer había quedado en encontrarse con alguna otra persona. Me acerqué como quien no quería la cosa. Al poco rato, una mujer de figura andrógina y movimientos ligeramente varoniles se le acercó y cogiéndola de la mano le estampó asolapadamente un beso en los labios. --- Hola cariño, ¿me has extrañado?- dijo sutilmente la recién llegada. ---Sí, darling, he extrañado tus besos y tus caricias- respondió el Ángel casi en susurro. ---Vamos a nuestro nidito? ---O.k. Vamos. Así se fueron las dos damas, cogidas de las manos, en dirección hacia el hostal que estaba en la calle de enfrente. Yo me quedé allí como un idiota, con la palabra en la boca y mi ideal flotando sobre la atmósfera. Hay quienes dicen que los ángeles son asexuados, pero la verdad es que jamás imaginé poner mi ilusión en uno del tercer sexo. La Aurora, Febrero de 2000
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Jorge Buckingham
LETICIA SALAZAR ALBA
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