El piano invisible
Publicado en Dec 08, 2012
Alejandra. 5 años, casi 6. De estatura excesivamente baja para su edad. Cabellos lacios, castaños, y mal cortados. Ojos como monedas, del color de las avellanas. Una cara feliz, ya que para ella la felicidad se limitaba tan sólo al cuidado de su abuela. Leía a la perfección, obligada por las circunstancias. Era Alejandra quien guiaba con sus lecturas, previamente seleccionadas en la revista de tejidos, los puntos que daba con las agujas la anciana. Amaba la música clásica, y podía solfear, sin perderse en compases de 3/4, 6/8, o 9/8, en una seguidilla de semifusas, desde Chopin hasta Tchaikovsky. Nunca, jamás, había tocado el piano delante de su abuela. Sólo se confinaba, cuando llegaba a sus manos una nueva partitura, a leérsela una vez, no más, para que su abuela convirtiese el silencio de la tarde, de esa habitación que daba a un enorme jardín, en una continuidad de sonidos hipnotizadores. Después de la cena, que religiosamente ocurría a las 20 horas, y que su abuela cayera en un fingido sueño recostada en su sillón hamaca, sólo ahí, Alejandra arrimaba la banqueta al Carl Schmidt & Cº y tocaba de oído, ya que una única vez la había escuchado en una película, los ojos tristes de Yan Tiersen, su canción favorita. Luego recorría las octavas con fragmentos de Liszt o de Schubert, cuando estaba melancólica. Al terminar, cerca de las 22 horas, acomodaba en su posición la banqueta, tan bien como recordaba. Daba unos giros a las llaves de las puertas, atrancaba los cerrojos de las ventanas y una vez de vuelta al salón, despertaba a su abuela de su descanso y la acompañaba hasta su dormitorio. Encendía el candelabro y la ayudaba con la ropa de cama. Como siempre, porque así había sido siempre, le besaba la frente, al despedirse. Su abuela la seguía con sus ojos ausentes, sin vida, hasta el umbral de la puerta. Sabía que su nieta, como todas las noches, se quedaba sentada en el piso, junto a la puerta, rezando y contemplándola, como custodiando sus primeros pasos, de cada noche, al mundo de los sueños. Pero su abuela no se animaba a confesarle que allí, sólo allí, ella podía ver. Quizás no lo hacía porque nunca habían hablado de su ceguera o quizás porque temía que Alejandra le confesara de una buena vez, que ella, Alejandra, era no vidente en sus propios sueños.
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Ana Belen Codd (Tita)
daniel contardo
Sol Lzaro
daniel contardo
Daniel Florentino Lpez
Felicitaciones
Un abrazo
Daniel
daniel contardo