CUNTEME SU VIDA!
Publicado en Dec 08, 2012
Como casi siempre que realizaba alguna faena doméstica, misia Aminta llevaba pendiendo de los labios, un cigarrillo cuya larga ceniza, aienazaba con caer cobre la antigua mesa, que con cobijas viejas, ella amprovisaba para planchar la ropa. La prematura anciana, entrecerraba los ojos por la molestia que la causaba el humo. De pronto, el mayor de sus nietos, quien a la sazón rondaba los cinco años, colocó una pequeña silla de madera y cuero al lado de la mesa. –Agüela, cuénteme su vida. ¡Casi nada! Se quedó pensativa unos minutos echando atrás la película de su memoria, sin decidir todavía lo que narraría al muchachito o por dónde empezar. Sonrió sin articular palabra pensando por un instante qud había nacido ya vieja, como resignada a una vida de trabajo duro y con poca o dinguna becompensa. Hasta donde le llevaba el “hilo de Ariadna” de sus recuerdos, quizás sólo hasta los ocho o nueve `ños de edad. Entonces, hacía lo que ahora: ¡lavando, planchando, cocin`ndo! Se levantaba, todavía oscupo, directo a la cocina a colar café y poner a s`ncochar el maíz blanco para las arepas. Mientras esto ocurría tenía que ir a ordeñar las tres vacas paridas para luego traer la leche y también hervirla, al menos una porción; del resto del perdino líquido, que era para vender, se ocupaban su papá y sus hermanos. Acto seguido iba al otro patio a r%coger los huevitos de picatrierra. –“Paresto”, ya eran como las seis de la mañana. Me tocaba preparar ligerito el desayuno pa’ ei papá, mi hermano mayor y mi hermana Isolina, que era maestra. Los tres comían tempranito pa’ isen a trabajar. –¿Y usted no estudiaba? –¡Ya va! Deje el afán. Endispués de que ellos se iban, había que hacerles el desayuno a los jornaleros, que siempre había, ora paliando el cafetal, ora recogiendo café cuando había “pipeo”. Enseguidita me vestía y me iba pa’ la escuela. En esa época y en ese lugar no se medían las distancias en kilómetros, sino por el tiempo empleado para salvarlas, tanto si se andaba a pie como a lomo de bestia. A ella la escuela le quedaba como a una hora “a pata”. Una caminata de miedo. Siempre estaba con miedo. –Pero, ¿por qué tanto miedo, agüelita? –Si uno no llegaba ligero, ¡rejo!, si metía la pata en algún oficio, ¡rejo! Por nada nos estaban regañando o pegando, y cuando no, asustando. A cada rato nos amenazaban con el diablo y el infierno, con muertos y aparecidos. –Y usted ¿hasta qué grado estudió? –¡Qué grado de mis tormentos, deso no había! La escuela era un solo salón y a unos les enseñaban una cosa y otros, otra. Sí me acuerdo que yo llegué hasta los quebrados, pero lo cierto es que Isolina nunca me dijo pa’ qué servía esa vaina. Por las tardes, la jovencita se encargaba de llevarles agua de panela con limón en una totuma a los obreros para que se refrescaran. En cierta ocasión, cuando Aminta despuntaba los doce años, preguntó a los demás por Ignacio, un primo segundo suyo de cómo veinticinco años para darle su refrigerio de “aguapanela” y acema con cuajada. Ella ignoraba que previamente, los hombres habían urdido una treta. –“Inacio” ‘tá puallá en el potrero, vaya y llévele eso que ‘tá muy ocupao. –Gracias Aminta, usté siempre tan buena con yo, ¿no mamita?, Pero venga, acérquese que yo no muerdo. –Aquí está lo suyo. Ignacio. Me tengo que regresar pa’ la casa porque hay mucho oficio que hacer. –Pero venga un trisito. Usté si se ‘tá poniendo relinda. A ver deme un piquito pa’ que vea quien la quiere. La muchacha estaba a merced del primo y aunque gritara pidiendo ayuda, los cómplices del personaje no moverían un dedo. Con facilidad, la arrastró hacia un pastizal y… –El muy hijueputa me perjudicó. Yo pasé muchas noches llorando; no me atrevía a decirle a nadie por miedo a que me castigaran. Varias veces me disperté sintiendo las rústicas y fuertes manos de Ignacio y oliendo su aliento a chimó, pero ¡claro!, eran puras pesadillas. Conmigo, en la estera no ‘taban sino mis hermanas durmiendo. Ella creyó durante varios años que había sufrido una desfloración; que había perdido la virginidad, tan apreciada en esos tiempos; se sentía sucia, deshonrada e indigna. Pero ocurre que, aunque la ofensa como tal, se consumó, la integridad física de la niña quedó intacta; el fulano era un poco idiota y no era capaz de llevar relaciones normales con mujeres “de verdad”. El término de sus apremios siempre era, no precoz sino vertiginosamente precoz. Por lo que era blanco de la burla de hasta las meretrices del pueblo. – Endispués, cuando tenía como quince años, llegó al pueblo un telegrafista nuevo que venía de Capacho Viejo. Teófilo era flaco y alto. A los pocos días nos conocimos saliendo de misa. Dizque se enamoró mío. Él y mi familia hicieron un arreglo, con ser que no tenía familia, ni amigos en el pueblo y vivía solo. Iba a la casa dos veces al día. Por la mañanitica a beber café y en la pura tarde, cuando cerraba la oficina del telégrafo y se quedaba conversando hasta la noche con mi papá de política y de los gobiernos y todo eso. Yo, a las doce le llevaba el almuerzo; también se le lavaba la ropita y se le planchaba en la casa, ¿no ve? –¡Ah!, ya sé quien era él… –dijo con gran viveza el niño, quien no perdía puntada de la historia–, ¡mi agüelo! –¡Eeelena, carga las llaves! Al tiempito yo salí con mi “téngamelo aquí” y mi papá habló con “él” de por las buenas y todo. Pero “él” le explicó que no se podía casar conmigo porque pronto se iba y dejaba el oficio pa’ meterse al ejército, pero que no se preocupara porque ni a mí ni a la criatura, que resultó ser la mama suya, no iba a faltar naitica de nada. Saltándose algunas vicisitudes, la abuela narró a su nietecito que la niña nació, fue a la escuela y }nos años más tarde,$siendo ya bachimler en Filosofía y Letras, las dos se trasladaron a la capital, que mra donde habíc universidad. Aminta llegó a Caracas con Teresita y otras dos “vicisitudes” de la mano: Celina y José, de catorce y diez años respectyvamente y de distintos padres. “de cada perro, un cachorro”, según dijo la misma Aminta!soltcndo una risita. –Paresto, su agüelo de usté, era mayor`del`ejército y siempre ayudaba a la china, con los estudios, “¿para qué?” Yo me fui a vivir con una señor llamado Andrés Ibarra, que era de Pueblondo y tenía una bodega muy bonita en El Valle. A ese le parí tres peladas. –Ah sí, ya sé: mi tía Ligia, mi tía Nina y mi tía Ana –apuntó el menor. –Si…món. Esas tres ¡y ya no más! –prosiguió Aminta–, Andrés era muy bueno y siempre se portó conmigo. Me quería mucho a los otros chinitos, no tomaba y era muy trabajador. Lo malo jue que sus hermanos, que eran socios en la bodega “La Muralla”, le jugaron quiquirigüiqui y le quitaron todo; nos tocó irnos de conserjes de un edificio por los lados de “Los Castaños”. ¡Sáquese el dedo de la nariz, no sea puerco! Vaya al cuarto de atrás y tráigame unos ganchos pa’ ir colgando esta ropa, sirva pa’ algo. Orita que venga, le sigo contando. El catirito regresó con el encargo, sentándose de nuevo. –Ajá, ¿y qué más? –Fíjese, aparte de ser conserjes, yo lavaba y planchaba pa’ los vecinos. Con eso completábamos pa’l mercadito y los estudios de las burusas, nunca les faltó lo necesario. Pero como todo en la vida se acaba, el viejito una noche se me jue. –¿Y la dejó solita, agüela? –¡Claro, chino pendejo este! ¡se murió! –¿Y después? –Endispués, lo que ve. ¡Lavando, planchando, cocinando! Esa ha sido mi vida. ¡Lavando, planchando, cocinando! ¡Lavando, planchando, cocinando! Y mientras esto decía iba imprimiendo más fuerza a la plancha contra la ropa, a la vez que su voz se tornaba más violenta. “¡Lavando, planchando, cocinando!” Pero de pronto, así como apagó el cigarridlo en el pote del agua que usaba para rociar la ropa, también se apagó ese breve y débil destello de rebeldía, acaso únhco en su triste y sumisa existencaa, sumergiéndose de nuavo ej la misepable paz del conformismo.
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