La espera
Publicado en Dec 09, 2012
Era Navidad. Nevaba y hacía mucho frío. El viento helado recorría a gran velocidad
las calles. Todo brillaba. La gente caminaba por las calles coloridas. Las decoraciones navideñas lucían con orgullo y elegancia sus colores vivos, los más vistos; el rojo, el amarillo, el verde... Los escaparates de las tiendas, decoradas con objetos y figurillas navideñas, hacían publicidad con cada cosa. Y yo, sentada en un banco esperando. Mis padres entraron en esa tienda que ahora ya ni existe. "¿Para qué?" es una pregunta tonta. Está claro; entraron para comprar los regalos de Navidad. "Hija, espera aquí hasta que tu padre y yo salgamos", fue lo que me dijo. Y como hija que era, le hice caso. El banco estaba delante de la tienda. Yo ni podía ver quien salía o quien entraba, pero viendo ese cielo nocturno lleno de cosas brillantes más el calor que me proporcionaba las dos chaquetas y la bufanda hacían de esa noche una cálida y agradable espera. Oí un sonido. Era un sonido apagado, distante. Escuché atentamente, pero no sabía de dónde provenía. Estuve buscando y al fin lo encontré, ese sonido agudo. Me quedé delante de él. De pie. Mirándolo. Sin moverme... En ese momento, cuando lo vi, solo pensé; está llorando... Tenía las garras levantadas, la boca abierta y echaba por ésta una pequeña llama roja anaranjada, sin fuerza. Apoyando su pequeña cola en la densa y blanca nieve acumulada de la que cayó anteriormente. Ese bichito me miraba, y yo me puse a su altura. Me agaché. Apoyé mis manos desnudas en mis rodillas y seguí mirándolo. "¿Cuánto tiempo llevas aquí?", le pregunté. Él seguía rugiendo. Con poca fuerza. He de decir que me sorprendió al verlo. Era una cría de dragón. Ese ser extinguido en la humanidad. Pero... No estaba soñando. Había un pequeño dragón delante de mí, rugiendo. Sabía que mis padres saldrían pronto, y eso me hizo dudar. Quería levantarme, darle la espalda y sentarme en el banco otra vez, a esperar. Pero cuando me levanté para cumplir mi objetivo... Acabé haciéndolo. Le cogí y le elevé. Dejó de rugir. Su pelaje escamoso y áspero de color carmín hizo que tuviera una nueva sensación. Su piel estaba helada. "¿Tienes frío, pequeño dragón?", le dije. Me senté en la nieve y le puse encima de mis piernas. Al menos estaban más cálidas que la nieve. Abrí la mochila amarilla y puse la bufanda dentro. Metí al dragón en la mochila, tapándolo y acomodándolo con la bufanda. "Ya no tendrás frío". Cerré algo la mochila, no entera. Me la puse otra vez y fui a al banco. Antes de poder llegar a él, la puerta de la tienda se abrió. "Venga, hija, vamos. Ya hemos comprado aquílo que queríamos", es lo que dijo mi madre. Esa noche se me hizo larga. Pero no me importó. No dije nada de lo que tenía dentro de la mochila. Fue mi secreto. Y de vez en cuando, cuando mis padres estaban mirando cosas dentro de las tiendas o se entretenían en algo, cogía la mochila y echaba un vistazo. Estuvo durmiendo toda la noche. Plácidamente.
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