A veces, resulta tan difícil darle forma a nuestras emociones que las reprimimos y no nos atrevemos a expresarlas. Miedo, el Gran Capitán de nuestras malas elecciones, el muro  que nos aprisiona, el verdugo que nos vela día y noche. Esto desemboca en una tensión incontrolable, una fuerza sobrehumana que te domina, que parece despojarte de tu corazón como si tu cuerpo se tratase de una cáscara. Te arranca de tus sueños, de tus valores, de tus creencias. Te arranca de tu ser, y en ese momento sientes que te has quedado vacío. Sientes que te han quitado algo importante que formaba parte de ti, algo que necesitas buscar para recuperar tu vida. La solución cabalga de tu mano, pero ya no tienes la capacidad para verla, pues te han robado algo fundamental: la esperanza.
Necesito liberar el vacío, alzar la voz y gritarle al mundo: ¡ No, esto no es así ! No quiero ser una víctima más de la sociedad. Cuando me hablan de libertad me bombardean imágenes de la inmensidad del océano, recorriéndolo palmo a palmo hasta perderme en el glamuroso horizonte con el sol poniente que juega con la brisa del mar, una escapada al mundo exterior donde una tierna caricia del mar resulta tan confortable, tan jugosa como placentera, ese azul turkesa que transmite una sensación de calma y bienestar.
Sin embargo, hay momentos en los que el miedo se apodera de mí, me absorbe como un abismo sin fin que escalas tratando de impedir una caída irremediable. Continuamente tratamos de descifrar ese mensaje que nos invita a buscar en nuestro interior, un viaje hacia nosotros mismos que parece no acabar nunca, una hambre insaciable, un manjar sin sabor que no somos capaces de disfrutar como una bomba a punto de estallar. Solo mi reflejo puede responder esa tormentosa pregunta y cuando ese reflejo se vuelva visible en el espejo sabré al fin quién soy.
Fátima Sánchez.