Sonó el timbre. Una chica sonriente con el pelo alborotado en rizos y los ojos como dos luceros abrió la puerta.
-Hola Blanca, ¿qué tal estás?-dijo Ana.
-¡Hola! Venía para invitarte a mi cumpleaños, que será este sábado. Cenaremos a las 10 en el restaurante de siempre, y después iremos a mi casa para celebrarlo.-
- De acuerdo, allí estaré.- Esbozó una sonrisa en señal de aprobación.
Blanca llamó una a una a todas sus amigas para organizar su fiesta de cumpleños. Ella lo consideraba especial, pues nunca había reunido tantas amigas y amigos y sentía la necesidad de compartir su alegría con todos ellos.
Blanca era una chica especial en todos sus apectos. Sus cabellos descendían por el cuerpo como infinitas cascadas de agua y el flequillo le bailaba al son del viento, mientras que relucía dos brillantes ojos como castañas enceradas. Su mirada podía transmitir ternura acompañada de una sincera sonrisa.
Estaba tan entusiasmada con su cumpleaños que se pasó toda la semana preparándolo.
Por fin llegó el día tan esperado. El corazón le latía muy rápido de lo nerviosa que estaba, sin embargo, se sentía muy feliz. Escogió su mejor vestido, se maquilló, se peinó y se marchó.
Llegando al restaurante, un mal presentimiento empezó a inundarla de preocupaciones. No había nadie. Pensó que tal vez había llegado demasiado temprano, pero en ese momento, vio un grupo de chicos y chicas que pasaban riendo entre ellos y comentando:
-¿ésa no era la del cumple? oye…¿a ti no te había invitado?-
-si, pero me da igual…-
Esperó y esperó, y allí no llegó nadie. Intentó llamar a sus amigas, pero ninguna le contestó. Comenzó a llover y su largo pelo se empapaba, el rostro mojado por las gotas de lluvia camuflaban sus lágrimas.
De camino a casa iba pensando en todo el esfuerzo y empeño que había puesto para nada. Intentaba buscar una respuesta a lo que podía haber sucedido, no entendía por qué no se había presentado nadie cuando todos le habían dicho que sí irían.
Suspiró para vaciar sus pulmones de rencor. Sus pies húmedos y fríos parecía que pisaban cristales a cada paso que avanzaba, un gélido viento penetraba en cada poro de su piel envolviéndola en un manto de soledad.
Mientras caminaba por la calle, vio su reflejo en la ventana de un coche y se detuvo para mirarse con detenimiento y buscar en sí misma la causa del rechazo de los demás. Después de profundizar en su propia mirada durante un tiempo prolongado, descubrió lo más importante que podía haberle devuelto su mirada en toda su vida.