La Sombra del Hombre Muerto
Publicado en Dec 18, 2012
Muerte. Capítulo 1
Sentí el contacto frío y áspero del suelo contra mi mejilla. Concebí un dolor pulsátil en mi cabeza, y me dio la impresión de que ésta había crecido varias tallas por la hinchazón. Noté que mi cuerpo no se encontraba mucho mejor. Pese a ello, de alguna forma, todavía estaba vivo. Reconocer aquello fue un chispazo en mis sesos, y me sobrevino un torbellino de imágenes y emociones, mostrándome una secuencia de acontecimientos incoherentes. Un reflejo defensivo hizo que abriera los ojos y me reincorporara de un salto. Mi corazón dio un golpe fuerte y luego latió al ritmo de un tambor de guerra. No alcancé a echar un vistazo a mi entorno, porque mi vista se nubló de inmediato y me sobrevino un vahído; me había puesto de pie muy rápido. Apreté los ojos y estiré un brazo para encontrar algún apoyo. Mi mano tocó una pared cercana y cargué parte de mi peso en ella. Jadeé por el esfuerzo. Después de unos pocos segundos de malestar, me recuperé lo suficiente como para tomar noción del lugar en que estaba. Abrí los ojos y fruncí el ceño con tal de enfocar mejor. El lugar me fue sorprendentemente familiar. Me encontraba frente a la puerta del apartamento de mi tía, en dónde me alojaba hace años. Tomé noción del tiempo transcurrido gracias a la potente luz solar que se colaba por una pequeña ventana del otro lado del pasillo. Debían ser las primeras horas de la tarde, así que deduje que había estado inconsciente durante un buen tiempo. Mi cerebro hizo un vano esfuerzo por encontrar las escenas faltantes de la película, pero la parte de mi arribo a éste sitio, así como sucedido, parecía haber sido reemplazado por cuadros negros y mudos. La imagen de unos despiadados ojos carmines resurgió de mis recuerdos e hizo que instintivamente me llevara mi mano al cuello. Aterrado, miré a mí alrededor en búsqueda de aquellos ojos, mas el pasillo del sexto piso se encontraba desierto. Instintivamente me examiné el cuello con la mano en búsqueda de alguna herida sangrante, pero mi tacto no encontró nada, ni siquiera una imperfección que demostrara un desgarro en la piel. Tampoco sentí dolor al comprimir la zona. Comencé entonces a sentir un dolor pulsátil en mi cabeza y mi mano se movió rápidamente hasta la parte occipital del cráneo, para constatar si es que había alguna lesión. No encontré nada más que unos cuantos cabellos apelmazados y resecos. Sé que algo ocurrió. Tenía la noción de que había peleado con alguien, e incluso más que eso, quizás hasta había defendido mi vida. Nada era claro. Tenía la certeza de que había sido herido, pero estaba ileso; nadie puede sanar tan rápido, es inconcebible. ¿Qué clase de broma absurda era ésta? ¿O acaso era un sueño como los anteriores? No sería la primera vez que sueño de una manera tan real. Reflexioné sobre la posibilidad y luego la descarté de lleno. Reconocía el ambiente de los sueños y éste no era uno. Lentamente se gestó una idea en mi interior, al principio la valoré como descabellada, pero luego fue tomando más y más lógica hasta convertirse en una alternativa bastante real. Quizás todo lo sucedido sólo había sido un delirio. Una ilusión producida por un estado sugestivo o aún peor, simplemente me había vuelto loco. El cuadro clínico de la esquizofrenia vino a mi mente. Alucinaciones, repetí para mis adentros. En un intento por racionalizar la situación, acomodé los síntomas a mi situación actual. Así me era más fácil asimilar todo, además, si mis sospechas eran correctas, y ésta era la primera manifestación de la enfermedad, estaba a buen tiempo de pedir ayuda y optar por un tratamiento que controlara nuevos episodios. Intenté convencerme de mi padecimiento, sin embargo, no podía evitar sentirme reticente ante aquella hipótesis. Me parecía que algo no encajaba en éste puzle que mi mente escéptica se esforzaba por resolver. Distraídamente comencé a liberarme de la bata blanca que tenía encima, sin siquiera reparar en por qué la vestía. Pronto tuve la prenda en mis manos, y algo muy peculiar reclamó mi atención. Varias manchas rojas, teñían la zona del cuello y la espalda. Me quedé anonadado. Aquello era sangre, mi sangre, y no había aparecido ahí por arte de magia; había sido derramada desde una herida, de la cual no había rastro. El mundo se me puso de cabeza. Es imposible apartar el escepticismo en un minuto, sobretodo para quién ha vivido lo suficiente como para darse cuenta de que en el mundo moderno no hay cabida para los sinsentido, las piezas del puzle siempre deben calzar. Me sentí sobrepasado. Era como estar viviendo un capítulo de alguna absurda serie de ficción, mi propio “expediente X”. Hasta creí que en cualquier momento escucharía la voz de un presentador de los años sesenta indicándome que estaba entrando en una dimensión desconocida. Cada pensamiento suspicaz colisiona contra una muralla amnésica. De pronto un malestar inexplicable se apropió de mi cuerpo y comencé a temblar. Hice responsable de aquella molestia repentina, a la ansiedad que me generaba el desborde de pensamientos, y en un intento por recobrarme, sacudí la cabeza para apartar las ideas y aclarar mi mente. Anhelé en ese instante no poder pensar en nada y efectivamente lo conseguí, ya que de pronto se me hizo imposible pensar en algo más que en el malestar que estaba sintiendo y cómo iba acrecentándose a medida que pasaba el tiempo. El pasillo donde me encontraba me pareció apático e incómodo, lo que me hizo desear la intimidad de mi habitación, dónde podría recostarme y esperar a que se aplacara el súbito padecimiento que se estaba instalando en mi cuerpo. Metí la mano en mi bolsillo para buscar la llave de la puerta. Reconocí el tacto frío del metal de la llave y junto a ella una pequeña tarjeta de papel rígido. Me extrañó el hallazgo, ya que tenía la impresión de no haber dejado nada más que las llaves en aquel bolsillo. Movido por un sexto sentido saqué ambos elementos. Pasé las llaves a mi mano libre y observé la pequeña tarjeta extraída. Traía una frase en un lenguaje que reconocí como latín, la cual estaba escrita con una letra cursiva perfecta, sin asomo de dudas en su trazo. “Exspecto vester ira”, leí. Si bien el mensaje no significaba nada para mí, me sobrecogí al encontrar las letras “M” y “V” en el borde inferior de aquella tarjeta. Tuve la necesidad imperiosa de recostarme, ya que me acometió un agotamiento que nunca antes había experimentado. Los escalofríos comenzaron a frecuentarme más seguido, y por un momento reflexioné sobre la posibilidad de estar febril. Devolví la tarjeta a mi bolsillo e introduje la llave en la cerradura, y el chasquido de la puerta abriéndose fue mi invitación a pasar. El apartamento estaba vacío, lo cual agradecí en sobremanera. No me creí capaz de contestar ninguna pregunta. Cerré la puerta de un golpe y me apresuré a ir hasta el baño, sin siquiera pasear mi vista en la anticuada decoración de la sala. Me quité la camisa de cualquier forma y observé mi reflejo en el espejo. La visión fue lamentable. Había imaginado que no debía tener muy buen aspecto, pero nada como esto. Mi rostro estaba luctuoso y macilento y algunas gotas de sudor se agolpaban en mi frente. Pasé mi mano por ella con tal de enjugarlo, y me asombró advertirlo frío. Descarté de plano la fiebre. Mis ojos se encontraban hundidos en sus órbitas y habían perdido el brillo astuto que los caracterizaba. Por último le eché un vistazo a mi torso y me pareció que estaba adquiriendo una palidez mortecina, además mi respiración se había tornado dificultosa y en cada inspiración pegaba mis costillas a la piel, haciéndome ver escuálido. En conclusión, mi facha era la de un enfermo terminal. En otras condiciones me hubiera alarmado aquella visión funesta, pero no ahora. Lo que fuera que me estuviese sucediendo, no sólo estaba afectando mi organismo, si no que también mi mente. Me estaba quedando exánime, como una fogata relegada a subsistir sólo de las cenizas. Lentamente estaba siendo víctima de la más pura indiferencia, la cual me dejaba a la merced de un destino incierto, como una pluma que aguarda por los caprichos del viento. Sutilmente algo me estaba robando las fuerzas, un ladrón de manos etéreas que no se satisface con nada, solamente con el arrebato de la vida misma. No tuve dudas entonces. Algo grave me estaba sucediendo, tan grave que si no actuaba ahora, acabaría con mi vida. Reuní bríos e intenté mantener mi mente fría para poder pensar con claridad. Resultaba casi imposible conservar la concentración con aquel malestar que se intensificaba a cada deslizamiento del minutero, pero tenía que esforzarme. Debía hallar la causa, sólo así visualizaría una salida. Logré escapar de mi desidia y mis ojos vagaron por la imagen de mi cuello indemne reflejado en el espejo. Mi mente comenzó a andar a mil por hora, ya que el tiempo era esencial. Barajé entonces la posibilidad de estar sufriendo los efectos de una pérdida brusca de sangre. Coincidía con mis síntomas. Aunque también estaba el riesgo de haber sido infectado con algo, pese a que no conseguía pensar en ningún agente contagioso conocido que actuara a tal velocidad en un organismo. No tenía cómo saberlo con exactitud, todo era tan vago. No podía estar seguro de nada. Ni siquiera de mi mismo. Súbitamente mi concentración se quebró por un intenso escozor que atacó mi estómago y ascendió hasta mi pecho. Me pareció que mis vísceras se cocinaban a fuego lento. Me doblé del dolor y proferí un alarido. Desesperado salí del baño como pude, movido completamente por la confusión. Caminé dando tumbos hasta mi habitación; perdía el control de mi cuerpo a una velocidad aterradora. Apenas lograba coordinar mis extremidades para generar un movimiento fluido. Llegué a duras penas a mi cuarto, el cual no me sugirió ninguna familiaridad ni sentimiento acogedor cómo había esperado que hiciera. Trastabillé en la entrada y me fui de bruces. Me azoté contra el suelo como una pieza de carne inerte. En ese momento mi cabeza comenzó a arder, como si derramaran ácido en su interior y mi cuerpo se convulsionó por el dolor. Cada segmento de mi cuerpo convulsionó violentamente. Cerré los ojos con fuerza y sentí cómo mi mandíbula se apretaba hasta causarme dolor en las sienes. Los segundos me parecieron una eternidad, pero entonces, de la misma forma brusca con que empezó aquel trance, todo cesó. Lejos de creer que se había terminado, supe que aquella pausa era el último respiro antes de sumergirme una vez más en las aguas del dolor. En aquel lapso sentí que desfallecía. La temperatura de mi piel comenzó a descender y su color se desvaneció casi dejándome en la más pura transparencia. Si en un principio mi cuerpo estuvo inquieto, debió haber agotado las pocas energías que le quedaban, ya que ahora se rehusaba a cualquier movimiento que pudieran alterar la posición viciosa en que me conservaba. Todo fue volviéndose borroso y confuso. Mi entorno tendía a acelerar y desacelerar vertiginosamente frente a mis ojos. Mi mente se colapsaba rápidamente, e intenté tomar a mi conciencia a la fuerza para arrastrarla hacia algún páramo retirado, donde la mantendría a salvo de algo que comenzaría en cualquier minuto. Sentí entonces como mi sangre se iba transformando en lodo dentro de mis arterias, convirtiéndose éstas en carreteras sólidas para el paso seguro de un nuevo padecimiento. Las puntas de mis dedos, en pies y manos, comenzaron a entumecerse en señal de lo que se avecinaba e involuntariamente empecé a hiperventilar, capturando menos aire en cada respiro. Entonces, de manera despiadada, cada uno de mis músculos fue apuñalado por agujas invisibles, una y otra vez. Lograba sentirlas penetrando cada microscópica fibra de la que estaba compuesto. Un grito agónico escapó de mi garganta; aquella tortura no sólo estaba destrozando mi organismo, si no que estaba rasgando mi espíritu. Mi corazón latía cada vez más lento, pero cada latido era intenso. Era su intento por impulsar con fuerza aquella sangre fangosa que lo estaba ahogando, sin embargo, era una batalla perdida. Las agujas lo atacaron a él también y el dolor me arrancó otro grito, ésta vez ronco y bajo. Mi respiración cesó de golpe. Quedé oyendo el débil y melancólico latido de mi corazón. Entendí que mi vida se acababa aquí, en el silencio de una habitación vacía. Miles de imágenes desfilaron por mi mente. La calidez del vientre materno, el mundo visto por mis ojos de bebé, las navidades de mi niñez, juegos al aire libre, mi primer día de clases, bromas con mis compañeros, mi primer beso, mi adolescencia rebelde, la universidad, mis horas en el hospital, mis amigos, mi familia…Elizabeth. Mi corazón gimió una vez, luego otra vez, y después hizo una pausa para, un segundo después, decir adiós. Un velo negro cayó sobre mis ojos y me quedé desnudo…solo en las tinieblas. Cruzando el ojo. Capitulo 2 Segundos. Minutos. Horas. Días. Días. Horas. Minutos. Segundos. - No interesa cómo transcurre el tiempo. -¿Quién eres? - ¿Acaso no es obvio? Yo soy. - ¿Tú eres quién? - Yo soy tú, que ha dejado de ser. - Yo no he dejado de ser ¿de qué hablas? - Ser o no ser, ésa es la cuestión. - Si he dejado de ser, entonces, ¿he muerto? - ¿Qué es morir? Para mí morir es dormir. - ¿No más? - Morir, dormir, no despertar nunca más… y tal vez soñar. - Entonces, ¿esto es un sueño? - Del que preferirás no despertar. - ¿Por qué? - Éste es un país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna. Quienes lo hacen, viven de la muerte. - ¿Qué puedo hacer? - Soñar y sepultar para siempre los dolores del corazón, los mil y mil quebrantos que heredó nuestra carne. - No puedo…todo fue tan rápido…es demasiado pronto para mí…quiero volver. - Lo sé y por eso has de pagar. - ¿Pagar con qué? ¿Perderé algo si regreso? No hubo eco para mis preguntas en aquel lugar vacío. Podía esperar para siempre una respuesta que no llegaría. No entiendo con exactitud dónde estoy, pero sé que no estoy vivo, aunque tampoco estoy muerto…no completamente por lo menos. No percibo nada con mis sentidos, porque aquí no hay nada que percibir. Todo es tan gris y vaporoso como una neblina espesa y amorfa. Nada brilla y nada empalidece. El tiempo no actúa sobre éste espacio, sólo observa su disociación con curiosidad. Tengo noción de mi cuerpo, pero siento que ya no me pertenece. Creo que me muevo, pero no puedo objetivarlo, todo es igual aunque cambie de posición. Éste no es un lugar de paz ni tampoco de tormento. Es algo más, algo intermedio. ¿Cuantas veces creí absurda la idea de alguna existencia después de la muerte? Y aquí estaba, muy lejos de haberme transformado en elementos químicos o en polvo cósmico. Qué idiota había sido, ciego en mi limitada sabiduría. Pero aquí no había cabida para un orgullo herido. No había cabida para nada. Sólo estaba el vacío y la soledad. Una soledad viviente e indiferente a mi presencia. Me encogí y me dejé llevar hacia algún punto en la nada, como un astronauta a la deriva en un universo ingrávido y taciturno. Presentía que debía esperar, no podía definir qué, sólo debía esperar. Mimetizado con el vacío me movía, nada era y nada sería. Me alcanzó entonces la tristeza. La había aventajado durante un tramo, pero ella nunca dejó de correr tras de mí. No había dolor, sólo tristeza. Era la tristeza de haber perdido algo que no podía recordar. Vagaba melancólico en la imperecedera bruma, sin nada que observar que pudiera haber apartado por un segundo aquella tristeza de mi pensamiento. Pero aún si hubiese algo para recrear la vista, ¿de qué le sirven los ojos a un cerebro ciego? Repentinamente me pareció oír susurros lejanos de diálogos enlutados. Oí llantos y lamentos, que por un momento quebraron mi ensimismamiento, mas sentí que estaba demasiado triste para compartir otra tristeza, así que volví a quedar absorto en mí mismo. Pronto ya no se escucharon más y volvió todo a su silencio perpetuo. Me daba vueltas una y otra vez la idea de haber perdido algo y no saber qué, ni cómo, ni cuándo. Pensar en ello se transformó en el motivo de mi existencia. Era esa idea y mi tristeza los únicos bienes que poseía. Qué amarga simpleza. Así estuve, hasta que sucedió. Cuando menos lo esperé, dejé de ser naufrago en el océano de aquel purgatorio. La tristeza y mi sentimiento de pérdida se esfumaron, correteados por la luz de un farol que resplandecía entre la bruma. Vislumbré entonces que al lado del farol se hallaba una ventana flotando a la deriva. Una fuerza atractiva me juntó con ella. Curioseé a través de los cristales y vi a una mujer que, plumero en mano, frotaba y ordenaba todo a su alrededor. Pese a que la observé cuidadosamente, no logré distinguir su rostro, ya que en todo momento me dio la espalda. Tuve la pretensión de dialogar con aquella mujer y en el acto la ventana se abrió. Entré entonces en la modesta sala decorada con muebles anticuados. Inesperadamente me asaltó un recuerdo, y reconocí la gran similitud que guardaba con el apartamento en el que vivía con mi madre, aunque no podría asegurar que se trataba realmente del mismo. Todos los bordes y ángulos de la construcción y los demás elementos, estaban desdibujados y en algunas zonas se tornaban deformes. Me quedé quieto un instante, observando la atmósfera surrealista que me envolvía, donde las formas y colores fluctuaban de manera errática. Noté que la mujer seguía en su trabajo, dándome la espalda, sin siquiera darse cuenta de mi presencia. Me acerqué a ella y puse mi mano en su hombro para llamar su atención. La mujer volteó y me sobresalté al verla. No tenía facciones. Borrados por completo, sus rasgos habían sido reemplazados sólo por una cubierta de piel. - ¿No me recuerdas hijo mío? Su voz despertó en mí el recuerdo distante de una vida que a estas alturas sólo parecía un sueño. - ¿Mamá? –inquirí con la voz entrecortada. - Por supuesto mi cielo –respondió la mujer con dulzura-. ¿Acaso no me reconoces? El velo detrás del cual se ocultaba mi alma se rasgó por la mitad, dejándola expuesta una vez más. La respuesta me causó una emoción indescriptible y rompí en llanto. Las lágrimas fueron amargas de aflicción, y a la vez dulces por la felicidad de tan inesperado encuentro. Sin pensarlo la abracé con fuerza, porque de alguna forma supe que sería el último abrazo. Sollocé en su hombro como cuando era niño. Y con cada lágrima le expliqué cuanto la amé, la amaba y amaría. El peso de la realidad cayó sobre mis hombros, y comprendí por fin lo que había perdido. Había perdido mi vida, o mejor dicho alguien me había despojado a la fuerza de ella. Entonces quise sufrir, sufrir por mí y por lo que dejé atrás aquella mañana nefasta en que la muerte había venido por mí. Lo único que mantuvo mi cordura fue la mujer que rodeaba con mis brazos. Deseé quedarme con ella para siempre. No sé cuánto permanecimos de esa forma, pero después de lo que me parecieron siglos, aprecié como ella se separaba con suavidad y levantaba su rostro. Sus facciones habían retornado y sus ojos, tan parecidos a los míos, me miraban con compasión. Creí que me quebraría de nuevo ante su mirada, pero me contuve. Repentinamente ella desvió su vista hasta algún punto a mis espaldas, y giré para ver qué la distraía. Ésta vez las lágrimas hicieron caso omiso a mi restricción, y se fugaron de mis ojos para rodar con calidez por mis mejillas. Parados atrás mío se encontraban mi padre, mi hermano y hermana, mis amigos más cercanos e incluso Elizabeth. Me torturó ver que sus semblantes estaban apesadumbrados por la tristeza. - Lo siento tanto -me lamenté. Pero mis palabras se perdieron. En una fracción de segundo todas las cosas a mi alrededor comenzaron a ser absorbidas por una espesa oscuridad. Uno por uno fueron tragados por las sombras, primeros mis amigos, luego mis hermanos, y a continuación mis padres. Sólo quedaba Elizabeth, quién se adelantó y corrió hacia mí antes de ser alcanzada. -No me olvides –gritó. Su contorno quedó unos segundos en el aire y luego desapareció. No tuve tiempo para reaccionar de ninguna forma, ya que rápidamente me vi cubierto también por las sombras. Se abrió entonces una herida en mi interior, y de ella emanó la maldad más pura. Sentimientos viles y perversos me cobijaron y me susurraron al oído las más condenadas blasfemias. Me hablaban de asesinatos y tormentos, de sadismo y crueldad, de vicios y autodestrucción. Aquella era la hora de la oscuridad, estaba pasando a través del ojo del mismo demonio. Vertiginosamente caí en el abismo de esa maldad sin nombre. Mientras descendía, noté cómo me robaban mis recuerdos y todos los sentimientos ligados a ellos. Desesperado, me aferré a la última imagen que había visto y el recuerdo de Elizabeth se fundió en mi esencia, quedando oculto en la única hebra de alma que no podía ser alcanzado. Con la seguridad de que aquel tesoro nunca me sería arrebatado, me entregué a los brazos de la oscuridad y esperé. Esperé dejar de ser. Caí y caí, hasta que mi conciencia me abandonó. En algún momento, imposible de precisar, toqué fondo y volví en mí. Me sentía vacío, despojado de todo, sólo quedaba el conocimiento inerte acumulado en mi vida pasada, una conciencia apartada de los sentimientos y emociones. Era como volver a nacer. Abrí mis ojos lentamente, pero no me impresionó encontrarme envuelto en las imperecederas sombras, por el contrario, las esperaba con desaliento. Pero me apresuré a notar que algo había cambiado. Éste ya no era el ambiente silencioso y abstracto de aquel limbo en el cual vagaba. Esto era diferente. Di una inspiración sólo por reflejo, y un olor a tierra húmeda colmó mi cabeza. Exhalé y volví a inspirar con más fuerza, pero ésta vez una oleada de esencias me invadió como una estampida. Olor a flores de distintas especies, frescas y marchitas, olor a hojas de árboles y a césped recién regado, olor a madera y barniz, y a una infinidad de cosas que iban generando imágenes de sus materias de origen en mi mente. Había muchos otros olores que me eran completamente desconocidos, entre ellos uno muy peculiar que me pareció que quién lo emanaba era mi propio cuerpo. Me concentré y lo retuve, entonces sentí placer al degustarlo. Mi mente hizo un vano esfuerzo por encontrar algo parecido, pero desechó cualquier comparación. Era un perfume contradictorio en su salida, suave y poderoso al mismo tiempo, en tanto que su cuerpo se presentó salvaje e irresistiblemente provocativo, para rematar en un fondo que acarreaba un frío glacial ligado a la fragancia más dulce y seductora que podría existir jamás. Estaba fascinado con aquel olor que ocupó toda mi atención, pero cuando pude apartarme un momento de él, caí en cuenta de lo extraordinario de la situación. Me intrigó mucho el hecho de poder distinguir olores, ya que habría apostado cualquier cosa a que en aquel lugar abismal no existía materia que pudiese despedir algún químico volátil. Me sobresalté entonces al escuchar murmullos por doquier, aunque no podía distinguir ningún vocablo. Me enfoqué en poder escuchar mejor, y como si hubiesen subido el volumen al tope, los murmullos se convirtieron en ruidos estridentes y desordenados. Esforzándome, diferencié entre el barullo algo que me pareció el ruido de miembros rasgando, como si minúsculos cuerpos se estuviesen abriendo paso por la tierra. Me moví bruscamente y noté el limitado espacio de mi entorno al chocar contra un acolchado que estaba adosado a una base sólida. Se produjo un ruido sordo, como el choque de una roca contra madera. El tacto aclaró mis dudas acerca de que esto era diferente. Era como si mis sentidos hubiesen vuelto a acompañarme una vez más, permitiéndome interactuar con un mundo que cada vez tenía formas, sonidos y olores más…reales. Me sobrecogí al entender que ya no transitaba en el vacío mundo paralelo donde me movía abatido y errante. Pero si lo había abandonado, ¿dónde estaba ahora? Decidí encontrar las respuestas sin demora y la desesperación se adueñó de mi mente y cuerpo. Me moví de lado a lado, primero despacio y en bloque, pero después con fuerza e intentando liberar mis extremidades. Sentí crujidos similares a madera rompiéndose y supe que mi jaula cedía. Me animé y ocupé todos mis músculos en la faena, hasta que de pronto, todo colapsó. De un momento a otro mi tacto notó como un material húmedo y áspero prensó todo mi cuerpo, escurriéndose incluso por mi nariz. Por suerte mi boca estaba cerrada, así que se mantuvo inexpugnable. En ese momento me percate de algo que me aturdió: No estaba respirando. Me tomé un momento para convencerme de que aquello era lógico, después de todo estaba muerto, ya no tenía cuerpo material, así que no respirar era algo inherente a ello, además en éste nuevo mundo incorpóreo no debía de existir el aire, así que no era necesario esa función. Aunque logré tomarlo por la vía lógica, seguía teniendo el presentimiento de que todo era demasiado extraño, demasiado parecido a estar vivo. La curiosidad sacudió mi ánimo, y me dio nuevos bríos para avanzar por aquella extraña sustancia que al parecer constituía todo el entorno. Como tenía la nariz taponada de aquella sustancia, no podía oler mucho, pero me parecía que el ambiente estaba saturado con el aroma de la tierra húmeda. Descubrí que podía abrirme paso, casi como nadando. Aunque la sustancia era semisólida, no ponía casi resistencia a mi desplazamiento. Rápidamente abandoné la horizontalidad en que me encontraba y empecé a ascender. Una expectación misteriosa comenzó a morderme y su veneno incrementó mi agitado avance. Presentí que todo mi ser, se aprestaba para un descubrimiento, tal vez maravilloso, tal vez aterrador. La curiosidad dejó espacio para que la incertidumbre y la duda mordieran también mi mente. Levanté mi brazo para otro movimiento, y entonces sucedió algo extraño. Mi mano rasgó un velo de aquel material que me rodeaba e irrumpió a un espacio desocupado. Sin darme cuenta tomé el tacto de pequeños terrones que habían quedado en mi mano y se deshicieron en un instante. Motivado por el deseo de arribar a esa nueva estancia inexplorada, me impulsé con fuerza con los brazos. Cerré los ojos y como si estuviese saliendo de una piscina, sentí que mi cuerpo se deshacía del material áspero y húmedo, el cual escurrió por mis piernas y pies, dejándome en libertad. Liberé mis fosas nasales e inspiré. El olor a flores, césped y árboles me golpeó de lleno, y me hizo abrir los ojos de la emoción. Me cegó un instante una tenue luz que se alzaba sobre mí. Mis ojos se acostumbraron en un santiamén, y pronto todo se esclareció. La emoción fluyó por mi cuerpo, haciendo que me estremeciera. Podía ver todo mi entorno, con absoluta claridad, pese a la vaporosa luminosidad. Sobre mi cabeza estaba la Luna menguante en su lecho oscuro y salpicado de estrellas. El cielo nocturno me pareció un espectáculo extraordinario, era como verlo por primera vez y bajo la lente de un telescopio. De repente, la fuerza magnética de una verdad que quiere ser hallada me apartó de aquella visión divina, y arrastró mi atención hasta una pequeña placa mármol que se encontraba cercana a mis pies. En ella había escrito algo que terminó de cambiar lo que fui, lo que era y lo que sería. “Querido hijo, hermano y amigo…descansa en la eternidad. 1985-2012”, se leía bajo mi nombre. Metamorfosis. Capítulo 3 El gélido acero de la espada de la verdad me atravesó el pecho en búsqueda del corazón, pero éste ya no podía ser hallado. Mi mente en cambio sintió el peso del descubrimiento y aquellas palabras la hicieron comprender que había vuelto al mundo, el mismo que me parecía haber abandonado hace mucho y a la vez tan poco. Éste seguía igual, sólo que sin mí. Mi cuerpo había sido puesto dentro de un cofre bajo tierra, cuya llave colgaba del cuello de la misma muerte. Mi vida había sido recortada como una fotografía y puesta en un marco de mármol, desde donde me observaba silenciosa y cómodamente recostada en su lecho de tierra removida. Las pasiones de una vida breve, me parecieron sólo la confusión de una mente humana que ya había dejado de ser. No sentía ni aflicción ni dolor. Era sorprendentemente insensible a mi expiración. Por primera vez desde que existía, no sentía nada. Aquello, sin duda, facilita la aceptación de la idea de estar parado sobre tu propia tumba. Esperé hasta que mi interior se reorganizase. Cuando lo hallé calmo, divagué en el presente. ¿Qué sucedería ahora? Para todos, incluyéndome, estaba muerto. De hecho aún no lograba comprender con exactitud por qué estaba ahí parado, en medio de un cementerio, donde los muertos duermen placenteramente bajo la tierra. Fuese cual fuese la razón de mi reanimación, seguro que no era un regalo de la providencia. Seguía existiendo de otra forma, una desconocida y a la vez aterradora forma. Me encontraba nuevamente en el punto de partida, observando el mundo que me había visto vivir y morir. ¿Acaso me había vuelto un espectro?. Súbitamente un extraño escozor en la garganta se abrió paso hasta mi estómago y un hambre intensa me fulminó. El hambre, es el primero de nuestros conocimientos, y el placer de saciarla, lo primero que aprendemos. Apagamos la ferocidad de sentimientos que se encienden en nuestra mente, sólo llenando nuestros estómagos. Es como si hubiese un animal influyendo en mí, una fiera que latía en mis entrañas queriendo liberarse. Me acometió un desprecio inconsciente hacia aquel abrumador sentimiento que intentaba subyugarme, y me esforcé por acallar el rugido de aquella fiera que intentaba surgir de las profundidades de este cuerpo reanimado. Sabía que el hambre, provocaba que los seres volvieran a las intrincadas cavernas donde la vida respira sola, y cualquier debilidad podría causar el retorno del animal, quién recobraría sus instintos adormecidos y retomaría sus rencores. Reprimí cualquier apremio de esa necesidad básica y fui dueño de mí mismo otra vez. Ese repentino ataque había venido desde mi lado animal, desde lo físico, así que eché por tierra la hipótesis de haberme convertido en un espíritu chocarrero. Recordé un libro que había leído, donde se contaban la leyenda árabe de los Gul, un tipo de demonio despreciable que se alimenta de hombres y cadáveres. Tal vez en eso me había convertido, en una blasfemia sin nombre. La única fibra de humanidad que había quedado tras el paso por aquel purgatorio gemía, apelando a que ésta abominación debía ser destruida. En ese instante me invadió un enorme deseo de aferrarme a esta vida sin sentido. Era un instinto de supervivencia tan agudo, que suprimió todos los pensamientos autodestructivos de mi mente y los reemplazó por ideas menos radicales. Y entonces lo supe. La solución se me presentó con la claridad de un día soleado. Me iría al exilio. Buscaría sin esperanzas una motivación y anhelaría que la muerte me hallara una vez más, pero ahora para convertirme en polvo como debía haberlo hecho. No cuestioné mi decisión, ni siquiera por lo apresurado de su concepción ni por lo poco meditada que había sido. Sólo estaba completamente seguro que aquello era lo correcto. Acomodé la tierra bajo mis pies con tal de que no se notara su remoción y miré por última vez el epitafio tallado en la placa de mármol de mi tumba. Adiós, me dije con melancolía. Eché a andar por el cementerio y me reencontré con el cielo nocturno nuevamente. Me impresionó darme cuenta la facilidad con que lograba fascinarme incluso el más mínimo detalle de las cosas simples. Caminé más de una hora entre las tumbas, enamorado de la luna y las estrellas, oyendo los ruidos de la noche como una canción hecha por las exquisitas tonadas de instrumentos vivientes. Me maravillé con los fuegos fatuos que se elevaban de algunas tumbas, exhibiendo sus coloraciones amarillentas, azuladas y en algunos casos rojizas. Me extasié también con la fragancia formidable que emanaba de mi cuerpo y pronto la hice parte de mí, tolerándola y permitiendo que pasara desapercibida a mi olfato. Hubo cabida entonces para nuevos olores que me llevaban casi a degustar cada sustancia. Me agradó la mayoría, excepto el aroma desagradable que emanaba de la putrefacción de la carne de los cadáveres, por lo que intentaba no respirar muy hondo cuando pasaba por sobre una tumba. Cada una de las esencias se iba almacenando con una rapidez extraordinaria en mi cabeza, que pronto se convirtió en una extravagante perfumería. Entregado completamente al aprecio de la poesía que me parecía el cementerio, llegué hasta uno de sus límites. Me encontré con una cerca alta y de apretujados barrotes de hierro, lo que me obligó a detener mi marcha. Examiné el obstáculo y sentí la inquietud de sondearlo cuanto antes, para continuar deleitándome con lo había del otro lado. Apoyé mis manos en el barrote con tal de escalar por ella, tal como lo había hecho cientos de veces cuando era un muchacho. Tensé los músculos y caí en cuenta de la fuerza extraordinaria que había adquirido. El hierro se escurrió por mis manos como si fuesen de barro. La forma de mis dedos quedó impresa alrededor de los barrotes, y mis manos no sufrieron ni el más mínimo daño. Me estimuló el descubrimiento de aquella fuerza extraordinaria y caí en la tentación de descubrir sus límites. Sin pensarlo tomé los barrotes con fuerza y tiré de ellos. La estructura de la cerca cedió dando un chillido y el metal quedó flotando unos metros del suelo, sujeto sólo por mis manos. Sentí como una sonrisa de excitación se extendía por mi rostro. Estaba encantado, tanto que no pude parar allí. Lancé lejos el trozo de metal que sostenía y vi cómo se azotaba a varios metros haciendo un ruido sordo. Observé a través de la brecha que había hecho y vi como la noche se habría por la planicie despoblada, que sólo era interrumpida por una carretera pobremente iluminada y poco transitada. Me acordé que el cementerio se encontraba en las afueras de la ciudad. Era un parque de descanso aislado de todo y todos. Mi atención se centró entonces muy a lo lejos, donde el resplandor de la ciudad era contorneado por las sombras, como si fuera un estrella que dormitaba en la tierra. Creció el deseo de pasear otra vez por las calles de Puerto del Sol y observar el mar desde sus costas por última vez, antes de ir en pos del exilio. En ésta nueva existencia no había lugar para la prudencia y la reflexión. Caí preso de mis pretensiones, así que crucé por la abertura y comencé a caminar. Sentí de pronto que mis piernas exigían un paso más veloz, y me dispuse a trotar. Me entregué tanto a ello, que sin darme cuenta, inicié una carrera presurosa. Cortaba el aire con la velocidad y sagacidad de una bala asesina. El viento se rendía ante mí sin más resistencia que una caricia fría a la cual mis mejillas correspondían con gélido tacto. Advertí que para mí ya no había límites; podía burlar a la física y sonreírle al peligro en su cara. Ahora era poseedor de uno de los bienes más ambicionados por la humanidad: la libertad. Y aunque no puedo decir que la vivía, si podía sentirla en plenitud. La abracé entonces con afecto, como un hijo que abraza a su madre después de una larga ausencia, y ella me acogió en su seno. En aquel momento, quizás por primera y última vez, ame esta nueva existencia. Emborrachado por el momento de éxtasis, permití que un grito de júbilo escapara de mi garganta. Era una flecha disparada por el mismo Hércules. Tan placentera era la sensación, que creí que mis pies no tocaban la tierra. Era como si estuviera volando. Decidí cerrar los ojos para que no me distrajera el entorno cuyas forma se evaporaban por la aceleración, así podría disfrutar completamente de las emociones que me invadían. Comprendí que aquella era mi verdadera naturaleza, existir como una criatura dedicada a complacer sus instintos con emociones intensas y de exigua permanencia. Como un adicto a la adrenalina que busca arriesgadas experiencias para conseguir su dosis de felicidad. Descubrí entonces que cerrar los ojos no había sido la mejor de las ideas. Inesperadamente sentí que golpeaba duramente una superficie rígida y resistente. Escuché el ruido de mi cuerpo azotando contra la estructura. Concebí que algo se rompía y se fragmentaba y tuve la seguridad de que habían sido mis huesos. Abrí los ojos y trastabillé. Giré varias veces sobre mí mismo, y el mundo me dio vueltas. La inercia me mantuvo unos segundos en el aire, y azoté el suelo, deslizándome por él hasta que el roce me detuvo. Me sentí mareado y desorientado, pero no percibí ningún tipo de dolor. Esperé recostado un momento a que se manifestara, pero nada. Con mis manos revisé si tenía todo en mi lugar y si había alguna herida. Me asombró verme ileso. Había sido una caída imposible. “Imposible”, me repetí. Si dependiera de mí esa palabra debería ser eliminada del diccionario. Ágilmente me reincorporé de un salto. Y observé a la distancia la estructura con que me había estrellado. Era una estación del servicio eléctrico, inoperante y deshabitado. Había un agujero de entrada y de salida en el grueso concreto de sus murallas y dentro se observaban escombros y chatarra, que parecían haber sido partes de transformadores de energía sin uso. Si bien me impresionó la resistencia colosal de éste nuevo cuerpo, rápidamente perdí la atención en otro descubrimiento, que fue la increíble agudeza visual que ahora poseía. Podía enfocar objetos a una tremenda distancia e inclusive observar con detalle sus características. Me sentía como un niño con súper poderes. En cada nuevo hallazgo perdía la noción del tiempo y jugueteaba con él hasta que lograba cierto dominio, luego me perdía en otra cualidad interesante. Después de haber observado cada roca y arbusto de mi entorno y descubierto a cada insecto y alimaña que se movía a varios metros a la redonda, me dispuse a seguir corriendo. Ésta vez inicié la carrera con una velocidad más prudente. Ahora que estaba consciente de que no me lastimaría, decidí llevar a cabo algunas acrobacias. Aprovechando el enorme impulso de la carrera, me detuve, flexioné las piernas y salté. La altura que alcanzó mi salto me desconcertó y aleteé con los brazos intentando mantener el equilibrio. Y tal cual un felino, caí sobre mis extremidades, varios metros más allá. Me sentí exultante y reanudé la carrera, recreándome de tanto en tanto con saltos de mayor dificultad. Todos los ejercicios que había aprendido a duras penas en las clases de gimnasia de la escuela, eran ahora de una facilidad irrisoria. Me sentía ligero y hábil, dueño de un equilibrio perfecto, sin embargo, recién comenzaba a dominarlo. De vez en cuando trastabillaba o salía de manera complicada de alguna voltereta. Lo mejor de todo es que no existía el cansancio ni la agitación, podía haber hecho esto durante días, meses, incluso años, y aun así la fatiga no me alcanzaría. Estaba tan hechizado con lo que podía hacer con este cuerpo, que no me di cuenta que la geografía había cambiado, y la planicie se había convertido en pequeñas lomas y luego en vigorosas colinas. Saltando ágilmente por entre las rocas, como si fuera una pista de obstáculos, ascendí por el cerro más cercano. Me encontré en la cima en un santiamén. Y una vez ahí, me maravillé con la panorámica. Frente a mí estaba la ensenada donde se emplazaba Puerto del Sol. Se vislumbraba tan sólo una parte de la ciudad, así que un impulso me llevó a querer tener un mejor ángulo de visión, y noté que en una colina cercana que se encontraba a un poco más de altura, había una enorme antena de radiofrecuencia. Sin dudarlo corrí hasta ella y en un par de minutos me encontré escalando por la antena. En varios segmentos no medí mi fuerza y deformé las vigas de metal, pero la estructura era resistente. Pronto me hallé sobre la punta, equilibrándome al principio, pero después inmóvil como una estatua. La visión fue solemne. Los cerros alrededor de la planicie costera donde se ubicaba el centro de la ciudad, estaban atestados de asentamientos urbanos, que se unían al núcleo de la ciudad por innumerables carreteras, que se me hicieron semejantes a arterias sinuosas que se abrían camino hasta un vigoroso corazón de concreto. La luminosidad fue lo que más me conmovió. El alumbrado de las calles, las luces de los edificios, los anuncios luminosos, las luces que se filtraban desde las casas y de los faros de los vehículos, todo me parecía tan nuevo y maravilloso. Mis ojos se paseaban de uno a otro lado, examinando las formas y colores, deleitándome con cada detalle. Reconocí muchos lugares, aunque no pude evocar ningún recuerdo preciso sobre ellos, sólo tenía una noción de que había estado ahí. La ciudad estaba siempre viva a esas horas, por ello se había ganado la fama de capital de la bohemia dentro del país. Seguí las luces con la vista, hasta que su brillo se reflejó en el espejo oscuro que era el mar en las noches. En las orillas del océano se entremezclaban los colores de la ciudad y de algunos barcos anclados, así como en sus adentros las pequeñas luces de botes y yates resplandecían como luciérnagas extraviadas. Me aguijoneó la idea de bajar hasta la playa, pero el fantasma de mi sed de sangre se presentó nuevamente. El escozor y el nudo en mi estómago se hicieron presentes ante la idea de presas humanas. ¡Presas!, me reproché en mi interior. Había pensado en personas como alimento. Supe entonces que la libertad que había experimentado en éste descubrimiento de mí mismo, me había conectado lo suficiente con mis instintos, como para que éste interfiriera con mi juicio. La sed me torturó una vez más, y un siseo escapó de mi boca. La fiera despertaba. En ese instante y en un intento desesperado de reemplazar aquel sentimiento, me arrojé desde el vértice de la antena. Durante la fracción de segundo que duró la caída, sentí que la sed se transformaba en desconcierto, y aproveché de recuperar el control. Mi centro de gravedad me devolvió a la verticalidad antes de tocar suelo, y mis pies se clavaron en él, resquebrajando la tierra alrededor de ellos. Funcionó. Apagué el fuego de mi garganta y reprimí mis sentimientos más primitivos. Me costó más trabajo que la vez pasada, pero lo había conseguido. Comprendí en aquel momento que el exilio era, sin dudas, la mejor decisión. Cada vez ganaba más y más terreno el deseo de alimentarme y llegaría a un punto en que no podría manejarlo, y cuando sucediera, lo mejor sería que no hubiere ningún humano cerca. Yo era ahora nitroglicerina pura transportada en un camión sin amortiguadores; mi temperamento era complejo en mi vida humana, pero ahora estaba más reactivo y a flor de piel que nunca. Mi cuerpo era indestructible y letal, y mis emociones inestables e intensas, así que si perdía el control, podría convertir Puerto del Sol en Hiroshima. Me senté en el lugar donde había aterrizado y contemplé con ansia la orilla de la ensenada. Calculé las probabilidades de encontrarme con una persona si bordeaba las colinas de la ciudad y bajaba por los acantilados de los extremos de la bahía. Con una buena velocidad y agazapándome de vez en vez, no tendría problemas de lograr mi cometido, no obstante, me intimidaba la idea de toparme de frente con una persona. Pese a mis miedos, sentía que era mi derecho ver el mar por última vez. Me lo debía. Yo no era ningún mártir y aun así había optado por proteger a la humanidad de mi propia existencia, la misma noche en que la comenzaba a entender. El otro camino era bastante más fácil y tentador, sólo era cuestión de dejarme llevar. Sin embargo, ésta era mi elección; reprimirme como un monje de monasterio por el respeto que tenía aún por la vida. Algo quedaba aún de la vieja moral humana. Convencido por mis propios argumentos, llevé a cabo mi plan. Me levanté y corrí a una velocidad moderada por entre las colinas. Saltando de roca en roca y haciendo una que otra cabriola con tal de aumentar la altura y la distancia de mis saltos, llegué hasta la parte más peligrosa de la ruta que me había planteado. Se trataba de un cerro de escasa altura, que estaba atestado de pequeñas casas de construcción ligera. No podía saltar sobre ellas ni pasar corriendo sin control, ya que se hallaban muy juntas, y yo aún no estaba seguro de manejar completamente los quiebres y curvaturas en los movimientos, necesarios para maniobrar a alta velocidad. Sabía que la noche era mi gran aliada en ésta empresa, sin su protección, sería imposible pasar desapercibido a un par de ojos curiosos. Debía moverme con rapidez sobrenatural si quería alejarme lo antes posible de ahí. Agradecí que las callejas de la población estuvieran vacías, de lo contrario mañana habría un video mío circulando por internet y siendo analizado por parasicólogos en la televisión. Crucé la población con sigilo, pasando muy cerca de algunas casas. Unos cuantos minutos más y estaría encaramado en una colina despoblada nuevamente. Acababa de pensar en ello, cuando cometí un terrible error. Mientras pasaba por entre medio de dos casas, me relajé, y por instinto inspiré por la nariz, cuestión que no había hecho desde que había pisado los márgenes de la ciudad. Penetraron por mi nariz miles de olores provenientes de la ciudad, y como una avalancha se precipitaron todas las imágenes de sus fuentes y las direcciones en que se encontraban. Mi mente trabajó como una computadora y procesó y almacenó cada uno de ellos, hasta que una esencia la sobrecargó. Perdí el control. En todas direcciones estaba ese olor atrayente, metálico y pegajoso. Sangre. Salivé al imaginarla y mi garganta escoció más que nunca. Rugí de entusiasmo y me apresté a buscar su origen. Noté que el olor se intensificaba al otro lado de las murallas de la casa que tenía en frente. Pegué mi nariz a la ventana y tuve certeza de ello. Empuñé mi mano para romper el cristal, pero cuando lo iba a hacer, escuché el llanto de un niño dentro de la casa. La luz de la habitación a donde me aprestaba a entrar, se encendió y apareció una mujer. Ella arrulló a un pequeño niño que lloraba, quizás, por un terror nocturno. Por entre las delgadas cortinas observé la escena y recordé mi niñez. Vi mi rostro en la cara de ese niño, y la cara de mi madre en el de la mujer. Me sentí tan golpeado por aquella imagen, que la miseria me empantanó. No pude moverme, y aproveché eso para dejar de respirar y recuperar terreno sobre mi cuerpo. No me quedaría esperando una revancha de mis instintos, así que salí disparado por entre las casas. Derribé unas cercas y volé las esquinas de un par de murallas. Los perros de los patios salieron huyendo, y una vez que me creyeron lejos, comenzaron a ladrar. Sin sutileza dejé atrás el villorrio, pero no me importó, estaba completamente concentrado en no dejar de correr. Hice el resto del camino en muy poco tiempo y sólo me detuve cuando estuve sobre los acantilados. Vi el mar abriéndose frente a mí y me paré casi en la orilla del risco. Escuché como las olas reventaban metros más abajo. Con la cabeza caliente aún, reflexioné sobre lo sucedido y me torturé por haber sido tan irresponsable e idiota. Maldije sobre mi existencia. No podía creer que había estado a punto de irrumpir en un cuarto y beber la sangre de un niño. Estaba tan encolerizado conmigo, que rasgué mis ropas. Sólo con las telas en las manos, tomé noción de que me habían vestido con un traje elegante para mi funeral. Me saqué los zapatos, ahora maltrechos, y los lancé lejos. Sentí el tacto sólido de las rocas bajo mis pies, pero ni el frío ni la aspereza me alcanzaron. Dejé que me dominara la cólera y le rugí al mar. Permití que el aire escapara de mi pecho frío y le diera potencia a un grito que provenía de lo más profundo de mi oscuro ser. En ese grito imprimí mi ira y frustración, mi dolor y amargura. Grité hasta que quedé vacío. Y entonces inspiré para refrescarme. Saboreé la brisa marina, húmeda y salina, con aquel aroma a algas que la caracterizaba. Entonces sentí el llamado del mar. Flexioné mis piernas y me arrojé por el acantilado. Escindí el aire y luego el agua como una navaja y a continuación nadé mar adentro como un tiburón. Después de haber nadado suficiente me dejé arrastrar a la deriva. La caída había lavado todos mis pecados, ahora dejaría que las aguas me mecieran y me despojaran de todas mis penas. Miré una vez más la ciudad cercana a las costas y luego me recosté en mi cama de agua, a deleitarme con el cielo estrellado, sin pensar en nada más que en su belleza. No sé cuánto tiempo estuve así, hipnotizado. Sólo tomé noción de ello cuando el cielo comenzó a aclarar. Mi instinto de auto preservación me hizo saber de inmediato que no era una buena idea quedarme ahí por más tiempo. Despuntaba el alba. Rechacé todas las alarmas que mi cuerpo me daba. Estaba decidido a permanecer ahí. Éste lugar sería la mejor tumba que podría tener, si el sol decidía incinerarme. Mis cenizas serían parte del mar que tanto había amado en mis tiempos como humano. El sol derrapó sus rayos por entre los cerros y la luz me dio de lleno. Tuve que reprimir la desesperación de salir huyendo de él, y permanecí estoico, con los ojos cerrados, en espera de un deseado final. Pasaron los minutos y el sol ganó terreno en el este, mas yo no conocí la destrucción. Seguía flotando en un mar que ahora era azul y verde por la luz. En aquel momento sentí como si me hubieran contado la mejor broma de mi vida, y estallé en carcajadas. Me reí a batir dientes. Pero aquella risa no era de alegría, por el contrario, me reía de mi propia desgracia. Cuando se agotó el encanto de esa risa amarga, comencé a nadar nuevamente hacia la orilla. No tardé en llegar hasta el borde costero, desierto a esas horas. Las olas no fueron un obstáculo para salir del agua como era costumbre, así que me aventuré rápidamente sobre la arena. Una vez en la playa, un objeto llamó de inmediato mi atención. Dónde terminaba la arena de la playa, se abría un estacionamiento para turistas, y en él, había un auto de color rojo. De inmediato, me prohibí inspirar como precaución. Miré desesperado en todas direcciones, pero no encontré a nadie. En el auto tampoco había vida, no se escuchaba ni siquiera una respiración en su interior. Tomé la precaución de buscar una vía de escape por si ocurría lo peor, y divisé muy cerca de ahí, la carretera por la que se abandonaba la ciudad hacia el norte. Movido por la curiosidad me apresuré hasta el auto, y estuve a su lado en un instante. Observé entonces que efectivamente no había nadie, y que la razón segura de ello, era porque tenía un neumático destrozado. Lo abandonaron, deduje. Me sentí aliviado por un momento, pero fue hasta que vislumbré mi figura en uno de los espejos del auto. Entonces tuve una revelación.
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