LA TEMPLANZA
Publicado en Dec 18, 2012
A Pepe, un amigo...
Entré en el Hotel aproximadamente a eso de las doce el día 8/8/1931, el sol aparece como protagonista, y no se necesita encender todas las luces del salón. Aún no estaba lleno, observé las sillas como seguían vestidas de blanco, atadas con un simple nudo. Sonreí por primera vez, pensé que quizás no eran apropiadas para la ocasión, se trataba de un discurso, no de una ceremonia, pero entendí que esta vez entre los espectadores abundaban las féminas: el detalle surge más insistente que en otros tipos de pláticas. El silencio surgía de manera insistente, quizás lo más valioso del momento, solo el susurro de los movimientos al quitarse el sombrero restaba valor a la nada predispuesta a llenarse de un todo. Me senté en segunda fila, desde ahí observaría el transcurso de los acontecimientos sin invadir su espacio. La vería, la oiría, la olería sin necesidad de tocarla, sería su segunda sombra. Me sentiría como la simple mirada de un verdadero amigo. Iban llegando las invitadas acompañadas de algún marido obligado y del sacerdote, no vestían sus mejores galas pero desprendían un aire de elocuencia, distinguiendo la situación a las mundanas. Habría unas cincuenta personas, y por los folletos comprendí que todas estarían informadas del "Movimiento de la Templanza" desde América. Volví a sonreír porque el imitar es una forma de alagar y, según el sujeto, se puede caer en lo ridículo. No despreciaba la inteligencia de Sabina, pero no creía que sus seguidoras pudiesen conseguir los objetivos de esta nueva lucha. Volví a sonreír cuando descubrieron las cortinas y había un cártel con su dibujo y frases feministas, sabía a quien se parecía y no era a su madre. El salón se llenó y descubrí mi nueva batalla: mi desconocida hija triunfaría en sus objetivos. Estaría a su lado, en la segunda fila, utilizando mis contactos para que todo tuviera un final feliz. Era padre de una mujer, no era la única, pero me sentí con la obligación de darle un futuro donde pudiese desarrollarse mejor, teniendo en cuenta su personalidad y su sexo. Cogí un panfleto, lo leí mientras llegaba, e imaginé cómo sería mi acercamiento. No me conocía, sabía que tuvo un padre, pero su madre y yo decidimos, por su seguridad y bienestar, que éste habría fallecido en la Gran Guerra. Sabina tenía 20 años, y hasta los 18 estuve pasando dinero a través de un familiar. Siempre la había visto de lejos, jamás la había hablado ni acariciado, había estado en la distancia, ya que mi estatus social y político no permitía tener una hija fuera del matrimonio. Fue fruto del amor y del deseo, pero en esta época el matrimonio aún seguía siendo un contrato mercantil, no una ceremonia para culminar el mayor de los sentimientos, así lo entendieron mi mujer y Ana. No mentí sobre la existencia de Sabina, ni le oculté la pasión que sentí por otra mujer, pero los privilegios que disfrutaba, le bastaron para suplir la decepción. Me consideraba un hombre leal, quizás no fiel, pero sí responsable de mis acciones, por lo que todo se aclararía cuando la madurez comprendiese la situación. Había decidido acercarme poco a poco a Sabina, que me apreciara sin saber quién soy, la ayudaría como cualquier padre, y había llegado el momento. Compartía mis inquietudes, ninguno de mis otros hijos las tenían, además de mis ojos: color caramelo con vetas verdes, y una tez blanca con pecas, de tonalidad exactamente igual a la mía; por lo que concluí que tantas cosas en común harían que tuviéramos un encuentro prometedor. Surgió de la nada, nadie se dio cuenta de su llegada hasta que dio unos golpecitos a la madera. Daba la impresión de una mujer fuerte, una mujer, que a la vez del carisma, tenía la seguridad que la belleza da en la juventud. Comenzó con las presentaciones y oí sus primeras frases como cualquier colegial su primer día de clase, con la misma expectación. Empecé a imaginar cómo me acercaría, cómo sería mi primer encuentro, en definitiva: cómo entraría en su vida sin dañar un recuerdo, quizás engrandecido por las ilusiones de no haber tenido una figura paterna. Llegó el primer aplauso y desperté, descubrí a mujeres exaltadas por una palabra "voto ", todo me pareció amenazador y a la vez una quimera: ¿un escaso número de mujeres no pretenderían silenciar a una multitud de hombres?, pero si en eso consistía la ilusión de mi hija, yo alimentaría su ego intentando conseguir lo imposible de su objetivo. Miré alrededor, quería comprobar el papel de los hombres en la sala. Todos se encontraban sentados al lado de sus mujeres, iban en pareja, no miraban al frente, sostenían el folleto en la mano y jugaban con él sin levantar la cabeza hacia la tarima. Sonreí por tercera vez, no me parecía bien tanta sonrisa en un acto serio, pero la situación hacía que saliera mi lado más humano al descubrir las inseguridades de las personas. Me disponía a girar la cabeza hacia mi hija cuando descubrí dos cuerpos rudos a un lado de la sala: altos, fuertes, con sombrero, barba de dos días y traje gris claro, era lo que demandaba la estación en la que nos encontrábamos. No me gustó lo que descubrí. Esos dos nuevos personajes, en la historia que estaba creando, no representaban ningún papel en la sala. Seguí mirando a Sabina, pero no dejaba de pensar en ellos. No eran periodistas porque no cogían notas, no eran policías porque no se habían identificado, no eran maridos: les faltaban sus parejas. Empecé a imaginar cosas, pero creí que debía olvidarme de ellos, era mi primer día junto a mi hija, el primero de mi nueva existencia, y no quería que dos extraños personajes me estropearan mi día de gloria. El final llegó a la vez que los aplausos rompieron en mis oídos, me levanté junto a los demás espectadores, menos los maridos, quienes permanecían en la misma posición sumisa desde hacía una hora. Me enfadé un poco, había estado observando mi entorno, dejando de comprender lo recitado en su primer y gran discurso. Todos se levantaron y se dirigieron a otro salón del Hotel, no lo sabía pero había un pequeño aperitivo donde podría mantener la primera charla con Sabina. Allí volvió a malhumorarme los dos hombres, me precipité a su lado para poder mantener una conversación y descubrir su papel en este teatro. Me presenté, no recibí contestación. Lo que podía consistir en unos simples admiradores, surgió como algo incómodo, algo que no correspondían con los ideales de Sabina. Me despisté al entrar mi hija, el momento esperado, el momento para empezar un nuevo capítulo en mi vida. Llevaba un vestido claro, en rosa pastel, la hacía de un aspecto dulce y delicado, distanciándola de la realidad. Para mí este día consistía en el gran baile con el que se presenta a una gran dama: mi prometedora hija. El salón y la indumentaria no eran los adecuados, pero el acontecimiento tenía la misma consideración que cualquier presentación en la realeza. Era el momento de mi aproximación, había sido el Alcalde de un pueblo cercano, tenía los motivos suficientes para entablar una conversación interesante, una conversación que le llevase a contactar de un modo profesional y así crear un vinculo, transformándolo en afectivo. Me acerqué estrechando mi mano y ocultando la lisiada en la Guerra, aunque mi verdadero deseo era aproximar mi cuerpo al suyo, rodeándola con un abrazo. Fui frio, y solo la rocé con un apretón de manos y una mirada, que no supo leer. La hubiera raptado como a las restantes Sabinas, y durante ese pensamiento mis ojos reflejaron amor, admiración y ternura; mientras la indiferencia de mi hija solo intuía una presentación entre dos personas con algún objetivo común. Tuvimos unas cuantas palabras sobre el acto, volví a mentirla, no le había prestado atención por la excitación del momento, ella nunca lo sabría. Mantuvimos una conversación inteligente, conocía sus objetivos, la invité a asistir al pueblo colindante para repetir el discurso, y a la vez presentarle personas influyentes en la política, y si ella los supiese conquistar, conseguiría obtener beneficios para desarrollar su lucha. La conversación duró aproximadamente media hora, porque el tiempo en todas las épocas transcurre igual, fueron unos de los minutos más preciados en mi vida. Se despidió con otro estrechón de manos, demasiado fuerte para su aspecto delicado. Seguí apretando hasta que se deshizo de mí, extrañada de ese comportamiento, y sonreír otra vez porque imaginé que pensaría:" ¿le habría cautivado la belleza o la elocuencia?". Un pensamiento arrogante, pero se trataba de una mujer inteligente, conocía sus cualidades sin alardear. Me quedé inmóvil hasta que se apartó dándome la espalda para conversar con otros invitados, cuando la dejé de ver giré mi cuello y ahí estaban los dos, sin decir palabra, observándola en la distancia, entorpeciendo el entorno con una actitud déspota en un sitio cargado de deseos humanitarios. Me dirigí al lado de la puerta de salida, quería observar desde la distancia, y vi la escena: una muchedumbre de vestidos, manteniendo otra vez el silencio del principio, y un susurro estremecedor que se acercaba más a la apariencia de los dos desconocidos . Tomé una copa, parlotee con alguna otra mujer, sin quitar la mirada de los dos hombres que permanecían inmóviles. Me volví a despistar solo unos segundos, y en ese instante dos sombras rodearon a mi hija, y tan fugaz como el humo, se desvanecieron dejando el vestido convertido en una túnica, sin descubrir qué era lo que había sucedido. El susurro se convirtió en gritos, el salón en el juego del escondite, y el tumulto de personas alrededor de Sabina no me dejaba apreciar la silueta de mi estrella. Chillaban, y con mi copa en la mano parecía estar en otra habitación. No imaginaba nada de lo que estaba sucediendo, carecía de la intuición de la mujer, no adivinaba que las ilusiones en un futuro con el nuevo amor de mi hija se habían esfumado junto a las dos sombras. Decidí acercarme al grupo que la rodeaba, luchaba por no mirar por encima de aquellos hombros, pero sabía cual era mi deber. Con un paso pausado y extendiendo mis brazos aparté al séquito, de quien era mi princesa, y la vi. La ropa estaba pintada de rojo, y mi mente luchaba por no recordarla así, volvía a imaginar la mujer dulce con su vestido rosa, y peleaba por mantener la misma imagen de lo que fue mi hija, pero la realidad ganaba al recuerdo y en mi mente se pintó un nuevo cuadro donde el rosa se mezclo con el negro y se convirtió en rojo: en sangre!. No gesticulé, no chillé, no lloré. Solo el dolor invadió mi cuerpo y mi corazón, de una forma intensa, aguda y pinchando mi espíritu, matando todo mi sueño en solo segundos, convirtiéndome en débil, y sin luchar por ser otra cosa. Sabina había muerto, como en cualquier guerra, por el enemigo que estaba a su lado sin identificarse, acechando el descuido, esperando su envestida, poniendo su emblema en la tierra capturada por otros, y yo, su padre, había estado al lado, advirtiendo el peligro, sin hacer nada. Mi hija me había cautivado tanto que desterré cualquier señal de aviso, y cerré los ojos. Otra vez la había dejado sola en su lucha por vivir, en su constante lucha por salir adelante peleando en la vida por tener un sitio, y volvió a estar sola a pocos metros de mí, sin haberle dado opción de combatir, habiendo perdido de la única forma contra cobardes, la manera de morir sin pelear: por la sorpresa de un asesino de la esperanza. Esta vez ya no se repitió la sonrisa sino el cierre de los ojos , y vi a Sabina desde el Castillo en las zona más alta del Peñón junto al mar, diciéndome adiós con su vestido rosa, entonces sí sonreí por última vez, al observar como se mezclaba el rosa de su vestido con el blanco de la luna, para convertirse en una fresca brisa, que olí al acercarme a ella , que iba y venía con las olas, que aún me seguía cautivando, y mantenía la esperanza al intentar creer que en ese apretón de manos, por su feminidad, se hubiera dado cuenta, que en el último minuto de su vida estuve ahí: a su lado.
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