明治のロマンス (El Romance de Meiji)
Publicado en Dec 24, 2012
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Se abre un abanico y se sella el pacto. La danza comienza en medio de la desazón…
 
Se abre un abanico y se sella el pacto. La danza comienza en medio de la desazón con el inicio del koto que cuerda a cuerda, se estira y se desgasta mientras el lamento plasmado en sus notas repercute en el corazón de quien despliega una danza de emociones profundas que no logra sentir, pero a la vez se mantienen en ella, rasgando poco a poco lo que cree tener. Tras de sí, dos mujeres de semejante destino, eso piensa ahora, entonan la melodía que a ratos suena descoordinada del ritmo marcado por las cuerdas del instrumento, sin embargo, todos están embelesados observándola, sin prestar atención a lo que las otras mujeres cantan, por eso, aunque se equivocaran con una palabra o desafinaran, nadie lo notaría pues sus vistas continuarían fijas en el abanico que se abandona en el aire y vuelve a refugiarse en una fría mano de delgados dedos, sometidos al constante entrenamiento para fortalecerse. A menudo recordaba mientras ejecutaba aquel paso, los días de invierno en que se sentaba en la pasarela y miraba la nieve caer y acumularse de la misma forma en que lo hacía el dolor en su cuerpo, pero ella estaba agradecida de estar allí, frente a seres insaciables de placer estético, y no frente a otros que buscaban algo más. No obstante, mis palabras parecen haber confundido a quienes leen el relato de quien ejecuta movimientos pausados, ajenos al alma corrompida y lastimera que sonríe para sus espectadores. No, ella no es una geisha, es una mujer que se ha perdido en las cavilaciones de un violín.
 
Qué desgarrador es el sonido del violín una noche de primavera en el que el brillo de una luna amarilla opaca las blanquecinas estrellas. Parece un suceso lejano, pero sólo ocurrió hace unos meses, cuando la noche de primavera particularmente fría se erguía para esconderla de los rebeldes que la guardia nacional de la capital persiguen a diario. Las calles vacías eran el refugio perfecto para ella, quien continuó caminando, perdida por la falta de señales fáciles de hallar a la luz del sol. Atravesando puentes que propagaban el movimiento del agua a sus pies, llegó frente a un árbol embrujado al que todos le temían, y esa noche particularmente fría en la que el viento transmitía mensajes de amantes prohibidos por la promesa de la gratitud a otros, éste sopló con la intensidad del aire que se le imprime a una flauta de hermoso sonido, y los agradables pétalos del árbol embrujado impactaron los oscuros ojos de la joven. No era sin embargo, el sonido de una flauta lo que escuchó, sino el de un violín desgarrador, oculto en medio de la locura. El ritmo de la melodía era distinto al del koto, pero en ambos persistía la oscura sensación de la tristeza de quienes se han separado. Es impresionante el destino de quienes juran estar juntos a pesar de las contradicciones de la virtud que los obligan a seguir caminos distintos, y mientras ella bebía una copa de sake junto a la familia de su futuro esposo, pensaba en su futuro. Así habló con la primera mujer, la cantante Sumomo, que debido a su notoria seriedad, idéntica a la de los monjes que se niegan a los placeres, continuaba despierta y lúcida cuando otros continuaban bebiendo en medio de la alborotada celebración. Esta es su historia.
 
–Señorita Sumomo, he escuchado que usted se ha casado…–
 
–Ah, eso…– Menciona al momento en que la segunda cantante decide interpretar una nueva pieza de la shakuhachi, recibiendo los aplausos de la multitud asistente. A continuación, se dispone a hablar con seriedad y extraña sinceridad, sin alarmarse por ser demasiado habladora, pues es una situación en la que todos se liberan un poco de su propia rigurosidad.
 
»Mi historia es aburrida y digna de recibir críticas por mi conducta reprobable. Me tomaré la atribución de hablar más de la cuenta, de lo contrario quizás usted pensará que todo mi accionar se ha debido a malos entendidos, pero ciertamente la culpa ha sido mía. Comenzaré describiendo el lugar del que provienen mis padres, ellos son de Kyoto como sus padres y sus abuelos. La antigua capital del Japón es conocido por ser un valle rodeado por montañas y cruzado por dos ríos, en otoño recibe gran cantidad de turistas por sus hermosos paisajes en los que los arces se tiñen de diversas tonalidades de marrón e incluso rojo y amarillo. La luz del sol en las aguas, con la llegada del amanecer y la entrada del atardecer, opaca cualquier oscuridad, y las nubes se abren a diario para dejar ver tal brillo, no pueden evitarlo. Como usted imaginará, es un lugar idílico para vivir, pero mi padre es un samurai empobrecido y ya no teníamos como mantenernos, sólo nos quedaba el honor propio de nuestro apellido, que cualquier familia que se ha enriquecido de mala manera anhela para que la sociedad le tome estima, así que decidieron casarme. El problema de esto, es que debido a que siempre había estado en Kyoto, yo deseaba ir a otros lugares, como Edo, por lo que un día escapé. Al anochecer del nueve de noviembre, huí con dos kimonos, mi koto y un poco de dinero, lo que había conseguido en unos pequeños trabajos, todo antes de siquiera conocer a mi esposo. Fallé a mis padres, que quizá ahora han muerto por la pobreza, sumidos en la nostalgia de un pasado al que ya es imposible regresar.
 
»Ese es el comienzo de mi historia, en la que yo no pensé en mi familia ni en el honor que debí tener como la hija de un samurai. La idea de conocer otros lugares y no desposarme con cualquier hombre me guiaban a caminar a diario aunque mis sandalias se rompieron y debí continuar sin calzado, y aún cuando, en noches frías como éstas, u otras lluviosas, me encontré en la obligación de continuar, pues tenía que mantener el honor sobre mí misma, que era lo único que me quedaba. Era una vergüenza para los míos, sin embargo, para recompensarles y demostrarles que mi falta sería pagada a través de mi esfuerzo, yo caminé aunque lloviera. Por supuesto, no portaba sombrilla alguna, pues el agua es signo de purificación, y yo debía purificarme con la fría agua que caía cada noche, mientras a mi derecha el alma de un ser me seguía con su lámpara encendida, y a mi izquierda, los bandidos me acechaban.
 
»El camino a Edo es tortuoso, y caí muchas veces, haciendo que el kimono que portaba se convirtiera en un estropajo cuyo único fin es el de convertirse en un paño para encerar el suelo y las barandas, pero yo me negaba a cambiarlo por alguno de los dos que llevaba en mi espalda, esos estaban reservados para una ocasión en la que ya no fuera necesario recompensar a mis antepasados por mis faltas. Sin embargo, yo no sabía cómo pagar de otra forma que no fuera la muerte, así que iba predispuesta a conseguir un empleo con el que pudiera costear una daga que pudiera darme una muerte honrosa. Pensando como cada noche en esos asuntos, un día hallé la luz de la ciudad de Edo y entremedio de los árboles y matorrales del bosque cercano al camino, un bandido me encontró, atrapando mi cuello con su espada justo en el instante en que veía más cercano mi propio sueño. Qué vergüenza es para mí pensar que moriría antes de llegar a Edo, inundando aún más a mi familia y a mí misma en el deshonor. No es correcto que lo diga pues estoy mancillando la imagen de una persona al hacerlo, pero el bandido, un hombre de cabellos canos, moreno por el sol y sin dentadura, era repugnante. Incluso su aliento me hacía desear una muerte rápida.
 
»Bajo la luna, y ya con la clara idea de morir observando el lugar al que había deseado llegar, comencé a ser ultrajada, pero no debo dar detalles sobre un acontecimiento tan grotesco como aquel, ni quiero continuar ensuciando la imagen de un muerto. Mientras mi deshilvanado kimono iba desplazándose sobre mis hombros, el brillo dorado de la luna atravesó su garganta, y un lirio rojo cubrió mi cuerpo. Nos conocimos con el sonido del aire en nuestros oídos. Sus penetrantes ojos se clavaron en mi desnudez, a cambio yo cubría mi cuerpo con lo que pude a la vez que intentaba excusarme con los retazos de una voz temblorosa. Él fue un hombre amable pero no tenía lealtad por nadie ni nada, no respetaba a su familia y había olvidado incluso su verdadero apellido, por lo que yo sentí la necesidad de transmitir mi sufrimiento oculto tras abandonar a mis pobres padres y trabajar sólo para mí pues sabía que él no me juzgaría a diferencia del resto del mundo. Comencé a trabajar para él, le seguí a cada lugar que visitó y en invierno, regresábamos a refugiarnos en Edo, en su cas, cercano al lugar donde nos conocimos. Todos los que supieron la noticia de mi matrimonio y al oír mi historia me han juzgado como la hija que no sabe lo que es el respeto hacia los padres. Es cierto, no tengo valores para vivir como el resto, pero guardo lealtad hacia mi esposo quien salvó mi vida.
 
Tras ellas, la música de la shakuhachi continúa. Es un sonido acogedor, cálido, pero no pueden sentirlo, pues están enfrascadas en los recuerdos de la mujer, que cuenta con estoico desconsuelo cómo perdió su honor. A su lado, quien antes abría un abanico, reflexionaba sobre su actitud. ¿Había sido realmente un error? Tiempo atrás el sonido del violín la había hecho dudar también de lo que era un error y lo que correspondía a las buenas actitudes que debía mantener para con su familia, y sin embargo, se encontraba atrapada en un salón donde la música difuminaba cada centímetro de su cuerpo y su conciencia. Casi podía sentir el calor que la atrapaba entre redes de sinceridad y lealtad que deseaba deshacer como las telas de las arañas, aún si eso implicaba perder la visión. Recordó con la voz de la señorita Sumomo, que comenzaba a entonar una melodía a pedido de los asistentes, que ella había cantado hace muy poco tiempo a alguien, a ese alguien que manipulaba el violín, alguien distinto de quien sostenía la mano en ese momento. Con un sonrojo de sus mejillas, ella se apartó de ese alguien y observó el jardín expuesto por la puerta corrediza. Al compás de los sonidos, una luciérnaga daba brincos entre las hojas de los arbustos de hortensias cubiertas de rocío, como sus mejillas antes ruborizadas, y como su corazón, que, imitando al pequeño insecto, intentaba desbocarse del pecho de la joven, que se mantenía pensativa en aquella noche.
 
Una vez más, la luna iluminaba el cielo, donde las nubes intentaban opacarla, aunque ésta, más esplendorosa que nunca, incluso formaba un arco de resplandor a su alrededor. En la tierra, sin embargo, aquella luz se convertía en las oscuras formas de las sombras de dos personas que se ocultaban de los rebeldes. El ataque del Clan Satsuma sería contenido por los Shinsengumi, quienes rondaban por las calles rápidamente, impidiendo que nadie les viera, aunque ellos, esas sombras ocultas entre las ramas de un árbol, inevitablemente escuchaban los murmullos de una batalla en la que no deseaban participar.
 
–Disculpe, yo no he debido involucrarme con los rebeldes ni con los Shinsengumi, pero mientras caminaba entre las calles, ellos me vieron.
 
–Hoy hace más frío de lo usual, ¿No lo cree?
 
–Ah, sí…–
Ella se cubrió los labios y desvió la mirada. El joven de cabellos claros no parecía ser japonés pues ni siquiera parecía enfadado por su conducta, impropia en una dama, que en vez de escapar por la noche, debía mantenerse en su hogar, practicando el koto. No le quedaba duda que el sonido de su instrumento era mejor que el de las espadas.
 
–Usted… Señor… – Le dirigió una sonrisa, como si intentara calmarse sobre las ramas del árbol embrujado con la esencia del joven – Usted no es japonés, ¿No es así?
 
–Me ha descubierto… Por favor, no revele mi identidad, de lo contrario… – Se cubrió los labios sombríamente – De lo contrario me matarán.
 
La cercanía era sobrecogedora, como si el viento de primavera se hubiera convertido en una brisa de verano, imperceptible y calurosa, pero llena de los aromas propios del sol y las hojas. Ella respiró profundamente, inclinó el rostro y se dejó llevar por la melodía del violín que las espadas opacaban con el frío del metal. Hasta el amanecer, hasta que los dedos del joven perdieron toda su fuerza y los rayos del sol despertaron su verdadera identidad y los cabellos dorados, tan hermosos como esos mismos rayos, cayeron sobre su hombro derecho en el que ella se apoyaba sin reparar en su conducta. Poco le importaba que pensara, nunca más volverían a verse.
 
Los aplausos convenientes tras un digno espectáculo de la segunda mujer, interrumpieron cada uno de los recuerdos de la joven, quien suspira y se levanta con precaución, cuidando sus pasos y movimientos. De cerca alguien la vigila con ojos atenazadores, cual cuervo se tratase. Esos ojos incómodos le siguen más allá de lo que implica una mirada normal, perdiéndose en los finos dedos de la joven y en especial, en las mangas del kimono que pronto dejarán de ser largas pero que por siempre permanecerán humedecidas con el rocío de sus opacos ojos. Sabe que ella está triste, que no deseaba sellar pacto alguno y que sin embargo debía respetarlo por el bien de sus padres y el respeto hacia sus antepasados. Costaba asumir los desafíos de la vida en aquel país tan duro con quienes deseaban no seguir las reglas. Un suspiro también escapa de esa persona quien observa el cuenco relleno de licor de arroz, y de paso, sus ojos. En ellos puede ver la traición de una amistad; su mirada arrepentida buscará el perdón en una daga escondida entre sus hermosas vestimentas, esas que tuvo que conseguir para unir a las dos familias en sagrado vínculo. Bebe el contenido del cuenco y se levanta, abandona la casa y se refugia en el jardín, desde donde puede escuchar una canción. Es la joven quien canta y deleita a todos con su voz; la señorita Sumomo se encarga de tocar para ellos, animados en la celebración que se aleja conforme ella camina hacia la salida, junto al puente que divide la hermosa casa de solemne oscuridad de la luz de las avenidas donde los rebeldes huyen y desafían a la guardia nacional. El ambiente, de distintas formas, es animado en la gran casa y en la hermosa ciudad de Kyoto, pero igualmente hay quienes sufren y derraman lágrimas como los gatos maúllan en solitario.
 
–Siempre aparece cuando alguien tiene problemas, señor…–
 
–Me interesa velar por su cuidado. Esperaba que usted, al hacer los preparativos de su boda, estaría tan preocupada como yo.
 
–¿Puede tocar su violín para mí…? Siento que hoy es mi última noche.
 
Los dedos del joven se posicionan uno a uno sobre las cuerdas, ubica el instrumento sobre su cuello, ya marcado por la intensa práctica y acomoda el arco. Una nota larga que llega al pecho de la joven, quien, aún cantando, siente una presión en él y la sensación de un llanto que necesitaba escapar de su garganta. ¿Cómo podía definir ella lo que escucha si su corazón, latiendo permanentemente, no le permitía escuchar más que a sí mismo? En esa noche clara, bajo la luna llena y lejos del árbol embrujado, el violín es opacado por los rotundos latidos de quien fuera el verdugo de la joven comprometida.
 
–Ella no es su razón de ser. Usted no vive por ella y tampoco ella lo hace. Ustedes sólo viven, como debe ser.
 
–No cuestiono la razón por la que vivimos, tampoco estoy molesto. Es sólo… que yo quería permanecer a su lado un poco más.
 
–¿Sabía que usted es una persona detestable? Ya nadie cuestiona el amor, si es que alguna vez existió.
 
–Y sin embargo te sientes culpable…– dice él, al fin con menos cortesía.
 
Se trataba de su lealtad, para con ella y para sus compañeros de vida. La culpa derivaba de esa deslealtad que sólo podía remediarse por medio de la sangre. Con una limpia y brillante como la misma luna, anhelante de sangre como las cigarras que intentan aferrarse a la vida en un caluroso verano. Con la llegada del otoño, su vida es cortada por la daga. Que una noche de verano penetra en las carnes de una mente traidora. Frente a ella, conforme cierra sus ojos, aparece el árbol embrujado en que la joven, que baila una vez más en el interior de una sala, también ha sido embrujada, pero por un hechizo más doloroso y eterno, uno en que las lágrimas, no la sangre, son derramadas.
 
El tibio aire de verano agita las hojas del árbol y el cabello de una mente traicionera se desata al caer el adorno que un día había sido un regalo. No son las manos de ella las que se enfundan en el líquido carmesí; son las de él, que no teme esa deshonra.
 
–Si mis manos son ensuciadas con sangre sería indigno… vergonzoso para mi familia.
 
–No logro entender la forma de pensar de los tuyos, apenas logro entender a los míos, sin embargo puedo ver tu muerte y sentir tu sangre traspasándome, y no me asusta…–
 
–Quizás se traspase a ti mi mal karma. Es tu castigo por venir justo ahora…–
 
El koto, que ha presenciado todos los actos de esa noche, vuelve a callar. Ahora fluyen las notas del shamisen, que no intentan animar la celebración pues canta para sí mismo. Allí está, no obstante, la señora Sumomo, demostrando su capacidad como bailarina, y en la pasarela, la baranda de madera fina y pulida es la encargada de oír las indefinidas notas del shamisen tocadas por una mujer, que entabla una conversación con ella, la joven cuya vida ha quedado pactada por los celos y la ambición, por la tradición y su naturaleza.
 
–Así que finalmente te casarás. ¿Qué edad tienes? ¿Dieciséis? Ah, me parece que es una buena edad, aunque luces mayor… Tus ojos representan más edad, ¿Serán las experiencias por las que te ha tocado pasar? Sí, debe ser eso… Es triste, ¿no?
 
–Si le soy sincera, a veces… No, a diario, deseo escapar.
 
–¿Escapar? No digas eso…– Esboza una sonrisa. El shamisen se calla para observarla – Ven, te contaré una historia.
 
»Yo llevaba una vida desafortunada. Mi hermana y yo sufríamos pues nuestros padres se habían olvidado de nosotras, es difícil de explicar, así que será mejor que imagines que ellos no nos buscaban esposos ni se preocupaban de nuestro bienestar, de hecho, ellos querían vendernos. Ambas pensamos en escapar. Sabíamos que no era correcto, que teníamos que esperar que las batallas internas terminaran para que nuestros padres decidieran prestarnos un poco de atención, pero lo hicimos una noche de invierno.
 
»Nosotras vivíamos en la capital, y decidimos huir al norte, donde nadie nos buscaría. Vestíamos estropajos para que no se dieran cuenta de la posición social en la que nos encontrábamos, sin embargo, eran ropas cálidas que el invierno no podría abatir. Solíamos caminar durante el día, pues de noche los bandidos aumentaban; en esos casos, nos ocultábamos en el interior del bosque, aunque, debido a esos tropiezos, comenzamos a bajar de peso y perder belleza. ¿Sabes qué año era ése? A duras penas logro recordarlo, sólo sé que por entonces no necesitábamos una guardia especial para combatir contra clanes ajenos, y mucho menos contra extranjeros, aunque los había. Personalmente, los extranjeros me daban igual hasta que un día uno de ellos nos halló y se fijó en mi querida hermana. Tuve que ver cómo la seguía e intentaba conquistarla, mis manos estaban atadas, no podía interferir más que con mis palabras, no obstante, ella prefirió rechazarme e irse con él. Poco después apareció muerta y ultrajada en una ciudad cercana.
 
»Mis padres hasta entonces habían estado buscándonos, y los rumores de las personas los atrajeron a nosotras, bueno, a mí y al cadáver de quien había sido mi hermana. Al verme, recibí una paliza, y ya entrada la noche, un abrazo de lástima. Cuando me preguntaron qué intentábamos hacer, yo expliqué la situación, y comprendí lo equivocada que estábamos hasta ese momento, pues huíamos del calor del hogar por la ausencia del calor familiar a cambio de más frialdad, pues el exterior es cruel. Como el invierno y la lluvia de las siguientes noches, o el hedor de las carnes de mi hermana al pudrirse a mi lado, así era el exterior, y por eso, yo debía permanecer en casa, con mi familia. No niego que aquel pensamiento fuera cobarde, pero… Depender de ellos era lo único que podía hacer después del terror de ver a mi hermana en las condiciones con que me la encontré. Yo tenía que estar en casa para que extranjeros como ése no me hicieran daño.
 
»Supongo que te preguntarás lo que ocurrió conmigo una vez que volví a la lujosa casa en la capital. No hice nada que mis padres no me ordenaran. Conocí a un hombre, yo me enamoré de él, pero mis padres me recordaron mi misión en este mundo: obedecerles y respetar a nuestros antepasados, a mi hermana, así que lo dejé ir, silenciosamente desde el jardín. Él se fue atrapado en los brazos de otra mujer, alguien a quien había rescatado. Sí, como la historia de la señorita Sumomo, pero no es ella. No hubo un final feliz en esa historia, y la mía sí lo fue, pues pronto volví a conocer a otro hombre que pidió casarse conmigo. Tuvimos hijos y nunca sufrí ninguna desavenencia. Y todo por permanecer encerrada en casa… Pero sobretodo, por respetar la voluntad de quienes debía respetar. Tú tienes que hacer lo mismo.
 
–Escapar no es la solución… Así que sé fuerte y disfruta tu vida de casada.
 
Pero a ella le parecía una historia patética. Ella prefería la fortaleza de la señorita Sumomo, y para imitarla era capaz de huir junto a ese hombre, junto al violinista del árbol embrujado. Atrapada en el tormentoso anochecer de verano en el que los insectos fallecían y sus hijos prosperaban sin la seguridad de que la noche siguiente morirían también, la joven comprometida se hallaba en una red de estrellas y constelaciones que la conectaban con el destino impuesto por los seres humanos, por su propia familia, y no, como le habría gustado, por el mismo destino. La construcción de éste era fatal para sí, prefería que existiera como un ser ajeno a ella en la que no podría intervenir, y de esa forma, era seguro que no sufriría. Era el destino que debía vivir, y por ello, tenía que respetarlo. Sin embargo, debido a la construcción del destino, que como una larga torre intentaba alcanzar el cielo mismo, se aferraba a las ilusiones de la felicidad propia, sin recordar a sus antepasados que vivían iluminados entre los brazos de las deidades, a quienes debía su lealtad. Preguntarse cómo escapar de dicho camino ya pactado le resulta inútil. Abnegada, y anonadada por la mística música de sus compañeras, la señorita Sumomo y la mujer que acababa de contarle su propia historia, llamada Saeko, apoya su rostro entre sus manos, mientras que sus brazos se adormecen por el peso de su propia cabeza, que reposaba a la vez en la baranda de la pasarela de hermosa madera color caoba; Ella sabe que no tiene más solución que escapar a través de la sangre, correr de la vida material y esconderse en la vida espiritual, aún así duda. Duda por sus padres, su hermana y su fallecido hermano mayor, duda por sus abuelos y abuelas y su clan, tanto que desea que pronto llegue el festival Obon para ofrecer sus respetos. Cerró sus párpados, se trasladó al mundo donde sólo vivían ella y el joven violinista, imaginando así el futuro que podría esperarles juntos, no obstante, su mente traicionera entró a uno de los hermosos momentos sobre el árbol embrujado por la dramática melodía de la separación.
 
–A veces… a veces imagino el futuro. Pienso que será un lugar oscuro, muy distinto al que he visto durante mi infancia, que quizás… tal vez las casas dejarán de ser de madera y serán hechas de piedra como los castillos y las feas casas en la que ustedes viven… Las espadas desaparecerán y mi forma de vestir será inapropiada, pero quizás no sea tan malo.
 
Él la observó atentamente, sin separar su vista del terso rostro de su acompañante. No respondió de inmediato, sino que tomó su tiempo hasta terminar de tocar todas las escalas posibles de violín, sólo entonces inclinó el rostro pues no se atrevía a mirarla y hablar al mismo tiempo. Algo malo le ocurría después de tantos encuentros.
 
–¿Por qué imaginas que cambiar tu esencia no sería malo? A mí me agradas tal cual eres, y por lo demás… Me parece que por culpa de los europeos se ha malinterpretado la idea de que el cambio es bueno.
 
–No he pensado de esa forma. Más bien he imaginado un futuro donde no haya diferencias entre nosotros, si eso sucediera… si eso sucediera es probable que usted podría… aceptar a alguien como yo.
 
Las llamas carmesí se convierten en las azulinas alas de un ser desconocido en la faz de la tierra. Engullendo los techos y viviendas de madera y papel, destruyendo camas y los pocos objetos de los habitantes, el fuego recorre la ciudad sin alcanzar los alrededores del palacio imperial. Qué envidia sentirán quienes han perdido todo sus bienes, y qué dolor se evitan el violinista y la joven mientras se besan por primera vez. Las manos se habían rozado, sus mejillas eran acariciadas y en el cuerpo del otro siempre se encontraba el refugio de un pecho dispuesto a escuchar. El gran desastre de la antigua Heiankyo reunía séquitos de almas podridas que buscaban su lugar, mas, sin desearlo, la nueva pareja disfrutaba los cálidos vientos del oeste de una inusual época que llegaba a su fin.
 
–Cambiar el mundo es imposible… Nuestras formas de pensar y sentir son las únicas que pueden ser modificadas, si el destino lo desea, señorita Sakaguchi.
 
A veces esa noche de verano parecía cálida pero en cuanto un escalofrío recorría el largo de la espalda desnuda de la joven, se volvía fría. ¿O quizás fuera sólo parte de su imaginación? Cada noche desde la traición de su amiga se había convertido en esa asfixia y en especial aquella en la que el pacto se cerraba, el estupor crecería hasta sus últimos días. Pero ella no quería seguir el mismo camino que la mujer llamada Saeko, para quien el respeto hacia sus antepasados era mayor que el que sentía por sí misma y por su hermana. La joven comprometida, que hacía un esfuerzo por evitar las aprehensivas manos de su futuro esposo, decide sentarse frente a los pocos invitados y toma con delicadeza la shakuhachi, comprueba que su peinado no ha perdido su posición y tras entonar una canción de su propio repertorio, se excusa para abandonar aquel lugar que se ha vuelto tan desesperante. “Me siento mal”, “Esta melodía siempre me ha causado mareos, pienso que debo reposar unos minutos”, “Disculpe mi falta de educación” dice a cada persona que intenta relacionarse con ella y una vez que logra escapar entre los largos pasillos de su hogar, se recluye en el interior de su vacía habitación. Sólo allí puede cubrir sus oídos y evitar que la música llegue a ellos pues ya no lo soporta, las tortuosas notas del koto que la atan a su destino, el sonido del shamisen que tanto le recuerda su pasado y las notas de la shakuhachi, que presionan su pecho y le quitan el aire en un sentido figurativo. Sus quejidos de dolor se han convertido en la nueva música que desea. Aislada en su alcoba, sin más luz que aquella que se filtra por la puerta que no ha sido cerrada completamente, sus cabellos se sueltan con lentitud de las ataduras, hasta que el hermoso peinado diseñado sólo para ella se convierte en un manojo de pelo suelto y sus oídos vuelven a escuchar. Es un violín, la señal que tanto esperaba para huir.
 
Sin mayor deseo que el de reencontrarse con esa persona, corre a través del viejo puente, sigue por la ruta de la traición sin notar la sangre que aún fluye de su deshecho cuerpo. La melodía que grillos y cigarras producen han convertido su mirada en algo que sólo puede captar su objetivo: un árbol embrujado cuyas hojas caen al son del violín. El arco se agita en una dirección y las hojas le siguen, incluso perciben su cambio. Mientras el extranjero se ha decidido a olvidar todo con una canción que le obliga a cambiar sus acordes con veloces movimientos, ella le observa con ojos que han perdido todo brillo, abstraída ante la música. El violín sonaba con apasionada melancolía, notas largas y suaves eran seguidas por otras más breves y fuertes, era un hermoso y desgarrador sonido proveniente desde su alma, era una melodía que buscaba transmitir una vida de tristezas, con breves alegrías que desaparecían en el profundo mar. Era un nocturno de melancolías y desgracias.
 
–Señorita Kiyomi… – Los ojos del joven violinista permanecían distantes, observando el árbol y a la vez sin hacerlo. Sabía que si sus ojos se encontraban una vez más, la vida terminaría para ellos bajo la forma en que la habían conocido. No obstante, el perenne deseo de mirarla y abrazarle estaba allí, y era tan fuerte como el primer día en que ella había anunciado sus sentimientos. Podía recordarlo perfectamente, sus labios al pronunciar esas palabras, su cabello agitándose a pesar de las trabas de su peinado.
 
–Esta noche he conocido a mi futuro esposo. Nuestro encuentro había sido pospuesto en muchas ocasiones pues a mi familia le ha parecido conveniente que sólo lo conozca dos días antes para que no encuentre razones para desafiarles, pero yo… Señor, usted sabe cuál es el verdadero deseo de mi corazón.
 
–¿A pesar de todo quieres seguirme? Si fuera tú, me casaría con ese hombre y haría feliz a todos. La mejor decisión es la que menos hiera a los demás, en especial a ti, y ahora estás escogiendo el camino contrario.
 
–Estoy siendo egoísta, pero para ellos yo dejaré de existir cuando mi cuerpo quede vacío, tanto de la sangre como del respeto que debí sentir hacia mí misma el día en que le vi.
 
–Te han convertido en toda una mujer, señorita Kiyomi, por ello estás cayendo en la miseria. Estás enloqueciendo entre la disciplina y los deseos, pero… no puedo reprochártelo, es el mismo deseo que yo llevo en mi interior, así que me pregunto si esta noche la pasaremos juntos.
 
–Esta noche y todas las que vengan, señor… Al menos será mi espíritu el que te vigilará noche tras noche. Con el amanecer será el sol quien te proteja, y por las tardes serán las luciérnagas.
 
Una daga ensangrentada cae al suelo. Ambos se unen en un abrazo en el que no pueden ver sus rostros, ella se ha decidido a seguir un camino, y él la acompañará. El violín se mancha con la sangre de ambos, que caen atravesados por la espada que el joven mantenía oculta. Sus entrañas se mezclan, sus almas escapan de las carnes impuras y se mezclan en una sola al interior del árbol embrujado. Ella, que había atravesado ambos cuerpos con valentía y honor para no ensuciar el nombre de su familia, vuelve a crecer en otro cuerpo temiendo que la guardia nacional encontrará el antiguo atado a un hombre que no es su futuro esposo y que su familia le guarde rencor; él sólo muere y su alma transmigra al cuerpo vecino en el que ella se encuentra. Crecerán como hermanos, y mientras crecen un kimono blanco comienza a ensuciarse con el polvo del tiempo y un camarote de un barco en malas condiciones queda abandonado. No habrá más regresos a casa, pues ambos cuerpos abrazados quedaron atados a un árbol cuyo mayor embrujo hubo sido enamorarlos. 
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Foto del autor Camila Jara
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Miembro desde: Nov 19, 2012
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Descripción

Una historia de amor en una poca donde lo clsico choca con lo moderno. Japn se ve enfrentado a la modernidad occidental pero el matrimonio sigue siendo tan estricto como siempre. Sin embargo, el alma japonesa es poderosa.

Palabras Clave: abanico romance meiji kimono pareja rbol

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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