AYUDADITA
Publicado en Feb 11, 2013
Ambrosio Román era un indio ladino que de buenas a primeras se hizo de una gran fortuna en la región del “Chiquigüite” en el altiplano mexicano. Como el hombre nunca justificó la procedencia de su riqueza, dio motivo a los pobladores del lugar a tejer una y mil historias sobre el asunto. Quedando al final dos versiones que eran corregidas y aumentadas cada sábado en las cantinas, en cualquier conversación de comadres y en todo velorio que hubiera en los alrededores. La versión más socorrida era aquella en donde se aseguraba que el indio Ambrosio había hecho un pacto con el diablo. Decían que el señor de las tinieblas le dio al indio algunas ollas llenas de monedas de oro a cambio de su alma, por eso muchos ya lo nombraban “El Endiablado”. Todo indicaba que aquello era verdad, pues a poco de volverse rico, Ambrosio dejó de ir a la iglesia sin razón aparente para dejar de hacerlo. Un día, Ambrosio esperó hasta el atardecer con una bolsa de cuero curtido llena de billetes; cuando el padrecito Agustín Balderas estuvo solo en la iglesia, encaminó sus pasos al sagrado lugar; aprovechando las primeras sombras de la noche, trataba de pasar desapercibido a los ojos de los lugareños, pues desde que enriqueció le salieron compadrazgos hasta de debajo de las piedras. Sigilosamente llegó hasta la puerta de la parroquia, para su sorpresa estaba abierta; entró con la confianza de no estar haciendo nada malo y dirigió sus pasos a la sacristía, al llegar al traspatio encontró al padrecito Agustín chupándole el pene al Josefo, el muchachito que le servía de acólito y de sacristán. Después de la sorpresa al indio Ambrosio le salió todo lo ladino que llevaba dentro, alzando la voz le gritó al párroco mostrándole los billetes: –¡Aquí le traía al representante de Dios una ayudadita para que construyeran una nueva iglesia!, pero como está ocupado con sus porquerías, ahí luego se la daré, cuando el Altísimo le muestre una señal de haberle perdonado el pecado de pederastia– Cuentan que horas después el curita reunió a todos los círculos de oración de la comarca y les exigió que rezaran e hicieran penitencia pidiéndole a Dios una señal de perdón para él, desde entonces se le vio caminar por veredas y andurriales mirando hacia el cielo en busca de una señal de que había sido perdonado, hasta que de tanto ver directamente al astro rey se le quemaron las retinas, quedando irremediablemente ciego, cancelándose con ello la posibilidad de ver la señal del perdón a su pecado. Otra versión utilizada por la chusma para explicar la riqueza del “Endiablado”, era aquella donde se decía a media voz, casi en susurros, con el miedo de ser sorprendidos, que Ambrosio andaba metido en el narcotráfico. Hacían notar que cada quince días llegaba a su rancho una camioneta con vidrios polarizados y en algunas ocasiones el indio ladino se iba en ella y tardaba hasta una semana en regresar. Nuevamente la gente se equivocaba, pues no sabía que tiempo atrás Ambrosio empezó a sufrir de desmayos y dolores de cabeza tan intensos que los calmantes disponibles en el pueblo surtían poco efecto para aliviar el gran sufrimiento del hombre. No se enteró la gente que un día Ambrosio empeñó sus escasas propiedades para obtener los recursos necesarios para ir a la gran ciudad a someterse a una revisión médica. El enfermo así lo hizo, y lejos de sus cinco hijos que eran su única familia, fue sometido a numerosos análisis clínicos. Fue entonces, estando en una sala de espera de hospital, en medio de una de esas interminables antesalas donde lo único que se ve son rostros desconocidos mostrando el mismo desconsuelo y dolor que se está padeciendo, a Ambrosio el cuerpo le apremió a buscar pronto un sanitario. Al principio, pensó que solamente haría “de las aguas”, pero estando dentro del cubículo, los gases contenidos en el interior de su cuerpo buscaron urgentemente salida y en medio de ruidos estrepitosos escaparon al exterior “perfumando” fétidamente el ambiente, con ello le ganaron las ganas de defecar; al poco rato, además del grito de asco de un usuario que salió echando madres por la pestilencia que contaminaba el ambiente, se escuchó un prolongado suspiro de satisfacción de un cuerpo por haber liberado de una molesta carga. Hasta ahí todo iba bien, el problema se presentó cuando tuvo que limpiarse el ano, ¡no había, ni llevaba papel!, buscó con desesperación entre su ropa, estuvo tentado a limpiarse con un billete, pero desechó la idea porque la situación económica era precaria; con asco empezó a buscar papel que pudiera serle útil dentro del cesto que contenía los desechos utilizado por otras personas. Finalmente, después de embarrarse los dedos con mierda ajena, encontró una parte de periódico que no se había utilizado; al extenderlo, otro papel más pequeño cayó al suelo, Ambrosio primero se limpió, pues ya tenía las piernas acalambradas por la posición en que había estado tanto rato; luego, superado el problema de higiene levantó el otro papel, lo extendió, lo observó con detenimiento y lo guardó en la bolsa de su camisa. Al regresar a la sala de espera la recepcionista ya lo estaba voceando, entró de prisa al consultorio y ahí, sin muchos preámbulos, recibió la devastadora noticia de que padecía de cáncer y le quedaban algunos meses de vida. Las más optimistas de las expectativas le auguraban dos años de existencia, siempre y cuando se sometiera a un riguroso tratamiento de quimioterapia y radiaciones en el cráneo. Más escurrido que un perro bajo la lluvia aquel hombre abandonó el hospital, en la calle iba a buscar un auto de alquiler que lo llevara a la estación de autobuses para regresar a su tierra cuando recordó que su hijo Ramiro le pidió una revista de política que no llegaba al pueblo donde vivían, buscó un puesto de periódicos, cuando pagaba la revista se dio cuenta que también era un expendio de billetes de lotería y recordó aquel papelito rescatado de entre la mierda y buscó los resultados de fechas anteriores, ¿qué creen?, ¡claro!, le pegó al premio millonario. En los siguientes días Casimiro buscó asesoría, cobró su premio; contrató al mejor oncólogo del país y le pagó por adelantado todos sus servicios, incluidas las consultas a domicilio que le haría el especialista cada quince días, había incluido un bono especial para que el galeno le avisara cuando su final estuviera a unos días de acontecer. Al volver a su terruño no comentó ni con sus hijos todo lo que le había pasado. Se dedicó a vivir de la mejor manera que le pareció posible, les dio a sus vástagos todo lo que quisieron y les pidió que no hicieran caso de las murmuraciones de la gente del pueblo, porque su riqueza tenía un origen lícito. El mal siguió corrompiendo el cuerpo de Ambrosio, llegaron las noches que hasta el pueblo se oían los alaridos del enfermo; una parte de la población decía que el demonio atormentaba al indio ladino porque ya se lo quería llevar; otra parte de la chusma comentaba que algún capo del narcotráfico había enviado a sus emisarios a castigar al "Endiablado" por alguna tranza que les hizo. Cuando el doctor le comunicó al enfermo que el final estaba muy próximo y el tiempo que le quedaba de vida la pasaría entre terribles dolores y ningún medicamento se los podría calmar totalmente. Ambrosio con mucha labia, por separado habló con su hijo Quintín quien era el más ambicioso de sus cinco retoños; le dijo bajo juramento de secreto absoluto haber dispuesto ante notario que el hijo quien le evitara los mayores sufrimientos en sus últimos días tendría como recompensa el doble de herencia que el de sus hermanos; después de hablar con Quintín, aquella noche Ambrosio Román sonrió con ternura pues sabía muy bien que a su cachorrito le ganaría la ambición y se portaría muy bien con él. Lástima que en sus otros hijos no pudiera confiar. Ramiro el mayor andaba en la política y difícilmente comprometería su futuro de por sí incierto, para ayudarlo. Su hija Rosa Elena, por estar entretenida con los preparativos de su boda, no tendría tiempo ni interés para nada más; Bartolo era tan torpe que no se podía confiar en él. Eustaquio, el menor, era tan piadoso y se la vivía entre rezos, catecismos y cantos gregorianos; no, definitivamente ese hijo por sus creencias no le daría la ayudadita que el enfermo necesitaba. Aquella noche, antes de que le infiltraran un poderoso calmante para ayudarlo a medio dormir, se despidió de cada uno de los hijos con un beso en la frente y un guiño malicioso dirigido a Quintín y se dispuso a dormir. Algunos días después cuando el médico legista terminó la autopsia de aquel indio rico que había muerto en circunstancias extrañas, llegó a la conclusión de que había sido asesinado, lo extraordinario del asunto era que se utilizaron cinco medios distintos para matarlo. ¡Eutanasia rural!, comentaba la gente.
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LIBARDO BERNAL R.
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antonia rico mendez
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