SABROSO EQUÍVOCO
Publicado en Feb 14, 2013
¡¡Oye!!, ¡¡oye!! Oí, sin tener muy claro que fuera para a mí esa llamada de atención, pues esa voz no me sonaba de nada, pero como tampoco había mucha gente por la calle en ese momento por culpa del “tiempecíto” que hacía (yo misma, no hubiese salido de casa si no fuera porque necesitaba aquella prenda que tenia en la tintorería) levanté el paraguas y miré hacia el lugar de donde provenía la voz. -¡Oye Rita! Dijo acercándose a mí una joven con actitud muy resuelta. - Ya que te he encontrado tan a punto... Ten. Me entregó una bolsa que llevaba en la mano diciéndome: -Esto es para tu marido. Al ver mi gesto de extrañeza y antes que me diera tiempo a articular palabra alguna añadió… -Tú se la das, que él ya sabe lo que es. Aunque me resultaba una cara conocida no era capaz de ponerle nombre y, casi sin pararse, me comentó que se dirigía hacia nuestra casa a llevarle el recado, pero, que ya que la casualidad había querido que me encontrara, pues que se la diera yo. Le digo: -¿Pero, esto…? -Nada nada, tú se la das, que él ya sabe el porqué. Al escuchar esa respuesta tan categórica, cogí la bolsa y le pregunté. -Y… ¿De parte de quién le digo que es? -No hace falta que le digas nada, en cuanto vea el contenido ya sabrá quién se lo manda. Sin darme tiempo a mas explicaciones, cogió calle abajo dejándome en un mar de interrogantes. Como me picaba la curiosidad, abrí con cuidado una esquina de la bolsa en cuestión, y miré qué era lo que contenía; al arrimarla a mí, ya no tuve falta de jugar a las adivinanzas, pues de ella salía un aroma inconfundible; era un riquísimo olor a chorizos caseros, que, sumado a la hora que más o menos vendría a ser entonces (sobre las ocho de la tarde, o, mejor dicho de la noche, pues a mediados de febrero ya hacía rato que la oscuridad se había adueñado del panorama), hizo que los jugos gástricos se me pusieran en pie de guerra y que el poco tramo que quedaba por recorrer hasta llegar a casa se me hiciera eterno. Al mismo tiempo me preguntaba cuál sería el entuerto que mi Ramón le abría solucionado a esa persona, pues no era la primera vez que alguien, agradecido por que en un momento dado le había puesto a funcionar la segadora que se había atascado cuando mas falta le hacía, o, aquel otro al que el ruido de la empacadora le estaba dando que pensar, y él, consiguió que le desapareciera, o bien al que ayudó a reparar la valla que se había caído la noche anterior… En fin, que como era un “manitas” en todas esas cuestiones, era mucha la gente que echaba mano de sus habilidades, cosa que el hacía con sumo gusto, pues desde que se había jubilado, hacía poco mas de un año, no encontraba con qué llenar ese vacío de horas, que su anterior trabajo le había dejado, eso, sumado a que su pasión era andar al aire libre por los prados… Pues ya estaba el círculo completado. Y como el que no tenía vacas tenía cerdos, o gallinas, o cualquier otro animal en su granja, era raro el día que no venía con alguna vianda, cosa que yo agradecía en gran medida. ¡Anda que no había diferencia de comer huevos de esas gallinas criadas sueltas por la finca, o esa pierna del cordero que había estado todo el día correteando por el monte con los comprados en un supermercado! Pues bien, al llegar a casa encuentro a mi marido leyendo el periódico y le digo: -Ramón, ¡mira que regalo te traigo! Él, sin levantar la mirada de la sección de deportes, contestó -¡Ah!, pero… ¿Es mi cumpleaños? -¡Que no tonto!, que es que me han dado esto para ti. Entonces, levantando la vista por encima de las gafas, dirigió la mirada hacia la bolsa que le enseñaba y preguntó: -¿Y eso qué es? A lo que le contesté -¡Ah, pues tu sabrás! Él me miró muy sorprendido. -Pero… ¿Si me lo traes tú, cómo voy a saberlo yo? Entonces le conté lo que me había pasado, describiéndole a la chica en cuestión, pues como ya dije al principio yo la conocía de vista, y en ese sentido sí le podía dar algún detalle de cómo era físicamente, lo que ya no podía hacer, era decirle ni su nombre ni donde vivía y, como en cuanto me dio el recado me dejó como quien dice con la palabra en la boca, poco mas le podía explicar a mi marido. Como él seguía sin entender nada de lo que le estaba contando, yo, intentando poner un poco de lógica en todo este asunto, le dije: -A ver, haz un poco de memoria y piensa en alguien al que hayas ayudado últimamente y te haya prometido unos chorizos. A lo que seguía contestándome que no tenía ni idea, que nadie había hablado con él de ese tema; y que podía deberse a una confusión. Pero yo insistía en que no podía ser una confusión cuando ella me había llamado por mi nombre. Como él seguía en sus trece de que no tenía nada que ver con esto, decidimos dar por zanjado el asunto y esperar a ver si el tiempo lo aclaraba todo. Pasaron unas semanas y, como la cosa seguía sin dilucidarse, pensamos que había que buscar una solución. Y ¡decidimos dar buena cuenta de los chorizos, que a la sazón estaban… ¡¡Buenísimos!! La verdad es que no sentimos ningún remordimiento al comerlos, aún sabiendo que nosotros no éramos los destinatarios de aquella “delicatesen”, pero, ¡qué otra cosa podíamos hacer! El tiempo pasaba y no era cuestión de ver cómo iban perdiendo su lozanía; así que a la salud de… “No sé quién,” nos fuimos dando el festín diario, hasta no dejar más que la cuerda por donde se colgaban. Un año atrás En la Casa Taller en Castro de Vega, estaban colocando unos carteles anunciando el segundo año del curso de ebanistería que subvencionaba el Ayuntamiento, y que iba a comenzar próximamente. Todas las personas que habían asistido al primero acudieron a apuntarse. No era cuestión de perderse unos, la posibilidad de encontrar un puesto de trabajo al concluirlo, y los más, el pasar unas horas entretenidos con algo que les gustaba y a la vez les hacía sentirse activos. Las prejubilaciones por un lado, y las reconversiones por otro, habían dejado en casa, muy a su pesar, a mucha gente que aún se sentía útil. Pues bien, al realizar una actividad en grupo ( y como no todo iba a ser trabajar), por el comienzo del curso, o por el final, por el cumpleaños de alguno, o… (qué falta hacía buscar una excusa) preparaban una celebración, y ¿cuál es la mejor forma de hacerla? Pues con una merienda. Al terminar la clase, cada uno sacaba lo que había llevado para tal fin, y se ponían a dar buena cuenta de ello, y así de paso fomentar las relaciones de amistad. Fue en una de estas meriendas cuando Mercedes comentó el motivo por el cual había faltado al taller los dos últimos días. Habían estado de matanza en casa de sus padres y, aunque sentía mucho perderse las clases, no podía hacer otra cosa, pues su ayuda en esos menesteres era muy necesaria. Andrés, que no estaba muy lejos de ella, oyó la conversación e intervino diciendo: - Pues… Bien podías haber tenido el detalle de traernos la prueba de los chorizos, para que viéramos si tienes tan buena mano con la chacinería como con la talla. A lo que Mercedes le contestó que no era el momento, pues todo embutido que se precie necesita un tiempo de “curación”, pero que para la próxima vez que se reunieran ya estarían en su punto, y entonces sí que los traería. Y así, entre maderas, gubias y formones iban pasando las semanas; hasta que vieron que el curso estaba llegando a su fin, y como éste sí era un buen motivo para celebrar, fijaron un día para ello. Además, tenían que hablar de la fecha para la exposición de todos los trabajos realizados durante el año. Llegado ese día; no hace falta describir con qué alegría se volvieron a reencontrar. Volver a recordar las anécdotas vividas y que, no por repetidas dejaban de tener su gracia; algún momento de tensión… Que también los hubo, pero que supieron resolver sin que nadie se sintiera incomodado. De pronto, Andrés se percató de algo. Sí, en la mesa había muchas cosas: Tortilla, queso, empanada, bizcochos, etcétera, pero... ¿Y los chorizos? ¿Dónde están los chorizos que Mercedes había prometido en la ultima merienda? Muy decidido, se dirigió hacia ella y le preguntó: -¿No te has olvidado de algo? Ella lo miró con cara de perplejidad, pero al ver con qué “retintín” se lo decía, se echó mano a la cabeza diciendo. -¡Anda!, pues es verdad, no me he acordado de… Lo de los chorizos. A Andrés no le convenció mucho la respuesta de Mercedes y pensó que, conociéndola, ese olvido no había sido tal, aunque naturalmente se guardó muy mucho de hacer ningún comentario al respecto. Mercedes, al verse “pillada“, le dijo a Andrés que no se preocupara, que los iba a probar, que ella misma se encargaría de llevárselos a su casa en cuanto volviera del pueblo, ya que ahora su intención era ir a pasar una temporada con sus padres, y que a la vuelta sin falta se los traería. Unos meses después Ni qué decir tiene que la exposición fue todo un éxito. Durante los ocho días que duró, fue mucha la gente de Castro de Vega la que pasó por allí, alabando la paciencia de los artistas por la minuciosidad de algunos detalles y felicitando a todos en general por tan bonito trabajo. Cuando vieron que ya el último visitante se había ido, comenzaron a recoger sus pertenencias para que otras personas pudieran ocupar al año siguiente el lugar que ellos dejaban. Para entonces, era más que evidente que entre Mercedes y Andrés existía cierta tirantez, cosa que no había ocurrido durante las dos temporadas que había durado el taller. Estaban de un lado para el otro ordenando la sala… Pero a la vez mirándose con cierto recelo. Lo que sus compañeros no sabían era lo que cada uno estaba pensando del otro en ese momento. Andrés, mirándola de soslayo, diciéndose para sí: Ahí está, tan feliz, como si hubiese cumplido con la palabra dada. Y Mercedes, repitiéndose para sus adentros: Anda que no tiene delito ese hombre, después de la lata que me dio con los dichosos chorizos hasta que se los di, y ahora no es capaz de decirme si le han gustado o no. Que menos que darme las gracias, hay que ver, nunca se acaba de conocer a las personas, tan atento y correcto que parecía. En un momento dado, tuvieron que ir a ayudar a un compañero que intentaba mover un arca de grandes dimensiones sin conseguirlo, y al verse de frente, Andrés no aguantó más. Mirándole directamente a los ojos le soltó: -¡Espero que los chorizos que me ibas a dar no se te hayan estropeado! Ella, que estaba un tanto “mosqueada”, enfrentándose a él y sin atender a lo que éste decía, le espetó: Y yo, lo que no me esperaba de ti es que en todos estos días que llevamos juntos no te dignases a hacer el más mínimo comentario sobre ellos, supongo que será que no han sido de tu agrado. ¡Lo siento! pero creo que con la intención debería bastar. Andrés, que no entendía de lo que Mercedes le estaba hablando, intentó centrarse un poco y le preguntó, -Espera, ¿estás queriéndome decir que tú me has dado los chorizos? A lo que ella le contestó, -Y tú, ¿qué estas pretendiendo decir, que no te los he dado? -¡A ver, a ver!, vamos a tranquilizarnos -dijo Andrés- que por este camino no vamos a llegar a ningún sitio. Contéstame a la pregunta que te he hecho ¿estás diciéndome que tú me has dado los chorizos?, -¡Sí! te los di. Mejor dicho, se los di a tu mujer, pregúntale a ella y verás como te lo confirma. - Pero… Si mi mujer no me dijo nada de esto. - Eso es problema vuestro. Yo te puedo asegurar que en el mes de febrero me dirigía hacía tu casa a llevártelos, cuando la encontré a ella y se los di. - Y… ¿Tú estas segura de que esa persona era mi mujer? -¡Sí! Tu mujer es Rita ¿No? - Pues, sí. - Entonces pregúntale y verás. Andrés, se quedó por un momento paralizado: - ¡¡Si será (….)!! ¡Entonces, se los comió ella!. No. Pero no puede ser, no la veo capaz de hacerme una cosa así. A ver Mercedes, descríbeme cómo era “mi mujer” - Pues… Más o menos de mi estatura, morena y con el pelo corto. Recuerdo que llevaba puesta una chaqueta de cuadros marrones y… -¡Calla, no digas más! Esa no era mi mujer, ella no tiene ninguna chaqueta así, porque el marrón es un color que detesta, y siempre le oí decir, que aunque las prendas que llevaban cuadros le gustaban, jamás se pondría una que los llevase porque la harían gorda. Así que habrá que pensar, a ver a qué otra “Rita” le diste tú la bolsa. Y me parece... Que ya sé en qué manos puede estar… Por el parecido que tiene con ella. ******* - ¡Hola Ramón! ¡Anda que no tenía yo ganas de encontrarme contigo! - Hola Andrés, ¿y eso? - Pues veras, es que creo que tienes “algo” que me pertenece. - ¿Sí? ¿Y qué es? - Una bolsa con chorizos. -¡¡Anda!! ¿Así que eras tú el destinatario?. A lo que Ramón, echándole el brazo por encima del hombro a Andrés, a la vez que acompasaba su paso. Con solemnidad le dijo: - Pues, sí, amigo mío, “tenía algo” que te pertenecía a ti. ¡¡Tenía!! FIN
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