Por las caminerías pasa el sol en su sed
evaporando el agua de los bachacos.
Ilumina cadenas de pájaros
y el errático moho de la herrumbre.
Yo, camelia en mano me paseo
por las inciertas curvas de una colina.
El aire bizoño se agazapa
en los faenados manojos verdes del castaño.
Veo los frutos y las zarzas
y la forma abigarrada de los tamarindos.
Veo el riego ingénito de la llovizna
y el empeño de la abeja en procreárse.
En las luces se abisman mis ojos
y oigo con avidez los ecos de vientos ya añejos.
Los vientos se han repetido por millones de años
y transformado las rocas en espiras de polvo.
Las ondas de luz se reflejan en las piedras
como si fuesen arquetipos del espejo.
Yo descuelgo mi morral y descanso de toda apoteósis
debajo de una medular encina clara.
Leo los caminos exóticos que siguió Poirot
y cuento las leguas que le sobraron a Julio Verne.
A mi diestra hay tallos encrespados de colores
y algunos animalitos espinosos.
De mi septentrional cantimplora bebo agua
e imagino los consuelos del céfiro.
Estoy a gusto aquí entre la maraña
y doy fe de la paz en los nogales.
Quisiera escribir algo
pero me vencen la fascinación y la modorra.
Algunas alimañas guerreras
quieren apoderarse de mis vituallas.
Yo las corro con una rama fúlgida
que parece la raíz de un arcoiris.
Y sigo leyendo y estimándo a la sombra.
El cielo se hace plomizo a ratos, hay nubarrones.
Más viene el sol y aplasta sus buhardillas,
abre sus áticos, despelleja sus grises.
Y vuelve el verdor en toda su hermosura.
Cuido mi agua y mi brújula para el regreso.
Aquí no hay concurrencias ni danzones.
Sólo yo y mis íjares absolutos.