La Cadena Relampagueante Cap. 1
Publicado en Feb 22, 2013
Crónica I - Infancia
Mi nombre es Amrod Elendil, gran Maestre de la Orden de las Cadenas, una sociedad secreta, conformada por magos, espías, asesinos y mercenarios de primer nivel. Durante nuestra tradición milenaria, han caminado por nuestras filas los más notables personajes del submundo del terrorismo organizado, por lo que es mi deber, como líder y guía de la Orden, dictar al Maestro Escribano, Ingwë Elendil, todas y cada una de mis memorias, a fin de que las enseñanzas aprendidas de éstas, se preserven para las futuras generaciones. Una de las primeras memorias que quise compartir con mis hermanos, es la de una de nuestros miembros más peculiares, pues a pesar de ser un elfo como todos nosotros, fue bendecidao y maldecido con la herencia de los “Aerandir” (dotados), por lo que no es de extrañar que ella sea una exiliado dentro de los exiliados, y aún así, para la Orden, es una hermano más, unido a todos nosotros por un lazo más fuerte que el de la sangre. Lo conocí durante un crudo invierno en la región del Este, la parte más septentrional de nuestro mundo: Lemuria. Su nombre de ese entonces ya no importa, pues se ha perdido en las arenas del tiempo. Ahora se le conoce como Fëanor Silimaurë, “la Cadena Relampagueante.” Aquellos tiempos, fueron los tiempos al final del Gran Invierno. Las heladas habían matado a muchos y separado familias enteras como era el caso de Fëanor, quien tras cuidar a su madre enferma por semanas, tras una agónica pulmonía, al fin se había convencido a si mismo de que estaba tratando de alimentar un cadáver. En un principio, el chiquillo hizo lo posible por preservar el cuerpo, cubriéndolo con la nieve que recogía del exterior en una cubeta; pero cuando éste comenzó a descomponerse y a apestar, se dio cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles y que tenía que dejarla ir. Fëanor arrastró entonces el cadáver de su madre muerta y la enterró en el patio trasero de su humilde y solitaria choza, la cuál se hallaba perdida en algún lugar dentro de la foresta. Pese a que la tierra estaba congelada, el niño cavó durante varias horas, sin dar muestras de cansancio o agotamiento, hasta que se le ampollaron las manos y su sangre tiñó el mango de la herramienta. Aún entonces, su cicatrices sanaban a una velocidad mayor que las del resto, sin dejar cicatrices. Su padre se había marchado meses antes, con la esperanza de encontrar provisiones, pero nunca regresó a lado de su mujer y su pequeño niño de cabello negro. Con la paciencia de un santo, Fëanor esperó su regreso, incluso semanas después de la muerte de su madre, sobreviviendo únicamente de mazorcas secas y leche rancia. Pese a llevar un control estricto de sus alimentos, las provisiones se agotaron, por lo que la niño se vio obligado a decidir entre resignarse a su suerte y morir de hambre, o tomar las pocas monedas que aún le quedaban y caminar él solo hacia la ciudad más cercana, donde pudiese intercambiarlas por algo de comida decente. Fëanor caminó durante poco más de una semana, guareciéndose de las tormentas en cualquier recoveco, alimentándose de alimañas que podía cazar en su camino y durmiendo bajo los árboles o sobre las piedras congeladas durante la noche. Cualquiera de nosotros a esa edad, no hubiese llegado vivo al día siguiente, pero mi niño tenía algo muy especial, ¡Oh, sí! Para cuando la niño de ojos eléctricos llegó a la ciudad, se apresuró a gastar sus pocos recursos. Con sus tres monedas pudo comprar una hogaza de pan viejo y algo de queso de cabra. Una vez que los hubo consumido, se quedó aún peor que antes, pues no podía regresar a su granja y pasar por todo eso de nuevo, ni tampoco quedarse en un lugar donde la indigencia se castiga con la muerte. Sin tener realmente un plan trazado, Fëanor se vio obligada a robar. Un grupo de pillos locales, conformada por tres muchachos de la calle (Aldor, Elros y Elwë) y su “amo” Valandil, quien los manejaba, acogió a la chiquillo y le enseñaron el “arte” del carterismo, el cual aprendió con inusitada rapidez. Los días se convirtieron en semanas y meses; a lo largo de ese tiempo, el niño robó toda clase de objetos para Valandil y su pandilla, a cambio de refugio y comida. La situación hubiese seguido así, seguramente con un final trágico para él, hasta que el destino quiso que se topara conmigo. Aquel día andaba yo por el ágora de la ciudad en busca de materia prima para un conjuro que estaba elaborando, me acompañaban dos hermanos de la Orden, a manera de guardaespaldas; ambos eran expertos en el Arte de la Cadena. Me sentía confiado a su lado, y debido a la reputación de la hermandad, sabía que ningún bellaco sería tan tonto o tan incauto como para meterse con alguno de nosotros. Debí saber que eso no aplicaba a una pequeño “aerandir” ignorante. Ahora que veo la situación en retrospectiva, me hace sonreír. En fin, como estaba diciendo, mis dos hermanos y yo nos internamos en la zona más profunda de la plaza, en busca de un traficante de objetos prohibidos, quien tenía un paquete especial para mi. El pedido era de suma importancia, pues debíamos cazar a un hechicero muy poderoso, por lo que los preparativos debían ser hechos con precisión quirúrgica. Tras intercambiar el oro por el paquete, mis hermanos y yo caminamos de vuelta hacia la seguridad de la guarida, ignorantes que un par de ojillos azul eléctrico nos acechaban entre la multitud. En realidad, como mago, siempre he sido bastante cuidadoso con mis objetos personales, por lo que me sorprendió que una pequeño tuviese la celeridad para burlar mi ojo de halcón y la de mis dos hermanos. Con el valioso paquete entre las manos, Fëanor corrió esquivando con habilidad asombrosa a los peatones, quienes se quedaban tras ella profiriéndole improperios. Sin embargo, en ese momento de su tierna vida y pese a su destreza innata, el niño no era rival para miembro alguno de la Orden de la Cadena. Con presteza, uno de mis hermanos dejó salir las cadenas de su cuerpo, blandiéndolas sobre su cabeza y arrojándolas en dirección del muchachillo, en cuyas piernas se enredaron haciéndolo perder el equilibrio, mientras las rebanaba limpiamente, como si fuesen mantequilla. Fëanor cayó de bruces en medio de una calle atestada de transeúntes, gritando de agonía mientras se desangraba. Lo que pasó después, jamás lo olvidaré. Tras toda una vida en contacto con la magia, me he acostumbrado a toda clase de milagros, pero ver dos piernas regenerarse desde el tuétano del hueso en cuestión de segundos, no es uno de ellos. Tampoco lo es ver el cuerpecillo de un niño resplandecer en medio del fulgor de un relámpago que rápidamente se tornó en una violenta explosión eléctrica, en cuyo epicentro se encontraba él. El pandemónium vino después, cuando una estampida de aterrados transeúntes echó a correr lejos de ella para salvar su vida. Cabe decir que el valioso paquete que me había robado, acababa de ser destruido y yacía junto a los cadáveres calcinados de aquellos que se encontraban cerca. De no ser por nuestras habilidades, nosotros tampoco habríamos vivido para ver un milagro nacer. Nunca he visto a una muchedumbre tan enfurecida como durante el juicio de Fëanor. Desde los hombres más prominentes de la ciudad hasta las más despreciables sabandijas sociales, clamaban por la sangre de la pequeño niño, quien asustado los veía desde el banquillo de los acusados disputarse la forma en que lo ejecutarían. Me costó muchos favores el convencer a las autoridades que me entregaran al chiquillo, no sin antes, dejar caer en sus bolsillos abundante oro. Tampoco fue fácil hacerlo entrar en la Orden, pues en ese entonces aún no ostentaba yo el título de Gran Maestre, por lo que tuve que usar todas mis artimañas verbales para convencer a mis superiores de darle una oportunidad al chiquillo eléctrico. Los hermanos estaban reacios a admitir una “aerandir” entre nuestras honorables filas de rancio abolengo. Sin embargo, mi labia se impuso y el niño fue nombrada aprendiz. Pocas veces en mi vida me he sentido tan satisfecho con una decisión como con aquella, en verdad disfruté ver cómo mis hermanos cerraban el pico y agachaban la cabeza, pues sin duda, era claro que aquel niño era algo excepcional. Aún bromeo con él al respecto de que ha sido mi adquisición más valiosa y que valía cada moneda pagada por su libertad, incluso, tras hacerme perder un paquete millonario tras su “erupción”. Al llegar a la adolescencia, Fëanor se hizo merecedor de “El Tatuaje de la Rosa de Acero”, superando incluso mis expectativas. Yo mismo tracé las grecas mágicas en su espalda color leche, que la harían pertenecer a la hermandad hasta su último aliento. Aquella roseta, sería un vínculo irrompible entre su alma y la Orden de las Cadenas, pues de ella provendría la fuerza que nos caracteriza: el poder de invocar los eslabones cortantes que brotan de la piel y hieren como espadas. Cuando el otrora niño ladrona, ahora un joven mercenario, materializó por vez primera las cortantes cadenas armadas de su piel, las imbuyó también con su propia energía eléctrica. Aquel día vi nacer de nuevo un milagro, y lo llamé Fëanor Silimaurë: la Cadena Relampagueante, a quien a veces también llamo simplemente “hijo.”
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Verano Brisas
kalutavon
María de Montserrat Zenteno Palacios