Despertamos levemente, como para encarar las tareas diarias, esos cotidianos quehaceres que repetimos sin darnos cuenta, con la objetiva pretensión de ser el mismo ¨tipo¨, todos los días.

Despertamos levemente con el sol o con la luna. Y le damos a cada instante el valor de una promesa, de un anhelo siempre antedatado al tiempo que conocemos como: ¨presente¨.

Despertamos levemente y ya traemos un temor inconsciente para no desconectarnos de la ¨Matríz¨, esa modalidad dimensional que compartimos, sin saber a ciencia cierta como funciona. 

Una matriz establecida como molde a ser emulado, cada día, cada segundo en que miramos, oímos y sentimos el frío, o la dulce calidez de la carne.

Despertamos levemente y creemos que estamos despiertos. 

Pintamos colores pastel en una realidad que es la resonancia de otra realidad mucho más intensa… no sólo en los colores que nunca allí, son pasteles.

Una zona tan distinta es aquella otra realidad, de la que somos su sombra... 
Tan diferente se vive la manera en que sentimos al otro, mientras vive lo que siente... 

Y apreciamos - nunca levemente - la fraternidad de vivir en otro ¨istmo¨.

Despertamos levemente y horas después de la espada libertaria de Espartaco… ya creemos ser libres y dueños absolutos de nuestros pensamientos.

Como si supiésemos de donde vienen ellos.
Cómo si la libertad, cómo recurso, fuese el eterno flujo de un manantial santo.

Y creemos que siempre beberemos de ese flujo, de ese manantial siempre puro.

Despertamos levemente y ya creemos que es amor aquello que nos aletea en las entrañas. 

En la otra dimensión, donde verdaderamente existe la realidad ¨real¨, de la que nosotros somos tan sólo su inevitable reverberancia... en aquel otro contexto donde todo se siente tan intenso: 

El amor es un sístole y un diástole que nos columpia como niños inocentes…

En esa otra realidad, el amor es eso, nada más… y nada menos.