AL OTRO LADO DEL MAR
Publicado en Mar 09, 2013
Esperó que cayera la noche, ella sería su cómplice involuntaria. Lo acompañaban el miedo, los enloquecidos latidos de su corazón enamorado, el rumor de las olas del mar y el suave murmullo provocado por el aire al mecer las palmeras que adornaban la playa de frescas arenas, humedecidas por la marea que rompía entre sus pies, como un testigo mudo de la aventura que estaba iniciando.
Tiburcio Candela tenía meses organizando pacientemente aquel viaje. Había construido la endeble embarcación con sus propias manos; comprando, pidiendo, robando, consiguió el material que según él, sería suficiente. Fuera al costo que fuera, alcanzaría a su mulata para cumplirle como hombre lo que le prometió aquella tarde calurosa de abril, cuando en su bohío, ella por amor y sin ninguna condición le entregó apasionada todas sus primicias. Fidelia, su mulata amada, se le adelantó en la aventura gracias a la velocidad de sus piernas; un día se fue a competir al otro lado del mar y corrió por su prestigio de velocista, compitió por su felicidad, ¡corrió por su vida! y ganó el premio más grande que podía obtener: ¡La libertad! Ahora lo espera paciente en un muelle que él no conoce, pero al que arribará, apuesta su vida para lograrlo. Tiburcio Candela se hizo a la mar, sin brújula, sin sextante, ni timón; sólo dos remos que se movían al compás acelerado de los latidos de su corazón de enamorado; su rudimentaria embarcación avanzaba rompiendo las olas y con el viento de sotavento a su espalda seguía la luminosidad del faro en que se habían convertido los ojos negros de su amada. Dejaba tras de sí a su familia, sus amigos, la patria y todo lo demás, nada le importaba, sólo llegar al lado de su querida mulata. Entrada la madrugada la naturaleza intervino en el destino de Tiburcio, cuando una fuerte ventisca empezó a zarandear la endeble embarcación. Luego sobrevino la tormenta quien agitó al mar de tal manera, que las olas se convirtieron en una fuerza embravecida; la pequeña balsa ahora estaba en la cresta, luego se precipitaba al vacío. Tiburcio al ver la situación en peligro extremo, se amarró a la embarcación y le rezó a los dioses de los negros y al de los blancos y se abandonó a las fuerzas de la naturaleza. La calidez del sol del amanecer y los graznidos de las gaviotas lo volvieron a la realidad, estaba tirado boca abajo sobre las arenas de una playa que no reconocía por el aturdimiento que le provocó la noche anterior. Tiburcio Candela escupió la arena que tenía entre los labios y alzó la cabeza con dificultad. ¡Se estremeció! cuando vio frente a su cara varios pares de botas militares. Ahora Tiburcio Candela está en prisión por traidor a una revolución que nunca ha entendido, a la que no le ha pedido nada y que sin embargo, ella lo ha privado de todo, del amor, la libertad y la dignidad. Mientras al otro lado del mar, una hermosa mulata de nombre Fidelia, ahora corre tras los encantos de un hombre que la embrujó con un idioma que ni siquiera comprende y con el brillo color verde de sus ojos y de sus billetes.
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