Puedes contar conmigo
Publicado en Mar 10, 2013
Ahí estaban, sentados uno frente al otro. Un pequeño café de Madrid los rodeaba. Calles empedradas, sombrillas rojas, gente yendo y viniendo, y un cielo azul con un sol radiante. Aunque para la chica sentada en la mesa el mundo parecía no encajar con la situación que estaba pasando. Para ella, debería haber un cielo gris y negro sobre ambos. Un día sin un solo rayo de sol y con un viento frio y cortante. Así debería haber sido el día para ella pero era todo lo contrario, como si la vida se burlara de ella.
Una pareja, él y ella, sentados en el café. El mismo lugar donde se habían conocido. Donde él, sentado con su hermano, la había visto pasar. Todavía se acordaba de ese día con perfecta claridad. La vio a través de su taza de café mientras su hermano le hablaba de la casa que se había comprado para mudarse con su esposa y su hija recién nacida. Ella caminaba sola y en silencio. Mientras la gente a su alrededor se encogía de frio, ella caminaba disfrutando de él. Dejaba que el viento tirara su cabello hacia atrás y acariciara su piel. Una piel que parecía encajar perfectamente con el invierno. Blanca y firme, de apariencia tan suave y delicada como si fuera porcelana. Su pelo oscuro como la caoba, con destellos rojos con la luz del sol, se agitaba detrás de su cabeza, enredándose con la bufanda roja que también era agitada por el viento. Su rostro quedaba resaltado por su ropa. Medias negras que cubrían todas sus piernas, un tapado negro abrochado sobre su cuerpo, tapando el resto de su ropa. Y, no pudo evitar sonreír al verlo, zapatillas negras en los pies. Algo que desencajaba completamente con el resto de su ropa. En su espalda llevaba una mochila negra que parecía vacía y caminaba distraída al mundo que la rodeaba. Era ella y el mundo. Dejo de escuchar a su hermano, dejo de pensar en que debería estar estudiando, dejo de pensar en todo. En todo menos en la chica que pasaba frente a él. No tuvo que pensarlo dos veces. Quería conocerla. Tenía que conocerla. Su cabeza empezó a maquinar millones y millones de ideas para poder empezar a hablar con ella. Pero no fue necesario. El destino lo hizo todo. La bufanda de la chica se desprendió de ella y se enredó en los pies de él. Ella corrió a buscarla y él la levanto. Cuando ella llego a su lado le sonrió y él pensó que su corazón iba a pararse en ese momento. Labios rojos como si fueran de rubí, nariz recta y unos ojos color marrón como si fuera un lago de chocolate de leche. Simplemente hermosa hasta el último centímetro de piel. En el momento en que ambos agarraron la bufanda ambos sabían cómo iba a terminar todo. Ahí era donde habían empezado su viaje, juntos. Pero ahora todo se terminaba. Iban a tomar caminos separados. Y había sido decisión de él mismo. Ella sentía que el mundo se caía a pedazos. Ahí estaba su chico, el chico de la bufanda. Piel del color de la arena, un pelo rubio oscuro, ojos azules como el mar y labios pálidos. Era simplemente perfecto para ella. Y ella le había dado todo. Ahora mismo no se arrepentía, nunca lo haría, pero no podía evitar sentirse rota. Unas simples palabras provocaron que le echara sal a su café y sintiera que el mundo temblaba bajo sus pies. Él se iba, la dejaba por otra. Alguien a quien ella no conocía pero no le importaba eso. Lo único importante era que él pensaba salir de su vida. Ella sabía que no podía hacer nada, no podía pedirle que se quedase. No iba a servir de nada. Ahora solo le quedaban sus recuerdos y sus sueños. Sueños llenos de colores y de un mundo perfecto con él. Su mundo, el único lugar donde ella estaría con él ahora. Cuando él le dijo las palabras decisivas, ella solo le pidió que recordase las tardes de invierno por Madrid, las noches enteras sin dormir y el día en que ella lo había encontrado sentado en el umbral de su casa, con un gran ramo de rosas. En ese momento, ella sintió que iba a morirse de amor. Ahora todo se terminaba. Ella sentía las lágrimas en sus ojos pero no iba a dejarlas salir. Cada fibra de su cuerpo le suplicaba que suplicase, rogase, inventase mil y una razones para hacer que él que se quedara. No se iba a permitir eso. Su corazón se estaba rompiendo y su alma gritaba pero su mente estaba relajada. Solo había un pequeño deseo rondando por su mente. Un solo pensamiento. El ruego de que él recordase todo lo que ella recordaba. Esos momentos únicos que tenían. Ahora solo tenía unas palabras que decirle. Las últimas palabras y ella se levantaría, se iría y no lloraría hasta estar sola en su casa. En su casa podría soñar cuanto quisiese, podría volver a su mundo perfecto. El mundo donde ella abriría su puerta y lo vería ahí sentado. Lo dejaría pasar y se quedarían juntos para siempre. Pero así sería solo en su mundo. La vida pasaría, ella moriría de amor por él, pero él solo estaría en su mundo. Deslizo su mano de la de él. Lo hizo con gran dolor pero tenía que hacerlo. No había otra manera, no importase cuanto doliese, no importaba lo que estuviera dejando atrás. Era necesario. Se levantó del asiento, tomo sus cosas y lo miro por última vez. Ahí lo tenía, frente a él. Podría hacer tantas cosas, todo su cuerpo se lo pedía pero no le hacía caso. No valía la pena. Lo único que hizo fue inclinarse hacia su oído. No quiso tocarlo y trato de no respirar. No quería oler su perfume. Ya tendría bastante en su casa, donde todo estaba impregnado con su olor. Susurro tres palabras en su oído y se fue caminando, sin darle la oportunidad de decir nada. Eso quería ella, tener la última palabra y lo había conseguido. En todo el camino nunca miro atrás. Por mucho que quiso dar la vuelta y correr, correr como si su vida dependiese de eso, no lo hizo. Se obligó a caminar hacia el frente. No paro hasta estar dentro de su casa. Una vez ahí, cayó al suelo y puso sus manos en su estómago, el estómago que estaba ligeramente más hinchado que antes. No solo sufriría por ella, sufriría por dos personas. Él se quedó sentado en el café por un tiempo. Sufriendo en silencio. Se odiaba, odiaba cada centímetro de su cuerpo. Había tenido que hacerlo. No había otra opción. No podía, no quería, arrastrarla a la vida que él llevaría desde ese momento. Ella no merecía eso, ella merecía a un hombre de verdad. Había inventado la excusa de otra mujer porque sabía que, aunque le doliese, podría sobrevivir. Pero no había otra mujer y nunca la habría. Tuvo que mentirle, ella no podría seguirle a donde él iba. Pensó en las últimas palabras que ella le dijo. Las mismas palabras que le había dicho siempre. Palabras que sabía que eran ciertas. Palabras que a él le hubiera gustado pronunciarlas pero no podía. Porque no era así. Había arruinado la vida de los dos. Se levantó de la silla y del bolsillo de su campera saco lo único que le quedaba de ella. La bufanda roja, tenía su olor todavía. Era lo único que podría llevarse de ella a donde iba a ir. Tal vez algún día volviese a verla. No le hablaría, no se aparecería en su vida. Solo la miraría de lejos para ver que estuviese bien. “Puedes contar conmigo”. Esas habían sido sus últimas palabras. Ojala el pudiera haberle dicho que ella también podía pero no era así. Él había fallado. Ella no podría contar con él nunca.
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