Anglica
Publicado en Mar 12, 2013
El primer rayo de sol del día le pegó de lleno en el rostro por lo que Angélica despertó y se talló la cara con pereza. Aun cuando ella tenía apenas nueve años, conocía muy bien la miseria y el dolor, pues era huérfana desde los dos y comúnmente vivía en las calles de la frontera.
Abandonada por cada miembro de la familia que le quedaba, se pasaba los días a su suerte, comiendo a veces y vistiendo harapos que la gente desechaba. Otras veces, vestía de la ropa que lograba salvar durante sus recorridos diarios por los botes de basura. En ocasiones, encontraba buenas sobras comestibles: un pedazo de hamburguesa o alguna bebida de sabor sin gas. Esos eran tesoros para la pequeña, porque no siempre se podía dar ese lujo. Angélica se había establecido en los callejones del centro de la ciudad para sobrevivir. Pedía limosna y vendiendo cualquier cosa que pudiera dejarle unas monedas, aunque muchas de las veces era la policía quien se quedaba con el mayor botín. Le realizaban las preguntas de rigor por mero protocolo: “¿Dónde están tus padres?” Sabía entonces que era momento de retirarse y buscar en otro sitio. Sin embargo, con el paso del tiempo había logrado pasar desapercibida, a no llamar la atención, había logrado incluso ser parte de la misma calle. A ser sólo una sombra que nadie tomaba en cuenta. Esta forma de vida era para Angélica ya una rutina, hasta aquel día en que el dolor de su vientre se volvió incómodo y desagradable, aunque no la sorprendía, pues estaba acostumbrada a que le “gruñeran las tripas”, por lo que metió las manos a los bolsillos de su pantalón rasgado recordando la noche anterior, después de la cual no volvería a ser la misma. Se sentía diferente, pero al mismo tiempo, apretaba con fuerza un par de arrugados billetes de los que ahora era dueña. Ese dinero representaba para ella toda una fortuna. Le aseguraban una buena comida, por lo menos caliente y recién preparada, algunos días. A un par de cuadras estaba el puesto de doña Ana, la señora que vendía una sopa que no sólo le calentaba el cuerpo sino que le devolvía un poco de calor a su alma, con ese sabor familiar, pues le recordaba los días alegres como cuando tenía una casa. Se abrió paso entre los vagabundos que utilizaban ese callejón de refugio cada noche, donde el frió no era tan duro y la policía se había acostumbrado tanto a su presencia que ya no los molestaban. Caminó entre el mar de gente con mucha prisa para iniciar su jornada laboral, entre comerciantes que levantaban sus puestos y borrachos que siempre estaba ausentes del mundo. La vendedora, al verla llegar, le gritó: “¡Ahora no! Regresa más tarde para ver que me sobra”, pero Angélica no se movió. La miró serena porque por primera vez en mucho tiempo, no iba a mendigar nada y quería disfrutar ese momento. Aunque su rostro no estaba acostumbrado a demostrar felicidad. “¿Qué no escuchaste que te dije que más tarde?”, le repitió la vendedora, mientras le lanzaba un chorro de agua caliente con la cuchara. La niña lo esquivó hábilmente, experta ya, después de varias quemaduras en el pasado y mostró uno de aquellos billetes. En seguida, la expresión de doña Ana cambió y de inmediato le sirvió un enorme tazón de sopa caliente, sentándola en uno de aquellos bancos que tan prohibido tenía ocupar ya que estaban destinados “sólo para clientes. “¿De dónde sacaste el dinero?”, preguntó doña Ana, pero Angélica era de pocas palabras. Debido a su poca convivencia con las personas, había olvidado a usar la mayoría de ellas y sólo atinó a decir un nombre: Don Alberto. Ese sujeto concurría de manera frecuente a la iglesia más famosa de la ciudad, localizada en el sector que Angélica se movía. Don Alberto se acercaba a las personas que vivían en las calles y les prometía ayuda, pero siempre tomando en cuenta su propio beneficio, por lo que muchas de las veces, no les daba nada. Era común que pidiera donativos a nombre de los desamparados y sólo les compartía una pequeña parte, para después quedarse con el resto, por esa razón, los vagabundos que ya lo conocían, terminaron evitándolo e ignorando sus palabras. Incluso, una vez Don Alberto y otras personas llevaron a Angélica a una casa de asistencia, un lugar donde le dijeron que tendría todo el amor y tres comidas al día, pero luego de sufrir maltratos, golpes e insultos, prefirió huir y volver al su verdadero hogar: las calles. “Ten mucho cuidado con Don Alberto. Es un hombre malo, busca niñas pequeñas como tú para hacer cosas malas. Es mejor que no te le acerques y no creas nada de lo que te diga”, le dijo doña Ana y se retiró a atender los otros clientes. Entusiasmada, Angélica terminó su sopa y sintió lo que era tener el estómago lleno, después de varios meses, tal vez más. Esa sensación de vacío se había ido y todo gracias a Don Alberto. No podía creer que él fuera malo, pero también era cierto que tenía que guardar el secreto y que nadie debía enterarse de lo que había pasado la noche anterior. Qué tal si alguien más quería el puesto que se había ganado y podía permitirlo. Un día antes, Don Alberto la había llevado a su departamento, mientras su esposa se encontraba en el trabajo. La acarició en todo el cuerpo. Eso lo tenía en su memoria con claridad. Después bloqueó su mente y lo demás es un recuerdo borroso que es preferible dejarlo al olvido, sin embargo, gracias a eso, Angélica tenía una comida por la mañana. No eran sobras ni restos que recogía de la basura en mal estado. Dos o tres lunas después, aún le quedaban un billete y unas cuantas monedas. Tal vez en la tarde se daría otra buena comida o esperaría a mañana. Estaba indecisa. Pensaba en comprase alguna golosina, pero no sabía. Para ese entonces no importaba lo que los demás dijeran ni lo que los otros vagabundos pensaran ni tampoco las advertencias de doña Ana. Entonces se decidió. Se repitió a sí misma “Don Alberto es bueno” y tal como él se lo había pedido, iría de nuevo esa tarde a su departamento. Pensó en arreglarse el cabello, para parecerse a las mujeres grandes y bonitas. Sería una niña buena que obedece en todo y no cuenta nada, como le dijo el pederasta el día que yació con ella. Ese día Angélica se sintió feliz, pues al fin había encontrado un ángel que cuidara de ella.
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