El Huacal
Publicado en Mar 12, 2013
Elotes hervidos, fruta jugosa, chiles secos, cadáveres marinos, carne deshidratada y sudor humano, son los ingredientes del caldo aromático de recepción. Faltaba el oxigeno y el calor asfixiaba. El mercado bufaba y sollozaba, como los animales convictos en el rastro, mientras arriban los camiones de redilas para desembarcar, seguidos por perros amorosos, y ratas desesperanzadas. Ya desde la oscuridad del amanecer, las naves del mercado, huelen a sangre tibia. La muerte danza con la vida, y las reses destripadas, desfilan como streepers en pasarela, los pollos decapitados y calladitos, se entregan por toneladas, los camioneros apilan las cajas con pescado frío, una sobre otra, como los ataúdes de un cementerio marino. La clientela serpentea a través del comercio, vocifera, acapara, selecciona y califica los frutos, las carnes y los vegetales, que los marchantes comercian. En el puesto de las legumbres, atendía una verdulera gorda, chichona, y muy tenaz, vendía plátano macho, mango petacón, naranjas de Ecatepec y chiles secos, con tonos que iban desde el ocre Prusia, hasta el humo óxido. Chile morita, pasilla, chile ancho, estragón, chile manzano y piquín. Pero su orgullo eran los acociles enchilados con limón, los preparaba tres veces a la semana y ése día sólo le restaba un cuarto, y por ser domingo de resurrección, era factible vender un kilo o más., así que la gorda muy confiada hizo cuentas en su mente, y allí, complacidos, le sonreían sus acreedores recibiendo el pago de sus manos. Se desató el reboso con el que llevaba a su hijo en la espalda, envolvió al niño y lo acomodo en un huacal. Pensaba sólo en atravesar la calle y comprarle al camionero que viene de Hidalgo, los acociles. No más de ochenta pasos tendría que caminar de ida y otros de vuelta, y no había dado todavía tres, cuando la aventaron con fuerza y enojo. Cayó de cara y la patearon dos mujeres más gordas que ella en el estómago. ¡Por puta!, Fue la última frase oyó la verdulera. Después todo era risas y luces estroboscópicas, quedó un estado semiconsciente que terminó por fulminarla. Su dinero voló con su conciencia, las monedas cayeron al piso, y la mujer se vomitó -Setenta pesos en monedas de cinco, un tesoro- Se decía el organillero que levantaba las que podía, al tiempo que hacia sonar su instrumento. Con el vestido en la cabeza y las piernas acalambradas, inconciente, enredada entre sus años y sus kilos, la tragedia de la verdulera, pasó de ser espectáculo a molestia y finalmente, la indiferencia de la ciudad la dejó morir de asfixia. El mercado estridente por naturaleza, lucia además, alborotado y jarioso, los perros ladraban, las ratas acechaban, los gatos huían, y las cucarachas volaban. El forense llegó para declarar oficialmente muerta a la occisa, se llevaron el cuerpo, y el festivo operar del mercado volvió a la calma. Se aplanaban bisteces, se pelaban nopales, y se desgranaban mazorcas en medio de gritos, consignas y pregones, el pescado muerto de frío nadaba en el hielo, los pollos soñaban con su cabeza, mientras el sol caía radiante, sobre los cargadores y los marchantes. En el puesto de las flores una abeja saltaba entre alehelis y rododendros, y en el puesto de ultramarinos, las moscas se amaban entre botellas de jarabe de tamarindo y guanábana, zumbaban entre las cubetas de mole rojo y adobo, anunciando el cierre del comercio. Las despensas quedaron surtidas, los empaques embalados, las ventas pagadas, y el mercado se desvaneció con la tarde. Dejando basura para las ratas, hambre para los perros, gatos para la noche, y en un huacal, un niño para la calle.
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kalutavon
Saít Rodríguez
Saludos.