EL MANDATO
Publicado en Mar 14, 2013
Hace mucho tiempo, antes de que el propio hombre aprendiera a medirlo y mucho antes que el monje Dionisio el Exiguo comenzara a contar los años hacia adelante o hacia atrás a partir del nacimiento de Cristo, probablemente en las extensas planicies asiáticas, durante los primeros días de su vida sedentaria, nuestro más lejano antecesor se vio en la necesidad de decidir cuándo convenía sembrar y cosechar los productos de la tierra. Tal vez durante esas prolongadas soledades en aquellas grandes extensiones, aquel hombre intuyó al observar el cielo y los cuerpos celestes, que éstos influían en la vida terrestre y adelantándose milenios a la Ley de Correspondencia del “Tres veces grande”, comprendió que lo que sucede arriba desencadena efectos aquí abajo.
Así, la práctica de observar e interpretar el firmamento y sus cuerpos se diseminó por todos los confines del planeta; los hipócritas y fementidos utilizaron los conocimientos de los astros para revestir sus religiones o crear mitología; los embaucadores tendenciosos y agoreros desarrollaron el arte de leer la influencia de los astros en los asuntos humanos y surgió la astrología; mientras que los hombres progresistas y de talento iniciaron la astronomía. Se dice también, que mucho antes de que esto sucediera, se extendió una tradición oral que dice lo siguiente: En un principio el Creador creó los cielos y la tierra, luego el Verbo divino se expresó y dijo: “HÁGASE LA LUZ”, después, durante el tercer día de la creación, por la potestad en que estaba investido ordenó: “Llegue a haber lumbreras en la expansión de los cielos para hacer una división entre el día y la noche…” Luego de concluida la única y gran creación, el Creador, contemplando con gozo los astros luminosos del firmamento estableció: “Que todas las estrellas de todas las galaxias del espacio infinito sean desde ahora como mis ministros, para que en mi representación y para siempre irradien su luminosidad sobre los seres que he creado, para que despierten la curiosidad de aquellos los elegidos de mi creación y que éstos al levantar la mirada hacia el firmamento aprecien su grandiosidad y al menos accedan a una chispa de la conciencia universal…” “Dispongo también –dijo– que estos ministros estelares con su mecánica celeste, sean por siempre motivo de inspiración, de estudio y conocimiento de la naturaleza y su procesión en la cartografía astronómica sea el indicador de los tiempos propicios para el reposo, el trabajo y la recreación de mi obra…” Después de algunos instantes, cuya duración resulta imposible de cuantificar, porque los tiempos del Creador no son los tiempos de hombre, continuó diciendo: “Es mi voluntad que esos cuerpos celestes cuya cabellera resplandece en el firmamento y que son los vagabundos del cielo, se constituyan desde ahora como los embajadores de esta galaxia, para que lleven entre los polvos interestelares de su cauda, un mensaje a todos los confines del universo y retornen luego de cumplida su misión a este sistema solar; para que a su paso se puedan evidenciar y desenmascarar aquellas criaturas ignorantes y fanáticas quienes se aterrorizarán con su cercanía. Han de volver los cometas y pondrán al descubierto a los hipócritas y malvados que quemarán incienso y elevarán plegarias clamando protección ante su proximidad, temerosos de que su presencia sea una señal del castigo a sus falacias. Sirva su retorno también para que los hombres de genio, inspiración y talento encuentren un pretexto para recrear mi obra…” Así habló el Creador y su mandato quedó plasmado en el mapa celeste hasta el final de los tiempos para el asombro e inspiración de los hombres. Luego vinieron los hombres-genio, los Tolomeo, Tycho Brahe, Copernico, Kepler, Laplace, Newton y Galileo a recrear la obra celeste y acercar al género humano a la verdad del universo que por milenios estuvo sojuzgada por el fanatismo perverso de la religión. ¡Y se hizo la luz en el conocimiento de los hombres! Empezaron a disiparse las tinieblas de la ignorancia y fue puesta al descubierto la perversidad y la hipocresía de los ministros del culto religioso, porque arriba las lumbreras celestes irradiaban su magnífica luz, mientras que aquí abajo ¡brilla con intensidad el intelecto del hombre!
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LUMA54
Gracias por compartir tu relato, muy interesante , por cierto.
Abrazo
L B R.
Susana Padilla
kalutavon