Aún hay luz jugando entre la tela de las cortinas, llámandome. Cinco, quizás seis de la tarde, aún a tiempo para ir al bar. No quiero levantarme, me sienta mejor la resaca en la oscuridad y el sopor de mi habitación. Me cuesta renunciar a la confunsión del estado aquel, donde no sabes si estás dormido o despierto, cuando parece que has dormido por días, por semanas tal vez. Enredo las frazadas en mi cuerpo y lucho un rato contra las naúseas, todo en vano, tengo que despertar.  
Mi pie descalzo desciende hacia la alfombra y siento algo húmedo, glutionoso bajo mi piel. No me sorprende, ya ni siquiera me asquea, vomito al pie de la cama, expulsado hace apenas unas horas de mi cuerpo. El aroma a comida a medio digerir y alcohol inunda la pieza. Me digo de nuevo que mañana dejaré de beber.
Como puedo, dando traspies y batallando con el vértigo me arrastro hacia el cuarto de baño. Frente a mi están los restos del naufragio, una sombra de aquella chica sonriente que nunca desee ser. Ojeras, lapiz labial sobre las mejillas, maquillaje deformando mi rostro, algún golpe de desconocida procedencia, vestigios de los falsos y efímeros amores que se pasan por mi cama alguna noche. Estoy bien, después de todo aún vivo.
Una ducha rápida, cierro los ojos para apagar los recuerdos y me dejo seducir por la calma sanadora del agua acariciando mi piel.  El vestido rosa que me va bien sirve para vestirme hoy, igual que ayer, antier y no sé cuantos días más. Una última mirada al espejo y me sonrío al recordar que hace mucho nadie repara en mi mirada rota. No estoy loca, pero rió conmigo misma como si lo estuviera.
Me aventuro al fin a las calles naranjadas, empapadas por el misticismo del atardecer, esperando que la noche me sorprenda de nuevo y una de mis mil máscaras me consiga tragos hasta la madrugada. Y miro al cielo, para que sepas que aún pienso en ti, te pido no me juzgues y susurro que te amo, y que muy pronto mi bien, estaré contigo nuevamente.