Una llamarada en el desierto
Publicado en Mar 20, 2013
Una llamarada en el desierto
Yebala, Marruecos, 1912. Silencio en las dunas lejanas. La memoria del viento acaricia los lomos del desierto. Con sus alas esparce minúsculos diamantes dorados sobre las estribaciones del Rif. El sol muere en la melancolía de un nay desconocido. Ahmed Al-Raisuni se inclina dispuesto a la oración. Posa su frente y besa el suelo magrebí donde lloró por vez primera. Altivo como un águila observa la quietud de las montañas. Fortines españoles se alzan a lo lejos, mancillando el orgullo del horizonte bereber. Como sierpe, se filtra entre las sombras, agudo, fatal y silencioso, hacia las tiendas. En alguna cueva ignota, sus hombres aguardan; silentes, impasibles, como si el odio se hubiera apoderado de sus almas. Esperan la señal con estoicismo, con la bravura contenida en la mirada, que se desatará sobre las tierras ocupadas. Matarán o morirán en la emboscada. Es la voluntad de Alá. Inexorable, la noche cae desperdigando astros sobre las colinas. Gritos de odio se incendian en la oscuridad. La sangre morada quema la arena. Silbidos de metal rabioso y ojos de fuego, glorifican la ceremonia de la muerte. El viento seco aletea en los cáñamos rotos de las tiendas. El campamento es un punto perdido en la negrura de las montañas. Los asesinos huyen, con los cuchillos aún calientes de agonías. Una última mirada atrás. Ya sólo queda silencio y tinieblas. Por encima del velo, los ojos azules de Nazirah observan el horizonte cobrizo que se pierde. Una perezosa caravana de camellos va enlazando espejismos en la ruta interminable de la seda. Muere cada día, de a poco, tras los muros de barro ásperos e impíos. La burka amortaja su pena. Sólo sus ojos fulguran en la oscuridad, en la estrechez de una grieta donde desfilan las sombras del pasado. Las puertas del destino, la luna agonizante, evocan la memoria de su vida en Axdir. Como cristales ocultos, las lágrimas se agolpan perlándole la cara. Eslabones de plata encadenan sus tobillos frágiles, y el viento del Atlas la azota con estrellas. Se mira las manos con dedos generosos, dadores de placer en otro tiempo. Son las mismas, oferentes de amor al subrepticio amor, las que arremolinaron las doradas hebras extranjeras en una noche de pasión y de promesas incumplidas. Alguien lo supo… Alguien vino a buscarla en nombre de Al Raisuni. El extranjero agoniza en alguna prisión de Yebala. Su voz, casi inaudible, balbucea su nombre. El corazón de Nasirah se deshace como su velo al viento, que en ráfagas dolientes le trae su propio nombre. Y el desierto… Rojo de sangre, se inmola en llamaradas. 4.8.12 Maherit
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