Cerró los ojos para imaginar que era una pesadilla, que el calor entre sus piernas y las manos que la recorrían eran efectos de fantasmas que la visitaban cuando dormía.
La respiración entrecortada sobre su hombro la emborrachó y deseó perder los sentidos en la oscuridad absoluta de la habitación. Ni una luz, pensó; ni una sola posibilidad de que los reflectores los focalizaran y así los del palco de honor por fin comprendían la obra que allí se desarrollaba… todas las malditas noches.
Ella era la primera actriz, la heroína que en algún momento debía ser feliz; sólo había que esperar… El capítulo no podía durar toda la vida.
Relató  el libreto de mil maneras, pero el público tenía caretas y sólo reía. Era una tragedia y la confundían con una comedia. La acusaban de niña mentirosa y consentida.
Intentó encerrarse en el  minúsculo mundo de sábanas y hacerse pequeña, tal vez desapareciera del escenario, tal vez pudiera.  Las manos enormes en su cintura desnuda la marcaban por dentro sin rastros visibles por fuera y los jadeos en la nuca la penetraban como agujas sin anestesia.
Cuando en el lecho fue la única protagonista, decidió cambiar la escena. El telón de sus párpados cayó lentamente mientras divisaba  al público atento, poniéndose de pie.  Una última sonrisa, fuera del libreto, brotó como su sangre.
 La obra llegó a su fin y como toda heroína, por fin podía ser feliz.