Varias habitaciones  y puertas de la casa abrían sus ventanas al patio, en medio de él  el limonero, el alma y la sombra del entorno bajo sus ramas unas cuantas macetas se salvaban de los rayos del sol; creo que provocaban envidia a las que colgaban de las paredes que, a fuerza de riegos, dejaban una senda verdosa la misma que mi madre se afanaba en borrar a golpe de agua y estropajo. No hubiera sido necesario pues ese verdín entonaba con el color de la madera de las ventanas, persianas y el toldo a rayas verdes y blancas. Todo en él era verde y blanco.

 Una mesa y varias sillas daban amparo a las charlas familiares, así como a los vinos y tapas que disfrutábamos mientras las tertulias se prolongaban más y más, a veces la visita de nuestros tios daba pie a otro tema distinto. Eramos cuidadosos con esto, algunos solo se trataban en familia y, la familia, éramos solamente los que al caer la noche quedábamos de puertas para adentro. Eso acostumbraba a decir mi padre.

Al atardecer los niños eran puestos en fila, una de nosotras los enjabonaba, mientras otra dejaba correr el agua tibia de la manguera sobre sus cuerpos. La respuesta era un gran alboroto, no así cuando ellos se hacían dueños del agua y esta caía, como lluvia torrencial, sobre el corral del vecino. Cuando esto ocurría el abuelo los castigaba sellando el grifo con alambres retorcidas.

Limonero, testigo fiel de aquellas meriandas con tortillas, gazpacho, ensalada de pimientos rojos al horno, sardinas asadas... y un buen vino de pitarra, limonadas hechas con el jugo de tus frutos. Desayunos de café y mollete tostado, magdalenas caseras, desenfados almendrados, roscas fritas de semana santa.

¡Cómo recuerdo el olor de tus hojas estrujadas entre mis dedos! Testigo mudo y amoroso de la niñez de nuestros hijos, de nuestra adolescencia, juventud y madurez.

Limonero de nuetras vidas, limonero... 
 
Mariana Galan Guerrero  (Granada)