COLORES FAMILIARES
Publicado en Mar 22, 2013
El sol se coló en la habitación, con algo de pereza gatuna me acurruque bajo la tibieza de las mantas, insistente el día avanzaba y era la hora de comenzar con la diaria rutina. En la cocina me preparo un desayuno algo frugal, debía comenzar, el trabajo, que mi familia hacia unos días me había encomendado. Lentamente subí las escaleras, el olor a trementina y colores me invadieron. Algo desordenada, la buhardilla se presentó ante mis ojos con el sol entrando a raudales por los grandes ventanales. Sobre el caballete una tela blanca, esperaba ansiosa cobrar vida. Tomé entre mis manos aquella foto amarillenta por el paso de los años. Un rostro hermoso de mujer me miraba fijamente. Mi madre me la había dejado en una triste caja de zapatos llena de recuerdos; era la tía Adelaida con su pelo rubio recogido, unos pendientes de oro y esmeralda, en conjunto con un collar finamente engarzado que se adentraba atrevido al centro de su pecho. Los colores y pinceles insistían en comenzar a deslizarse por la tela, para dejar plasmada en ella su esencia. Me detuve un instante con melancolía a mi memoria acudió su historia trasmitida por la familia. Tía Adelaida era la menor de siete hermanos y su destino fue, según la costumbre, quedarse junto a su madre y prodigarle su cuidado en la ancianidad. Sus tristes ojos café miraban a la lejanía; vislumbré su amargura. Las pinceladas iban recreando su pelo, el contorno de su rostro, sus hombros, que el vestido verde como las esmeraldas dejaba al descubierto. Los colores se entremezclaban y a medida que daba forma a su figura mis pensamientos volaron a aquellos días de niña cuando visitaba a mi bisabuela: allí estaba ella, siempre en sus tacones altos, muy ataviada, esperando a su prometido, un comerciante acaudalado de la ciudad. Se habían conocido muy jóvenes, ella con apenas catorce años, el algo mayor, quedó prendado de su hermosura, fue un amor a primera vista y para siempre. Él, un caballero, solicitó a su familia visitarla en su casa y comenzaron su noviazgo. Así los días jueves acudía a ver a tía Adelaida, quien lo esperaba ansiosa.- Los años fueron pasando con la monotonía propia de las ciudades pequeñas, tía Adelaida esperaba ávida de amor, los jueves, para ver a su prometido. Sus días pasaban uno tras otro en compañía de su madre, cumpliendo con su deber, nadie cuestionaba que perdiera su juventud y sus sueños de mujer, en pos del cuidado fraternal. Cuentan que ella nunca conoció la vorágine de la pasión y que él había encontrado en una mujer mayor lo que a tía Adelaida le estaba prohibido. Ella no se enteraba o no quería enterarse, su sueño sería algún día desbordarse de pasión con quien amaba. Así lánguida y triste, transcurría su vida. Una tarde él la sorprendió con un fino estuche de terciopelo negro, al abrirlo el brillo irisado de las piedras finamente engarzadas en filigrana de oro, la deslumbraron. No era común que le hiciera obsequios, y su alegría se vio empañada por una sombra de duda. El trazo del pincel quedó por un instante suspendido en el aire, como interrogante, quería captar en la tela el alma de esa mujer que aceptó, tan sumisamente las tradiciones impuestas, con total desprendimiento.Los trazos se hicieron firmes y decididos como intentando ser la rebeldía tardía a su destino. Liberarla de sus ataduras, era su meta. Cuando su madre murió, ella contaba con casi sesenta años. Decidieron casarse por fin, tendría a su amor sólo para ella y conocería los placeres que había acallado durante tantos años. Su felicidad ya tenía fecha, todo estaba en su lugar. La tela casi terminada, había cobrado vida. Casi terminada, porque siempre, siempre hay algo más. La pintura es como un hijo, uno quiere dar esa pincelada final, que no ocurre jamás, que lo deje perfecto. En la historia de tía Adelaida también hubo algo más, dos días antes de su matrimonio, la muerte le arrebató su sueño de amor. Un jueves. Silvia Mónica Corbo
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Silvia Corbo
Mariana Galn Guerrero