Recuerdos de viaje
Publicado en Mar 22, 2013
¿Cuándo te vi por primera vez? No lo recuerdo.
Estás en mi vida desde antes de mi nacimiento. Estás en mi vida desde antes de ni concepción. Tengo tantas imágenes tuyas de tanta belleza, que no puedo precisar si eres un ángel o un hombre. Un hombre demasiado hermoso para ser terrenal, diría yo. Un señor casi etéreo de treinta y tantos años, con una vida, dos padres amargados y un tráiler. Ese tráiler. Un monstruo enorme de color rojo con negro y 18 ruedas, kilos y kilos de calcomanías con leyendas tan dispares como “Chile King” y un asiento delantero con la marca, casi imperceptible, de tu trasero, que cuando estás de viaje se estampa ahí días y noches enteras, mientras las pupilas hinchadas de tus hermosos ojos azules se fijan más allá del horizonte en la obscuridad de la noche, y tus manos, enormes, se posan en el volante, que gira y gira sin parar. En ese tráiler no sólo transportas mercancía, también recuerdos. Recuerdos de mis primeras experiencias a la luz de la luna; recuerdos de nuestro primer coito en medio de la incomodidad de la minúscula cama que había detrás de los asientos (porque, claro, la caja estaba llena de quiénsabequé ¿verdad?); recuerdos de mi ¡ay! de dolor, que sonó en medio de la oscuridad y se extendió a lo largo de la carretera, y que ahogaste con un beso tan apasionado, que el dolor se convirtió en una sensación pegajosa y caliente que me inundó completamente; recuerdos de la sangre, prueba de mi entrega, que resbaló hasta penetrar en lo más profundo de la tela de la minúscula cama, y, que al día siguiente, se manifestó en una mancha de bordes irregulares que nunca quisiste lavar (por eso nadie, excepto yo, conocía esa minúscula cama ¿verdad?) y que, con el tiempo, adquirió un color marrón tan perturbador (y más aún sabiendo que la tela de la cama era blanca) que mis reacciones a ese color (y las tuyas también) resultaron muy dispares; recuerdos, también, de nuestras caricias y juegos audaces en medio del viaje, que varias veces hicieron que te detuvieras en algún rincón despoblado para fornicar rabiosamente ahí, en los asientos, sin importarnos el calor infernal que penetraba nuestra piel desnuda o las interrupciones de los animales que, sigilosamente, se acercaban a retozar; recuerdos de nuestros amaneceres ahí, en la minúscula cama para una persona, en donde yo dormía encima de ti, entre tus brazos y el calor de tu pecho desnudo, cubierto de un bellísimo, espeso y sedoso vello rubio que besaba hasta conciliar el sueño; amaneceres bellísimos, en donde la luz del sol nos despertaba e iluminaba tu rostro, provisto de un aire tan bello a la luz del sol, que podía pasarme largos ratos quieta, sin respirar, contemplándolo, hasta que despertabas. Todos esos recuerdos los transportas en ese tráiler: en el volante, en los asientos y hasta en la minúscula cama, que quedaron penetrados de un olor a sexo imperceptible para todos, pero latente ahí, en la pequeña atmósfera, para ti y para mí; un olor enloquecedor y embriagante compuesto de nuestro placer, mi dolor (la mancha de sangre), nuestros besos, sudor, susurros, caricias y, claro, complicidad. Complicidad: ese pacto sin palabras que me hace enrojecer cada vez que te veo y, sobre todo, cada vez que veo tu tráiler, ese monstruo rojo con negro, de 18 ruedas, testigo mudo de nuestra pequeña aventura; poseedor de nuestro pequeño secreto, que no dijo nada (sabiéndolo todo) cuando mi mamá me preguntó: - ¿Te divertiste mucho con tu primo?
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