EVANESCER
Publicado en Mar 27, 2013
EVANESCER
(inspirado en un relato de Richard Matheson) María conoció a Hernán de manera fortuita en la cola del supermercado. Era un hombre atento, generoso, rubio, con grandes ojos verdes, un pequeño lunar sobre la ceja y una personalidad fuerte y definida. Había aparecido en el momento justo de su vida, cuando más necesitaba la compañía de un alma gemela, cuando la soledad más la amenazaba. Por las noches, María, rezaba rogando conocer al hombre que la sacara del tedio, que le devolviera el fuego que alguna vez había consumido sus entrañas y había acelerado su corazón. Deseaba sentirse amada, querida mas allá de sus propios merecimientos. Había sucumbido a la aventura de conocer gente en citas a ciegas arregladas por la mejor amiga que tenía, Andrea, una compañera de trabajo, con aires y pretensiones de celestina, que la había contactado con hombres que consideraba demasiado intrépidos, superficiales o poco atractivos. A veces dejaba depositada la mirada en algún joven de su edad que la cruzaba en la calle y deseaba fervientemente que la observara, que notara que ella podía ser la mujer de su vida. Cuando este se perdía en la lejanía de la distancia o desaparecía al doblar la esquina sentía una ligera angustia por la oportunidad perdida y se prometía que en la próxima ocasión le cortaría el paso de ser necesario diciéndole que él la necesitaba. A veces salía de noche, particularmente los fines de semana, y se vestía provocativamente acompañando a Andrea a recorrer bares o clubes nocturnos. Por la mañana tardía despertaba sola en la habitación de un hotel o en su casa, rumiando la decepción de no hallar a ese príncipe azul, rojo o amarillo que quizás dormía en brazos de su compañera de trabajo. Poco a poco fue perdiendo las esperanzas y se fue sintiendo cada vez mas alarmada por su fracaso virtual o real en cada una de las relaciones que emprendía. Si bien apenas contaba con treinta y cinco años, sentía que el reloj de su vida iba corriendo y las perspectivas de un horizonte dominado por la soledad y amargura iban acrecentándose a la vez que se acercaba velozmente a él. Se perdía en laberínticas páginas publicadas en la Internet y buscaba durante horas entre posibles candidatos que iba descartando a medida que se adentraba en las características publicadas y en aspiraciones por cumplir. Uno era demasiado mentiroso(sonaba demasiado encantador, ya de una manera sospechosa); otro muy apático; otro muy exigente; alguno que se había aventurado a publicar su fotografía con un grado de valentía francamente llamativa era poco agraciado. Uno por uno los iba descartando en beneficio de un modelo sumamente exigente y hasta idílico. En cierta ocasión su corazón se entusiasmó con un tal Richard que parecía nacido solo para ella y debió sucumbir al peso de la realidad, no sin sentir una profunda decepción, cuando admitió que no podía tener una relación con alguien que vivía en el estado norteamericano de Oregon. Buscaba en diversas revistas la forma más efectiva de conocer gente y cuando ya había creído perder las esperanzas se entregaba a relaciones pasajeras sin futuro que la lastimaban aún más y le hacían notar con mayor crudeza la soledad que la rodeaba. Místicamente se entregaba a una búsqueda auxiliada por santos y vírgenes que apelaran ante Dios por su necesidad de un alma gemela, de alguien que la contuviera y la amara como ella merecía. ¿O acaso no merecía conocer a alguien decente luego de haberse ocupado durante años de sus padres que habían muerto tiempo atrás comportándose valientemente ante la enfermedad de resolución inevitable con las características propias de una hija solícita y preocupada? Ella creía merecer una oportunidad. Aunque fuera una sola. Había tenido éxito en su trabajo y estaba bien considerada ante sus jefes y compañeros y con esfuerzo de hormiga había logrado mantener la propiedad de sus padres aún en tiempos económicos difíciles y acrecentado su patrimonio en el banco. Pero la soledad que se respiraba en su dormitorio era ominosa y cada noche antes de entregarse a los brazos del mórfico reino, pensaba y repensaba en el hombre ideal, en ese hombre que le entregara su vida y su amor. Rezaba por su llegada, por una señal enviada por la divinidad, una estrella fugaz al menos que le revelara que él se venía acercando poco a poco y que solo debía esperar. Gastó las cuentas de un rosario como no lo había hecho cuando la enfermedad se había llevado a sus padres y en mas de una noche se había sorprendido agotada con la garganta ardiendo por el llanto contenido, por las lágrimas que como un ácido le corroían el alma. Se le hizo un hábito reclamarle al cielo por la presencia salvadora y realizaba un pequeño ritual que consistía en encender velas en un pequeño altarcito que tenía en su dormitorio y en pasar por tres iglesias mientras se persignaba cuando volvía desde su trabajo. Confiaba ciegamente en que esa entrega podría al fin servir como pago y con eso cumplir con sus deseos y tanta era esa confianza que supo que podría finalmente hallar a esa persona especial que había nacido por y para ella. Fue esa entrega la que le dio fuerzas para despertarse cada mañana sabiendo que cada día jalonado era un escalón menos para llegar a la cima donde se cumplirían sus sueños. A veces su fe flaqueaba y se rebelaba entregándose al destino que creía estaba determinada a cumplir y recaía en brazos extraños, fríos como el hielo que en nada contribuían a calentar su corazón. Y luego volvía con mayor énfasis, casi con un fundamentalismo recalcitrante, a cumplir con los rituales que había abandonado. Si hubiera poseído un látigo y un cilicio los habría usado para expiar sus culpas. En otras ocasiones, para afirmar sus plegarias, antes de dormir y cuando la acechaban los fantasmas del desvelo, se mentalizaba imaginando a ese hombre que la rescatara del pozo donde se hallaba. Dejaba su cuerpo relajado y entrelazaba los dedos de los pies y formaba en su mente la imagen de un compañero, de un amante y de un amigo. De alguien que la amara sin condiciones. Alguien que no pudiera vivir sin su amor y sin ella. Y se dormía con esa imagen. Y como por obra y arte de un milagro, Hernán había aparecido, cuando menos lo esperaba, cuando había sentido la necesidad de comprar artículos que no eran tan necesarios, cuando ni siquiera se había arreglado y había concurrido al supermercado con ropa añosa y sin maquillaje por la perspectiva de una cercana lluvia. Y en ese instante en que estaba con la guardia baja, cuando no poseía ninguna expectativa, como pasa con las oportunidades, él apareció. Hernán parecía ser el hombre ideal. Poseía una notable agudeza, dominaba distintos temas, sabía decir lo exacto en el momento justo y callar cuando debía hacerlo, cocinaba a la perfección platos de orígenes diversos (su falafel era extraordinario), y poseía un trabajo bohemio pero bien remunerado, si eso era posible. Se sorprendió cuando la invitó a tomar algo al salir del establecimiento en un barcito con la excusa de guarecerse de la lluvia torrencial que se había precipitado en ese preciso momento y que amenazaba con cerrazón. No se sorprendió al aceptar el convite. Hernán había llegado al barrio la semana pasada y aún no conocía los negocios de la zona. Estaba solo y con la cabellera mojada parecía aún más vulnerable. Pasaron toda la tarde en el bar charlando acerca de sus existencias, café de por medio, y allí María se preguntó dónde había estado toda su vida. No le prestó mucha atención a lo que decía pues se encontraba arrobada observándolo y mirando atentamente cada detalle de su rostro. Vió una gota de lluvia que pendía de un mechón de cabellos y que parecía desafiar la gravedad, una pequeña cicatriz en el pómulo producto de un accidente cuando trataba de sacar un pequeño perro caído en una alcantarilla, la perfecta simetría de su barbilla partida, la sonrisa ladeada que aumentaba su encanto, los lóbulos de sus orejas pequeños y redondeados... Creyó que se estaba enamorando y si él le hubiese propuesto ir a su departamento no habría dudado un segundo en acompañarlo. Ni siquiera le hubiera importado que fuera un asesino serial; en ese momento estaba perdida en él. Se enteró que era un pintor artístico medianamente exitoso que necesitaba un cambio de aire y había encontrado un generoso local con vivienda que había transformado en su atelier donde podía trabajar y vivir a su vez. La noche los sorprendió con los alimentos congelados ya arruinados por la interrupción de la cadena de frío y una cerrada tormenta de granizo que duró apenas unos cinco minutos, tiempo suficiente para que rompiera cristales y fuese tapa de noticias. Para María era una buena señal a pesar de todo. Hernán la acompañó hasta su casa llevando las bolsas y como si ella lo hubiera esperado le dio un suave, dulce y amoroso beso en los labios, y luego se fue prometiéndole llamarla. María se sintió mal. Sentía que al dejarlo ir ya no volvería a verlo jamás. Sentía que todo había sido un error del destino, una macabra broma llegada en medio de su soledad. Tenía que haberle invitado a quedarse a dormir, a comer, a lo que quisiera pues en cuanto notase lo tan poca cosa que era, jamás volvería a cometer el error de charlar con ella, de tomar un café o de besarla en la boca. Llevó sus cosas hasta el departamento y hasta la cocina. Allí sonó entonces su celular. Atendió y era él. Su milagro hecho carne y sangre, presente para ella, para salvarla de la soledad. A través de la ventana que daba a la calle podía verlo saludarla con la mano asegurándole que pasaría por ella mañana a la noche para llevarla a cenar. ¡Dios! ¡Faltaban veinticuatro horas para volver a verlo!¿Lo lograría? Se despertó en mitad de la noche y jugueteó con los dedos de los pies contra el borde del mullido acolchado. Observó a su derecha y vio los ojos de Hernán que la observaban. -Te miraba mientras dormías... -¿Para qué? -Por nada. Es para algo que tengo en mente. María se levantó de la cama y él la acompañó. Cuando llegó al espacioso comedor halló el desayuno listo para los dos. Sirvió una humeante taza de té de menta y se lo alcanzó. Lo miró nuevamente y no pudo menos que sentirse feliz. Llevaban saliendo dos meses y ya había perdido la cuenta de las veces que había dejado su forma en la cama de dos plazas y media, sobre las sábanas de seda rosa. Lo amaba mas que a nada en el mundo hasta el punto de la necesidad. Necesitaba verlo en las mañanas antes de irse a trabajar, oírlo dejándole poemas inspirados en el celular, sintiendo su cuerpo caliente recostado al suyo en las noches de invierno. Y por eso mismo se sentía mal. Él era tan perfecto para ella como imperfecta era ella para él. No miraba su cuerpo demasiado delgado con celulitis, su cabellera enrulada y quebradiza, su ropa anticuada. Si bien dominaba a la perfección tres idiomas, su manejo de estos era tan basto que no podía recitar un poema o expresarle lo que necesitaba decirle en una lengua que le otorgara seducción y misterio. Y lo que más la desconcertaba era que a él nada de eso le importaba. Sentía siempre que él no la merecía y que alguna vez que se cansara de su compañía, notaría a otra mujer en la cola del supermercado y la olvidaría. Hernán era demasiado perfecto y eso la asustaba. Se sirvió otra taza de té mientras él se duchaba y caminó por el atelier donde tenía sus obras. Le encantaba la sensibilidad que tenía para retratar paisajes y animales. Parecían fotografías tomadas detrás de un vidrio mojado por la lluvia, que transmitían tristeza y humanidad. Pero algo brillaba por su ausencia. No había ningún retrato. La figura humana retratada en primer plano no existía. -¿Por qué no pintás retratos? -Porque no puedo darles alma. Puedo pintar edificios, jardines, animales, un paisaje bucólico... pero no puedo retratar la mirada humana. No puedo hacerla real. Los retratos que hice son como autómatas sin vida... Quizás por eso no sea buen pintor. Un buen pintor debería saber, y aún mas poder, hacer eso... pero todavía lo intento... María notó un dejo de tristeza y lo abrazó con fuerza como queriéndolo proteger. No quiso separarse de él cuando sintió sus lágrimas mojando sus hombros desnudos. Se sacaron una foto en Palermo y ella se dijo que por fin tenía una de los dos juntos. No sabía muy bien por qué él había insistido tanto en volver al departamento de ella luego del paseo. Ya casi ni iba por ahí. Y eso la descolocaba un poco. Amaba a Hernán y valoraba cada momento que habían pasado juntos, pero no quería desnudar por completo su intimidad ante él. Sentía que el hombre era demasiado perfecto para ser verdad y ella siempre se sentía en inferioridad por no poder retribuirle con justicia. Y su presencia era tan avasallante que necesitaba un espacio estéril, un lugar que fuese solo de ella, donde se pudiera sentir cómoda con sus limitaciones. Al llegar a la puerta encontró un paquete dirigido a ella. Notó enseguida que se trataba de un cuadro. -¿Es tuyo? -Abrilo y fijate. Lo llevó dentro y rasgó el papel con cuidado para no dañar la tela. Lo observó y rompió en llanto. -Fue gracias a vos que lo logré... Allí, pintado con delicadeza, casi real, como a punto de corporizarse se hallaba un retrato de ella con la cabellera despeinada, con una serenidad infinita en el rostro dormido. Lo colgó en la pared principal del living y se sentó en el sillón observándolo mientras apoyaba su cabeza en el cálido regazo de él. Hernán no se molestó cuando el río de lágrimas emocionadas mojó su ropa y su cuerpo. Sucedió una mañana. Inexplicable. Ese día supo que algo se había roto. Quizás fue un mal sueño que la siguió afectando aún despierta. Él no había hecho nada. Había sido tan encantador como siempre. Pero algo dentro de María se resintió esa mañana. Se habían vuelto casi inseparables. Iban al cine casi semanalmente, concurrían a comer afuera, paseaban tomados de la mano pateando hojas secas que crujían bajo el peso de sus pasos. A veces en la oscuridad de la noche Hernán tomaba la guitarra y rasgaba algunas notas afinadas de una canción triste y cuando ella veía eso y lo escuchaba se emocionaba hasta el llanto. Lo amaba con cada fibra de su cuerpo, respiraba por él, vibraba por él, al dormir necesitaba soñar con él para no perderlo, para seguir estando juntos en el único lugar donde no podían hacerlo. Pero esa noche no soñó con él y comprendió que una sensación de alivio reemplazaba esa pasión. Comprendió que a pesar de todo lo bueno, de todo lo maravilloso que era Hernán, estaba empezando a cansarse de tantas atenciones. Con toda su caballerosidad, con esa cortesía, esa hombría de bien, le recordaba todo lo errado que había hecho en su vida y no lo podía soportar. Cada palabra exacta que le dirigía le recordaba cuan lejos estaba ella de ese hombre maravilloso. Tan lejos como estaba un mortal de un dios. Y ella era intrínsecamente mortal. Necesitaba un respiro, una pausa en el fabuloso mundo que él le proponía. Necesitaba meter de vuelta los pies en el barro, enlodarse el alma para darse cuenta que era terrenal, que podía cometer errores y podía solucionarlos por su propia cuenta. Esa noche, de vuelta en la casa de ese ser inquietantemente magnífico, de esa deidad hecha hombre que le había dado los mejores momentos de su existencia lo vio empuñar la guitarra y se dijo que nuevamente la iba a deleitar con su perfección, que iba a restregarle en el rostro que tan bueno era él y que tan lejos estaba ella de alcanzarlo. Hernán inició una canción y sorpresivamente equivocó en un par de notas. Su voz desafinó en un pasaje. Miró la guitarra y movió la cabeza de lado a lado. ‘’Debo estar cansado’’ dijo dejando el instrumento. María supo que era humano y por dentro sintió un renacer, como quien abandona un parque de diversiones plagado de atracciones y redescubre el placer del silencio. Puso el retrato de los dos juntos en un marquito de plástico sobre su escritorio en la oficina. Todos los días lo veía y se sentía incómoda. Ya llevaban saliendo ocho meses, pero aún le costaba aceptar que ese hombre magnífico estuviera tan enamorado de ella. Se sentía tan halagada que no podía manejarlo con comodidad. Lo amaba profundamente, amaba que él la rodease de halagos y de atenciones, pero era como comer una torta de chocolate. El último pedazo empalagaba. Habían estado juntos cuando por fin realizó su primera exposición en una modesta galería de San Telmo y cuando logró vender la casi totalidad de los cuadros. Y se había sentido feliz por él. Pero cuando le expresó que iba a usar ese dinero para realizar un viaje a París con ella, lejos estuvo de emocionarse como hubiera debido. Se sintió molesta. Salió del trabajo y tras pasar por su casa fue a la de Hernán donde la esperaba con la comida lista. ¿Qué habría elaborado?¿De que forma intentaría halagarla esta vez? ¿Cuánto tiempo de preparación le había demandado? Si tan solo supiera que solo deseaba una hamburguesa con una lata de cerveza y meter los pies en una palangana con agua caliente... Lo besó con cierto desdén y fue hasta el baño. Se lavó y sintió fastidio cuando él le dijo con su voz agradable que la comida estaba lista. Ya sabía eso. ¿Acaso pensaba que era estúpida, que no estaba a la altura de su capacidad intelectual? Sabía que estaba allí para comer. Fue a la mesa y se encontró con una porción de pollo con papas noisettes y una ensalada con tomates cherry, lechuga y aceitunas negras descarozadas. ¡Típico de él! Probó un bocado y lo halló excesivamente salado. -¿Qué pasó? -Se te fue la mano con la sal. Hernán probó un poco y lo paladeó un par de veces. -No. Está perfecto. -No sé. Yo lo siento salado. Apenas probó las papas y algo de ensalada. Estaba molesta y no sabía por qué. Fueron a dormir juntos y cuando la abrazó, sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Lo apartó de su lado y se tomó los brazos. -¡Estás helado! Hernán no quiso comenzar una pelea y se dio vuelta al otro lado. María apenas durmió esa noche. Se sentía mal por tratarlo así. Sabía que no se lo merecía, pero ella estaba cansada de esa cantidad de atenciones, de esa actitud paternalista de él. En mitad de la noche no pudo evitar llorar por las sensaciones que guardaba en su interior. Encendió la luz del velador para buscar un pañuelo de papel en el cajón de la mesa de luz y vio el rostro de Hernán iluminado en medio de la oscuridad. Acarició sus cabellos y silenció una disculpa por la noche que habían tenido y notó algo raro. Estaba distinto, cambiado. Le costó reconocerlo por un momento. Era verdad. Había algo raro en él. ¡Por supuesto! ¡Su lunar sobre la ceja! ¡Se lo había sacado! -¿Qué lunar? No me había dado cuenta que tenía un lunar sobre la ceja. María no podía creer lo que escuchaba. Ella había visto ese lunar tantas veces. No lo recordaba a la perfección, pero nadie iba a negarle que ese era un detalle sobresaliente de los rasgos de Hernán. Ni siquiera se había peinado y lo hallaba poco atractivo, como si se hubiera quitado una máscara invisible dejando al descubierto un rostro familiar pero desconocido a la vez. En ese estado ni siquiera se notaba el corte en la barbilla o la cicatriz en su pómulo. Ofuscada y molesta fue a su trabajo casi sin saludarlo. No quería hablar con él. Llegó a su escritorio y vio la foto de ambos y con enojo la guardó en el cajón. Seguramente en un rato iba a tener que soportar alguno que otro mensaje de texto cuyo remitente era Hernán, y eso la iba a molestar aún más. Pasó toda la mañana y llegó el almuerzo. Miró su móvil y notó que no había recibido nada, ningún llamado, ningún mensaje. Se dijo que por fin había entendido que no podía estar siempre pendiente de él en un intento desesperado por ocultar la angustia que tenía por la ausencia de esos gestos de cariño diarios a los que se había acostumbrado. Al tiempo que decía que necesitaba un tiempo para ella sola, rogaba que Hernán no se hubiera enojado. Volvió a su casa cuando agonizaba la tarde. No había mensajes en la máquina contestadora. Se sentó en la cocina para no tener que ver el cuadro que él le había dedicado y se preparó una taza de café. Tenía un paquete de té de menta que le había regalado pero no quería probarlo en esos momentos. Con una mezcla de miedo y de alivio, comió algo liviano y se dispuso a recuperar el tiempo que necesitaba para ella sola. Se puso a ver la televisión y trató de perderse en el argumento inexistente de un telefilme imposible. Sin apagarla tomó el libro que había dejado e intentó retomar el hilo de la lectura extraviada pero fue inútil. En su mente solo existía Hernán. Se durmió prontamente, presa del cansancio por la víspera en vela. Y sintió un profundo frío. Debió colocarse una segunda manta para atenuar sus efectos pero fue inútil. Volvió a pensar en el calor del cuerpo de Hernán y se preguntó si no había ido demasiado lejos al insistir en la ubicación, en la existencia de ese lunar sobre su ceja. Tal vez se había equivocado y nunca lo había tenido. Supuestamente él conocía su cuerpo perfectamente y no iba a meterse en una discusión idiota con respecto a eso. Era como discutir lo que uno había soñado. Nadie podía decirle si estaba o no acertada con respecto a sus sueños. ¡Pero él tenía un lunar! Quizás se lo había sacado por albergar algún tipo de complejo al respecto y eso lo avergonzaba tanto que no quería hablar al respecto, pero, ¿cuándo lo había hecho? La extirpación de un lunar conllevaba una cicatriz que demoraba mas de quince días en curar y ellos se habían visto a diario desde hacía ocho meses... Y sin embargo ella lo seguía recordando. Pensando en Hernán volvió a dormirse y sintió un penetrante frío. Revivió cada segundo vivido con él y en cada fotograma de su memoria lo veía con su lunar, con su barbilla partida, con su cabellera rubia despeinada. Despertó afiebrada y avisó al trabajo que no podía ir porque creía estar enferma. Le dolían el cuerpo y la cabeza. Tomó su celular y quiso llamar a Hernán para que viniera a cuidarla pero se detuvo cuando iba a marcar su número. No quería obligarlo. Quizás no quería rebajarse a pedir ayuda. Lo necesitaba pero tampoco quería demostrarle cuanto lo necesitaba. Necesitaba tenerlo a su lado para sentirse una mujer contenida y protegida, pero eso le quitaba tanto de su capacidad de autoabastecerse que no quería hacérselo saber. Andrea, su compañera de trabajo, le habría dicho que eso era hacerse desear, palabras más amables que decir que era ser histérica. ¿Y si tenía razón y estaba comportándose así para probar algo? Probar que podía estar sola sin la presencia omnipresente de Hernán con toda su galantería, su perfección, su calor corporal, su deliciosa comida... Lo necesitaba pero también necesitaba sentirse libre. Ya se lo haría notar cuando él le enviase un mensaje o la llamase. Se preparó un té con miel y limón y volvió a la cama. Hernán no llamó en todo el día. Se sintió aún peor por esa descortesía, ese olvido que quizás ella misma había provocado. Permaneció en la cama llorando y sumergiéndose en la autocompasión todo ese día hasta que volvió a dormirse. Recién abrió los ojos al escuchar el despertador. Buscó su celular y no vió ninguna llamada, ningún mensaje. A pesar de todo se sentía mejor. Tomó una ducha bien caliente y luego fue a prepararse una taza de té. Si Hernán no la llamaba allá él. En algún momento hablarían. Extrajo un saquito del paquete y notó algo extraño. Algo había cambiado en la alacena. Intentó recordar que era. Estaba un poco embotada pero aún así se daba cuenta que algo no encajaba. No quiso dar mayor importancia al asunto y tomó su té. Se alistó para salir a la oficina y pasó frente al cuadro que Hernán había hecho de ella. ¡El té de menta!, recordó. Volvió a la cocina y buscó el paquete. No estaba por ningún lado. Lo más llamativo es que todo estaba ordenado, ocupando su lugar natural como si alguien lo hubiera extraído y hubiera acomodado el resto de las cosas para no llamar la atención. ¿Habría andado Hernán por ahí mientras estaba durmiendo y se había llevado el paquete? ¿Para que hacer eso si podía hacerle mas daño llevándose el cuadro que tan bien la había reflejado? Lo llamó inmediatamente. Necesitaba saber que estaba pasando. Ella comprendía que quizás no había actuado muy centrada el otro día con el asunto del lunar, pero esto que había hecho él era una niñería. El buzón de la casilla de mensajes la atendió. Intentó otra vez y obtuvo el mismo resultado. Sabiendo que se le hacía tarde dejó para después el problema y salió para su trabajo. Iba masticando bronca cuando llegó. Probó nuevamente llamarlo y al décimo intento dejó un mensaje. Le decía que quería hablar con él lo antes posible. ¿Que le estaba pasando a Hernán? ¿Por qué se estaba comportando de esa manera?¿Acaso era un desequilibrado que mostraba una cara amable y seductora y al instante siguiente, luego que lo confrontaban, se transformaba en un sujeto que era capaz de meterse a hurtadillas para recuperar un regalo inútil y sin valor? Lo extrañaba. Extrañaba su atención, su preocupación, sus cuidados, pero si el precio de ese comportamiento era que él fuera un desequilibrado, ¡no gracias! Abrió el cajón de su escritorio y acarició el marco de la foto que se tomaron los dos un día de verano en pleno invierno. No quería verla porque si la veía iba a sentirse atraída por él nuevamente. Pero no soportaba estar sin él. Lo amaba, a pesar de todo lo amaba. Tomó la fotografía y se sintió confundida, alterada por una broma de mal gusto. En la foto no estaban los dos. Ella si estaba, pero acompañada por Andrea. Reconocía la ropa pero no recordaba cuando habían ido juntas. Sabía que Andrea era infantil, pero esto era demasiado. La llamó y le pidió que se vieran en el baño. Esperó que entrara y la confrontó casi con violencia. Le mostró la fotografía y le dijo que le explicara que había hecho con la que tenía allí, donde la había puesto. La muchacha miró a María con los ojos grandes bañados en lágrimas sin entender que le pasaba y trató de articular una respuesta. -Nos la sacaron cuando fuimos a caminar por los lagos... nos querían cobrar quince pesos pero se la peleamos por diez... ¿no te acordás?... por Dios María, ¿qué te pasa? Me estás asustando... Discutieron un rato pero ante el llanto de Andrea, María detuvo su interrogatorio. La chica sonaba sincera. Pero, ¿quién había trucado la fotografía? ¿Y si Hernán había pasado por la oficina y había reemplazado la misma? Pero a pesar de todo lo que habían pasado juntos, de todo lo que habían compartido, ella se había negado a llevarlo a su trabajo. ¿Cómo sabía donde era? ¿Se había complotado con su amiga para inventar esa historia ridícula? Y sin embargo tenía un ligero recuerdo de ese paseo con Andrea. Recordaba la discusión con el fotógrafo para obtener un descuento en el precio del retrato, no porque lo necesitara o no tuviera el dinero, sino por pura diversión. Pero entonces, ¿dónde había dejado la foto que se había sacado con él? ¿La había llevado al trabajo o la había dejado en su casa? Se sintió mal. Volvía a tener fiebre. Quizás había vuelto demasiado pronto. Tomó su celular y lo llamó con la esperanza de que la viniera a buscar. Súbitamente lo extrañaba. La contestación la sacudió. ‘’EL NUMERO QUE INTENTA CONTACTAR NO PERTENECE A UN ABONADO EN SERVICIO’’ Dejó la oficina tras hablar con su jefe. Andrea la siguió tras la discusión. -Perdoname, no me siento bien... -Pero, ¿qué pasa Marucha?¿Por qué estás así? -No me siento bien... Aparte tuve una discusión fuerte con Hernán y supongo que por el enojo no vino a verme siquiera cuando estaba en cama... -¿Hernán? -Si... Dale Andrea, no jorobes... ¡Mi novio!(era la primera vez que se refería a él con ese término) Te hablé mil veces de él... -Perdoname Mari, pero si me lo hubieras contado... -Si, ya sé, soy una tarada por pelearme con él, después de todas las cosas maravillosas que te conté, pero llegué a un punto en que necesito estar sola, necesito aclarar mis ideas... Lo quiero mucho, pero a veces me siento ahogada... -Pará María... No era eso lo que quería decirte. Nunca me contaste de él. Para mí es una sorpresa lo que me contás. La muchacha la observó con una sonrisa burlona en el rostro. ¡Ay Andrea! ¡Siempre tan graciosa! Aunque ahora eso no tenía gracia. Entonces vio el rostro de su amiga y comprendió con inquietud que ella no estaba siendo graciosa. Vio en su rostro que ella nunca había oído hablar de Hernán y comenzó a temblar. Le recordó las veces que se habían juntado en los descansos para almorzar que desperdiciaban chimentando acerca de lo que él le hacía, de la forma en que la sorprendía. María gozaba viendo la envidia en la cara de su amiga. Pero ella decía que eso no había pasado nunca. Arrancó el auto con una sensación de ahogo en el pecho y ganó la calle. Volvió a llamarlo a su casa y al celular pero siguió recibiendo la misma contestación.’’EL NUMERO QUE INTENTA CONTACTAR NO PERTENECE A UN ABONADO EN SERVICIO’’ ¿Qué estaba pasando con Hernán?¿Acaso se había marchado sin avisarle siquiera cual había sido el motivo que lo había llevado a tomar esa determinación? Pero también estaban esas otras inconsistencias. El paquete de té de menta, la fotografía en su escritorio... ¿Qué estaba pasando? La cabeza le dolía un infierno y antes de volver a su casa decidió ir a confrontar al hombre, preguntarle que era lo que estaba pasando. Llegó hasta el estudio de su amado y miró a la ventana del primer piso. Las cortinas estaban corridas y las hojas de las ventanas abiertas lo que significaba que él estaba allí. Dispuesta a ingresar llegó hasta la entrada al palier y buscó la llave de la puerta de entrada en su llavero y notó que no la hallaba. No era cuestión de pasarla de largo pues solo poseía cuatro llaves: la de la puerta de calle, la de su departamento y las de su propia casa. Pero ahora solo veía dos de ellas. Las del departamento de Hernán brillaban por su ausencia. ¿Las había sacado en medio de su delirio febril y su enojo? No lo recordaba. O quizás él realmente había pasado por su casa y había tomado sus llaves en un intento infantil por despecharse de su desdén. Tocó el timbre del portero eléctrico y una voz femenina la atendió. ¡Así que estaba con otra! ¡Eso era lo que estaba pasando! -¡Hernán! -¿A quien busca? -¡A Hernán! ¡No te hagas la tarada y decile que me venga a abrir o tiro la puerta abajo y me va a conocer! -Acá no hay ningún Hernán... Váyase o llamo a la policía. -¡Policía!¡Por supuesto que va a necesitar a la policía!¡Y a una ambulancia también! Salió fuera de la entrada al palier gritando su nombre y se detuvo en mitad de la vereda. Miró al primer piso y se llevó la mano a la boca horrorizada. No pudo reconocer el lugar. No estaban las cortinas que tanto reconocía, ni las hojas abiertas que había visto apenas segundos atrás. Allí, en letras de molde había un cartel un tanto añoso que decía ‘’González e hijos. Abogados. Sucesiones. Despidos. Accidentes’’ ¡El estudio de Hernán no estaba! Intentó pensar en lo que estaba sucediendo pero era tan inverosímil que solo lograba alterarse aún más. Vio salir al encargado del edificio, seguramente llamado por la mujer que la había amenazado y se abalanzó sobre él. -¡Juan! ¡Juan! ¡Gracias a Dios! -¿Qué le pasa señora? -Hernán, ¿dónde está Hernán? -Perdóneme señora pero no conozco a ningún Hernán. -¡Pero...!¡No me diga eso!¡Hernán! El pintor del 1A... el que le hizo un retrato de su hija hace dos semanas para el cumpleaños de quince... No me diga que no sabe que le hablo... -Perdóneme señora, pero en el 1A está el estudio de abogados desde hace doce años... Me acordaría si a mi hija le hubieran regalado un retrato... María, con los ojos arrasados por el llanto lo miró y comprendió que el hombre era sincero en su negativa. Realmente no lo conocía. ¿Qué estaba pasando? Volvió a su auto y arrancó a toda velocidad. En un semáforo tomó su celular y halló el nombre de Hernán en la agenda. Se dispuso a llamarlo cuando un bocinazo la sobresaltó. Volvió a tomar el celular que había caído de sus temblorosas manos y comprendió que algo terrible estaba sucediendo. El nombre, todos los datos guardados en la memoria del teléfono, su foto, habían desaparecido como borradas de un plumazo. No había datos de él. No estaba guardado el registro de su cumpleaños, del día que salieron juntos, de su primer regalo... Todo lo que concernía a ese hombre había desaparecido. Volvió a poner el auto en marcha y partió rauda a San Telmo hacia la galería donde había hecho su exposición. No lo conocían. Un hombre anciano, de agradable aspecto se ofreció a buscar en los registros pero estaba seguro que no lo conocía. Nadie con esas características había realizado una exposición en los últimos años. Con el terror anclado en su corazón volvió a recorrer los lugares que habían frecuentado juntos. El almacén cerca de su casa, el barcito donde habían tomado su primera taza de café durante una feroz granizada. Allí recordaban la granizada pero no al hombre. La señora de las verduras donde Hernán compraba la fruta seleccionada desconocía por completo la existencia de ese hombre. La recordaban a ella comprando pero siempre sola. Todas las personas con las que hablaba le decían lo mismo. No recordaban a su novio. Nunca la habían visto con nadie. Todo lo que concernía a Hernán iba evaporándose frente a sus ojos. Hasta su rostro que conocía de memoria se iba desdibujando en una mueca de dolor y angustia. ¿No quedaba nada de él? ¿No quedaba nada de ese hombre maravilloso que la había llenado con tanto amor, con tanta atención? Y entonces lo recordó ¡El cuadro! Voló a su casa perdiendo un zapato en la carrera y rompiendo el tacón del otro. Subió las escaleras dando grandes zancadas, lloró cuando no podía meter la llave en la cerradura y sintió un enorme alivio al ingresar a su departamento. El cuadro estaba allí. Su rostro dormido con el pelo revuelto, tan luminoso como el primer día. Lo besó y lloró sobre él. No entendía que era lo que estaba pasando, pero ese era el último legado de Hernán sobre la tierra. Lo último que le quedaba de él. Debía cuidarlo con toda su alma, protegerlo para que no se desvaneciese como su estudio, como su obra, como su presencia. Permanecer a su lado por la eternidad si era necesario. El teléfono sonó entonces y sintió un estremecimiento. ¡Era él!¡Estaba segura que era él! Se abalanzó sobre el aparato y atendió. Quería decirle que lo amaba, que le necesitaba, que jamás había sido tan feliz como cuando estaba a su lado, que volviera, que la llevara con él... La voz de Andrea, preocupada, inquieta por lo que le pasaba a su amiga la sacudieron como se sacude una rama ante un vendaval... Y entonces soltó el teléfono. ¡Por Dios!¡El cuadro! Se acercó a él previendo lo inimaginable, lo imposible, lo real... Era una reproducción barata de un paisaje pastoril. Lanzó un grito desgarrador y se arrojó contra la pared. No quedaba nada de ese hombre encantador, de ese hombre que la había marcado por dentro y por fuera con su candor, con su pasión, con su cortesía... Como un surco en el agua se había desvanecido. ¿Cuánto tardaría en olvidarlo?¿Cuánto tardaría en olvidar los meses maravillosos que habían pasado juntos? A la mañana siguiente María despertó angustiada, con un ardiente dolor en el vientre y el pecho. No recordaba por qué. Con el correr de los días su carácter taciturno se acentuó y perdió los deseos de progresar, de trabajar. Se volvió una cáscara reseca vacía de vida y esperanzas. Solo conservaba el amargo y perenne sabor del dolor de la felicidad perdida y del milagro desperdiciado.
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